23 de abril de 2019

En el Día del Libro


Mis primeros recuerdos de los libros datan de cuando tenía tres años. Mi padre y mi madre se turnaban para leernos, a mi hermana y a mí, muchas y muy variadas historias. El primer libro que recuerdo es uno de formato pequeño, con el título Flor de leyendas, reunidas por Alejandro Casona. Según mi madre, a esa edad yo pedía: «¡El anillo de Tala quelo!», refiriéndome a «El anillo de Sakuntala». Curiosamente, no recuerdo la frase que ella me atribuye, pero sin duda recuerdo el pequeño libro, con forro de cubierta, como se acostumbraba en la época, y una leve sensación de reconfortante tristeza que me quedaba después de escuchar esa historia y otra igualmente melancólica, «El anillo de los nibelungos».

Tenía cinco años y aún no iba a la escuela cuando fui capaz de leer por mí misma esas historias, y a partir de allí me convertí en devoradora de libros, que me gustaba leer en la cama, boca abajo, mientras me comía un par de naranjas. Poco después aprendí a hacer yo misma pequeñas ediciones caseras, mecanografiando mis primeros cuentos, ilustrándolos y encuadernándolos. La vida después me trajo muchos vuelcos, y ha habido períodos en los que leer no ha sido la prioridad; pero aun así he aprovechado cualquier pequeño espacio para apropiarme de otros mundos con la cabeza hundida en el libro, por convulsa que fuera la realidad de ese momento.

Los libros me han permitido viajar a miles de kilómetros de distancia, y no en sentido figurado, sino real. Por ellos he podido visitar México, Colombia, Argentina, Nicaragua e Italia. Me han permitido estrechar la mano de Juan Gelman, abrazar a Claribel Alegría, tomarme un refresco de arroz con piña obsequiado por Tulita, la esposa de Sergio Ramírez, compartir el alojamiento con Leonardo Padura, compartir mesa con Gioconda Belli, y hacer amistad con gente que escribe que además son personas maravillosas, como Giovanna Rivero, de Bolivia, y Ulises Juárez Polanco, que ya no está físicamente.

Por las historias que sembraron dentro de mí, por las nacieron de mí y por las que vienen, nunca podré agradecer lo suficiente a los libros y a la palabra escrita.

29 de marzo de 2019

De cómo conocí a Margarita Velásquez y aprendí a respetar a Juana la Loca

Afiche: Tomado de MUA: Mujeres en las Artes

Juana la Loca y yo nunca fuimos amigas. Soy más bien retraída, nunca he sido visitante asidua de cafés ni bares, y dejé de ir a fiestas desde antes de salir de la adolescencia. Cuando consumo alcohol, procuro que no sea en exceso, y de preferencia lo hago entre amistades de mucha confianza. Me molesta el humo del cigarro y rehúyo los espacios donde lo que empieza como diversión termina en insultos, agresiones o vómitos. Sí, lo sé, soy fresa y aburrida; pero agradezco que me permitan ser y sentirme cómoda. Por estas razones, el personaje de Juana la Loca me intimidaba, y tristemente no conocía a Margarita Velásquez, la mujer que estaba detrás.
Hace más de tres décadas, yo salía una noche del Teatro Manuel Bonilla acompañada de un grupo de personas, después de haber asistido a una de las presentaciones del Festival Bambú. Sorpresivamente, escuché que una mujer que yo no conocía nos gritaba: «¡Ajá, grandes putas que andan corriendo atrás de un pene comunista!». Asustada y avergonzada, pregunté quién era, y alguien me dijo: «Es Juana la Loca».
Reconozco que me ganó el prejuicio, y durante mucho tiempo no fui capaz de valorar la poesía de Juana Pavón.  Sin embargo, con los años aprendí a reevaluar muchos de mis criterios, sobre todo desde la óptica de la reivindicación de las mujeres. No había logrado interesarme por completo en esta autodenominada «poeta de la calle», cuyo desparpajo me seguía intimidando, pero había podido entender e identificarme con algunos de sus poemas.

Cuando Juana enfermó gravemente comencé a percibirla de otra manera. Coincidimos en una lectura de poesía que se hizo en el Parque Central de Tegucigalpa, y nos fotografiamos juntas. No me insultó, y yo la saludé con respeto. Para mi sorpresa, después me envió una «solicitud de amistad» por una red social, y la acepté de inmediato. Me alegró que comentara una foto de mi gata Matilda, y así me enteré de que tenía compañeros felinos, como yo.
La vida hizo que el teatro, tal como aquella lejana noche me mostró la parte agresiva de Juana la Loca, el personaje, después me permitiera conocer a Margarita Velásquez, la mujer. El grupo teatral Bambú, el mismo que todos los años organiza el festival del mismo nombre, montó la obra Juana la Loca del salvadoreño Carlos Velis, adaptada y dirigida por la maestra Luisa Cruz, como parte de su campaña para recaudar fondos destinados al tratamiento de Juana. La obra fue escrita en 2002, y seguramente ya había sido representada muchas veces; pero para mí fue todo un descubrimiento, porque por primera vez conocí la historia de Margarita Velásquez, huérfana, pobre, abusada y violada a temprana edad, golpeada una y otra vez, presa, engañada, maltratada (ahora lo sé) hasta por hombres icónicos del pensamiento marxista hondureño. Entonces me di cuenta de que ese muro de insultos, ese apenas subsistir entre el estado alcohólico y la resaca, eran la única forma posible de mantener la cordura. Y entendí también cuán increíblemente brillante tuvo que ser su talento poético para nacer y afianzarse entre tanta miseria.
Margarita Velásquez falleció en la madrugada del 28 de marzo, me ilusiona creer que en paz, rodeada del cariño sincero que le prodigaba la gente. Soy por naturaleza escéptica y muchas veces me quejo de nuestra ingenuidad como pueblo; pero el que de muchas maneras se haya comprendido y reivindicado a Juana me muestra que aún hay esperanza.
Despedimos a Margarita Velásquez, pero Juana Pavón se queda. Por derecho propio tiene un lugar junto a Clementina Suárez, Amanda Castro y otras precursoras y transgresoras. Solo espero que, como en el caso de Clemen, pasado el fragor de las anécdotas podamos llegar a la justa valoración de su vida y su obra. Y, puestas a esperar, también espero que terminen la misoginia, el abuso y el maltrato. Que ninguna niña ni mujer tenga que pasar por lo que pasó Margarita. Que no sea necesario pelear con tanta desesperación por ocupar el lugar que como mujeres, como seres humanos, nos pertenece.
María Eugenia Ramos
Tegucigalpa, 29 de marzo de 2019.

19 de marzo de 2019

En el Día del Padre


Ventura Ramos con sus hijas María Eugenia y Gertrudis,
en su casa del barrio La Guadalupe de Tegucigalpa, años sesenta.

En Honduras, un país con tantas desigualdades y carencias, donde además históricamente ha predominado la cultura de la violencia, tener un padre presente, amoroso y protector, es un privilegio. Yo soy una de las afortunadas que lo tuvo y que vivió una infancia feliz, aunque el dinero no sobraba.

Recuerdo con cariño los remiendos que mi madre hacía en mi uniforme escolar, y entiendo ahora que esa era una de las mil maneras en las que ella se las ingeniaba para estirar el salario de mi padre, escaso a pesar de que en ese momento tenía tres empleos, como periodista y como maestro de español en jornada diurna y nocturna. Por suerte, en mi escuela pública, la República de Honduras de la colonia Alameda de Tegucigalpa, ir con el uniforme remendado no era extraño. Después entendí que, aun con mi uniforme remendado, yo poseía ciertos privilegios, como el estar bien alimentada y tener un techo confortable. Pero el mayor privilegio era el de ser una niña querida y protegida, que disfrutaba al máximo su infancia. Y ese disfrute se debió, en gran parte, a mi padre.

De rostro adusto, casi pétreo, con fuertes facciones indígenas, tanto que alguna vez le llamaron con cierta ironía «Dios del Maíz», Ventura Ramos no reflejaba a simple vista las cualidades que le hacían un gran maestro y padre excepcional. Sin embargo, sus colegas de la escuela primaria donde fungió como director durante su juventud recuerdan que solía jugar fútbol con sus estudiantes en el patio de la escuela, para indignación de los supervisores del ministerio de Educación, que exigían más «disciplina». Y ese mismo trato horizontal fue el que años después practicó en casa, con sus hijas. Con nosotras jugaba como si fuera un niño más; lo voseábamos y podíamos llamarlo «mico», lo que de hecho le encantaba. No es de extrañar que los bebés se sintieran a gusto en su presencia, y que los gatos, a los que adoraba, lo siguieran por la calle como perros, ante la extrañeza de los vecinos.

Su compromiso y militancia política no fueron excusas para no estar presente en nuestras vidas. Mi hermana mayor nació entre los bombardeos, durante el golpe de Estado contra Jacobo Arbenz en Guatemala, donde mis padres estaban exiliados, y mi padre tuvo que refugiarse en la Embajada de Ecuador, para después emigrar a Guayaquil. No pudo reunirse con su familia sino hasta tres años después, en Tegucigalpa, y tuvo que ganarse el cariño de su hija, que para entonces llamaba «papá» a uno de mis tíos maternos. Pero nunca más se volvió a alejar. Eso sí, oíamos Radio Habana Cuba de forma clandestina durante el golpe de Estado de 1963. Como periodista, mi padre siempre tuvo un aparato de radio con capacidad para captar frecuencias extranjeras. Además, en nuestra casa encontraron refugio algunos líderes, así como las pinturas de nuestro muralista Álvaro Canales, quien al exiliarse en México las dejó al cuidado de mi padre.

Cada vez que alguien cumplía años en la casa, nos despertábamos con «Las mañanitas», interpretadas por mariachi tradicional, en los discos de vinilo que mi papá ponía. Por las mañanas desayunábamos oyendo un programa de música clásica que transmitía una emisora local. Y en época navideña, esa misma música se escuchaba en casa todo el día. A él le debo mi afición por algunos clásicos como «El amor de las tres naranjas», de Prokofiev, y el ballet «La bella durmiente», de Tchaikovsky.

Aunque alguna vez mostró rezagos de machismo, como cualquier hombre hondureño, nacido además en una época cuando el patriarcado no se cuestionaba, siento que logró superar esa mentalidad, como lo demuestra el hecho de que me compartiera con entusiasmo las historias de las heroínas soviéticas y francesas de la Segunda Guerra Mundial. Con él jamás me sentí amenazada o disminuida; por el contrario, siempre me alentó y me apoyó, aunque no estuviera de acuerdo con alguna de mis decisiones.

Le debo la autoestima, esa sensación de que valgo, el sentimiento incomparable de haber sido escuchada desde niña; y también el ateísmo, que agradezco porque no acudo a poderes sobrenaturales, sino que encuentro en mi interior lo que necesito para enfrentar el mundo. Nos dejó herencias de valor incalculable: el amor por los libros y la literatura, el amor por los animales, el sentido de dignidad y justicia. Veo con alegría que mi hermano Carlos Ventura, aunque no se crió físicamente con mi padre, ha sido a su vez un progenitor responsable y amoroso, y su descendencia refleja esos mismos valores.

Los recuerdos de mi infancia, la visión del mundo que me inculcó mi padre, son el fundamento de lo que soy ahora, y también las tablas que me han hecho salir a flote cuando las circunstancias han sido difíciles. Por todo eso, papá, Ventura Ramos, gracias. Como atea que soy, no pienso que me estés viendo desde algún lugar; mejor aún, pienso que mucho de tu espíritu se quedó dentro de mí, en tu descendencia, y en esos jóvenes, hombres y mujeres, que de diversas maneras y en múltiples frentes siguen dando la pelea porque Honduras no se hunda.

Tegucigalpa, 19 de marzo de 2019.


18 de marzo de 2019

De cercanías y extrañamientos: "Crónica de una cercanía", de Janet Gold


Palabras para la presentación del libro Crónica de una cercanía. Escritos sobre literatura hondureña*


Agradezco a Isolda Arita la deferencia de haberme pedido que la acompañe en la presentación de esta colección de ensayos sobre literatura hondureña que nos obsequia Janet Gold, con el título de Crónica de una cercanía.

Quiero comenzar refiriéndome a la cuidada presentación del libro, que en la cubierta tiene una fotografía de las gradas del barrio La Leona, con flores y plantas colgantes, complementada en la contracubierta por una Janet muy joven, con pañuelo en la cabeza, sosteniendo un ramo de flores en los arcos de los apartamentos Walter. Son imágenes que retratan una Tegucigalpa que vive en nuestra nostalgia, pero de la que solo quedan pequeños islotes en un mar de concreto y puentes a desnivel que nos han quitado identidad como ciudad. En consonancia con el título del libro, nos hacen imaginar el contenido testimonial de estas crónicas, en las que la autora nos narra los inicios de su aproximación a la literatura hondureña y sus impresiones de Honduras y su gente a lo largo de cuatro décadas.

Nuestro medio no es el más propicio para la literatura, como bien lo constata Janet Gold.  La sociedad hondureña está signada por el prejuicio, la politiquería, la mentalidad patriarcal, el clientelismo y la corrupción, males que se reflejan en las dificultades que aún hoy persisten en la tarea de escribir y publicar; no es de extrañar que para las mujeres escritoras el desafío de ser entendidas y aceptadas ha sido, y sigue siendo, mayor que para los escritores hombres. 

Janet Gold vino a Honduras la primera vez para dar clases en una escuela privada, pero cuando regresó, años después, lo hizo atraída por la figura de una mujer que no solo desafió los tabúes de la época, sino que se desafió a sí misma, evolucionando como poeta hasta llegar a constituir una voz precursora cuyos ecos nos siguen nutriendo. Me refiero, por supuesto, a Clementina Suárez. La biografía que Janet Gold escribió, Retrato en el espejo, sigue siendo el principal referente a la hora de profundizar en la vida de esta poeta fundacional, precursora del vanguardismo en Honduras. Cuando, en conjunto con la Editorial Guaymuras, nos propusimos acercar la vida de esta mujer icónica a los niños y niñas de Honduras, no resultó difícil, porque ya existía esta investigación aderezada con el cariño que Janet llegó a sentir por Clementina y por Honduras.

Pero Clementina no ha sido la única mujer destacada que Janet Gold encontró en sus exploraciones del mundo literario y cultural hondureño. En este libro hay referencias a muchas mujeres, incluyendo los primeros intentos de organización de las mujeres escritoras, que datan de los años noventa. Y hace especial mención de dos mujeres que por diferentes razones son imprescindibles en la historia de la vida cultural del país: Leticia de Oyuela y Amanda Castro. Doña Lety aparece retratada con la elegancia y refinamiento europeo que la caracterizaban y su trabajo incansable en la investigación y la difusión del arte y la cultura de Honduras. Amanda aparece como poeta, editora y luchadora social, figura destacada del movimiento LGTBI en el país. Ambas, al igual que Clementina, ya fallecieron, pero al igual que ella continúan viviendo en nuestro imaginario social.

Crónica de una cercanía, sin embargo, no está dedicada exclusivamente a las mujeres escritoras, sino que es un panorama general construido a retazos, con base en conferencias y trabajos académicos, así como en vivencias personales de su autora, y contextualizado en nuestra realidad política y social, incluyendo el golpe de Estado de 2009. Por sus páginas desfilan iniciativas editoriales privadas y del Estado, la tradición oral, algunos colectivos culturales, organizaciones no gubernamentales, la visión de Janet del pueblo minero de Santa Lucía, Miriam Sevilla y su esfuerzo por hacer teatro infantil en una ciudad pequeña, y escritores de épocas y estilos tanto coincidentes como divergentes, entre ellos, Roberto Castillo, Roberto Sosa, José Luis Quesada y Raúl Arturo Pagoaga.

No es un trabajo exhaustivo ni actualizado; la autora está consciente de ello y así nos lo advierte en el preámbulo. Se trata más bien de una recopilación de nombres, datos y experiencias que por determinadas razones la atrajeron como investigadora. Sin embargo, tiene mucho valor como testimonio del devenir histórico de la literatura hondureña, desde la mirada de una académica extranjera. En lo personal, yo espero que Janet continúe su cercana relación con Honduras y con nuestra literatura; ojalá, por ejemplo, incluya en futuros estudios la ficción de los últimos 18 años, en especial la narrativa escrita por mujeres.

Quiero felicitar a Editorial Guaymuras por esta publicación, y agradecerle a Janet Gold por el cariño que estas páginas demuestran hacia un país donde constantemente nos preguntamos si vale la pena escribir, o simplemente vivir, y donde, como Janet acertadamente intuyó, permanece una sensación de pérdida y extrañamiento más que de cercanía. Parafraseando a Clementina Suárez, y en el espíritu de búsqueda e inconformidad de Janet Gold como investigadora, la respuesta sería que tenemos que “destruir y construir, ser relámpago, trueno, despertar a los niños y a las niñas, para arrasar las podridas raíces de este pueblo”[1].

Tegucigalpa, 1 de agosto de 2018.



* 2018. Tegucigalpa: Editorial Guaymuras. 308 pp. ISBN 978-99926-54-94-1
[1] Suárez, Clementina (1969). “Combate”, en El poeta y sus señalesTegucigalpa: Universidad Nacional Autónoma de Honduras, 1969.

1 de marzo de 2019

Carta a mi hija

María Eugenia Ramos y su hija Andrea, 1987.
Hace unos años yo tenía a una recién nacida en brazos y pensaba: “¿qué voy a hacer con esta niña?” Eran tiempos duros, aún estaba vigente en Honduras la doctrina de seguridad nacional, y yo apenas dos meses atrás había regresado de años de exilio, con una panza de siete meses. Volví pensando ingenuamente que la criatura que llevaba en el vientre debía nacer en mi país, y también porque mi familia me extrañaba y me había brindado su ala protectora.

Mi embarazo, especialmente en los primeros meses, no fue agradable. Nunca lo describiría como una experiencia maravillosa. No tiene nada de maravilloso, primero, darte cuenta de que estás embarazada cuando no tenés estabilidad de ningún tipo, y segundo, vomitar varias veces al día, como pasó durante los primeros tres meses. Según la creencia popular, los vómitos indican que la criatura tendrá mucho pelo, y al menos en este caso la predicción fue acertada, porque lo primero que vi de mi niña fue una gran mata de cabello oscuro, parado como el de sus ancestros lencas.

Las cosas mejoraron en el último trimestre. Don Leo Valladares, que posteriormente fue Comisionado Nacional de los Derechos Humanos, intercedió para que pudiera regresar a Honduras. Él me recibió personalmente en el aeropuerto; por ello le guardo gratitud eterna. Los días previos al nacimiento estuvieron marcados siempre por la incertidumbre y el temor, pero ya estaba en mi país y en mi casa.

A las doce de la noche de un 11 de septiembre (aniversario del golpe de Estado en Chile) me ingresaron en el Hospital Materno Infantil, hoy Hospital Escuela. Un amigo exdirigente estudiantil, quien hacía su internado, ofreció estar pendiente de mí. En la práctica, no pudo hacer otra cosa que saludarme con la mano desde la ventanilla, y velar desde afuera, supongo. Fueron otros médicos los que nos atendieron a un grupo de parturientas, entre ellas una niña de catorce años. Había gritos por todas partes, y los médicos y las enfermeras hacían chistes, diciendo que estábamos pagando el gusto que nos dimos en las navidades del año anterior.

Yo, otra vez ingenuamente, había estado leyendo sobre el “parto sin dolor”, y pensé que con estar mentalizada sería suficiente. Resistí unas horas, pero no soporté más cuando el médico metió su mano en mi vagina para romper la fuente y acelerar el parto. Aun ahora puedo gritar fuerte cuando me lo propongo, así que me imagino que mis alaridos estuvieron entre los más destacados del concierto. Ya uno de los residentes jóvenes había previsto que mi parto tendría que ser por cesárea, porque soy bajita y de caderas estrechas, pero el médico jefe se empeñó en que tenía que ser “natural”. No fue sino hasta la aparición de meconio, signo de sufrimiento fetal, que el médico jefe entendió que la cesárea era inevitable.

No todo fue terrible, por supuesto. Entre los residentes de obstetricia se encontraba un antiguo conocido, Rigoberto, con quien habíamos sido compañeros en el grupo de teatro del Instituto Hibueras. Él me confortó diciéndome: “yo te voy a hacer la cesárea, vas a ver que no te va a quedar mal la cicatriz”. Sin embargo, el médico jefe se empeñó en que el estudiante no podía hacerla, y él mismo me practicó un corte vertical desde el ombligo hasta el pubis, como se acostumbraba en la época, que me dejó una cicatriz muy abultada, que solo se suavizó con el tiempo. Mi hija nació a las doce del mediodía de un 12 de septiembre, gritando a todo pulmón, con su cabello como bandera, y lo primero que hizo cuando la pusieron sobre la camilla fue darse vuelta, como presagio de lo valiente y obstinada que sería en lo adelante.

Parir era la parte fácil, como lo sabe toda mujer que ha pasado por esa experiencia. Después vinieron las noches interminables de desvelo, el quedarme dormida dando de mamar, la pila de pañales sucios, todo ello acompañado del dolor de la cesárea. Fue como si un tren me hubiera pasado encima. No, no fue agradable en lo absoluto. Le doy el crédito a Marlom, el padre de mi hija, porque me acompañó y asumió sin reservas toda la carga, salvo dar de mamar, porque no podía. No es un hombre ni un padre perfecto, porque nadie lo es, pero mientras convivimos lo dio todo con la mejor voluntad, especialmente en esa época.

Así que no, esa no fue una experiencia maravillosa. Pero hay algo que sí es maravilloso. Con todos mis tropiezos, por alguna razón mi única hija es inteligente, hermosa, valiente, perseverante, estudiosa, esforzada, sensible y de buen corazón. Creció casi sin que me diera cuenta y es ahora mi mejor amiga, la que está pendiente de mí, la que sabe lo que me llega al alma; y, mejor aún, sabe ser ella misma, luchar por sus propios sueños. Desde niña ha enfrentado adversidades y agresiones, ha sabido disfrutar cada etapa de su vida y asumir cualquier desafío. Ella no necesita copiar lo que yo soy, no es una versión de mí; es una mujer independiente que me hace cada día no solo quererla, sino también admirarla.

En esta fecha celebro dos vidas: la de mi hija Andrea y la de mi padre Ventura Ramos, “Tata” para la familia, que nos dejó físicamente el 12 de septiembre de 1992. Sé que estaría muy orgulloso de ver los logros de la “mapachina”, como la llamó cariñosamente alguna vez, por su costumbre, cuando bebé, de ver el mundo recostada en mi hombro, de tal manera que solo asomaban sus ojos grandes y oscuros.

Feliz cumpleaños, Andrea María. No sabés lo orgullosa que me siento de verte fuerte, empoderada y noble, de compartir y aprender de vos en este recorrido. Ese es el significado de que yo te diga “mami” más veces de las que te digo “hija”, porque los papeles se entrecruzan e intercambian, y mi experiencia de vida se enriquece con la tuya.

Tu mami.

12 de septiembre de 2018.

Publicado en la revista digital de letras y artes La Zebra, septiembre de 2018.

27 de febrero de 2019

La niña que nació para ser poeta

Por: Ligia Aguilar*


Artículo leído por la autora en la presentación de La niña que nació para ser poeta: Clementina Suárez, durante la Feria del Libro organizada por el CCET de Tegucigalpa en abril de 2018, y publicado en Diario La Tribuna, sección "Habitaciones Propias", dirigida por la escritora hondureña Jessica Isla.


Cartel de La niña que nació para ser poeta, para la feria del libro organizada
por el Centro Cultural de España en Tegucigalpa, abril de 2018.

No recuerdo exactamente la primera vez que escuché el nombre de Clementina Suárez. Posiblemente mi madre o padre, ambos educadores y lectores pudieron leerme un poema o hablarme de ella. O tal vez fue uno de los docentes de mi vida escolar que me invitó a conocer a la aclamada escritora hondureña. Realmente no lo recuerdo. Lo que sí quedó muy bien grabado en mi memoria es que solo la evocación de su nombre estaba revestida de un enigma especial, de una serie de episodios de su vida personal, que de una u otra forma se convirtieron en un tipo de leyenda urbana. Más tarde, ya adulta y con un interés particular en mujeres hondureñas destacadas, me puse la tarea buscar información de este intrigante personaje. Para mi grata sorpresa, encontré en una de las librerías de la ciudad,  el libro El retrato en el espejo, de Janet Gold, un ensayo biográfico y literario en torno a la vida de Clementina Suárez, el cual sirvió de referencia principal para el libro que estamos presentando el día de hoy, La niña que nació para ser poeta: Clementina Suárez, de la escritora hondureña María Eugenia Ramos.

Este libro hace parte de la colección Pispizigaña de la Editorial Guaymuras, bajo el género de biografía infantil y escrito de forma magistral, a mi criterio, por María Eugenia. Quisiera abordar la relevancia de este obra desde dos perspectivas: una estrictamente pedagógica y otra desde una mirada feminista.

Desde el ámbito de la pedagogía, tenemos en el país una deuda histórica con la niñez hondureña, pues por un lado, desde la Convención de los Derechos de Niñez, ratificada por Honduras en 1990, la niñez tiene derecho a tener acceso a literatura e información general sobre su cultura, su identidad y su historia, y para nuestra preocupación, los libros de literatura infantil, escritos por autoría hondureña son muy pocos y por otro lado, debemos valorar su calidad estética y literaria. (Tengo en mi poder, una colección privada de libros de literatura infantil hondureña que no supera los 60 títulos). También,  la evidencia científica es contundente en cuanto a que acceso a la literatura local es fundamental para facilitar el desarrolla de la competencia lectora. Particularmente desde el enfoque sociocultural del aprendizaje de la lectura, se observa la demanda de que la niñez esté expuesta al lenguaje y entorno que reconoce, tanto en el texto escrito como en las ilustraciones o imágenes que le acompañan. Es decir, cuando se reconoce la cotidianidad del texto escrito, el lenguaje común de su ciudad o pueblo facilita la comprensión de la lectura, pues el lenguaje cobra sentido al trascender de la escuela a las prácticas sociales de la familia y la comunidad.

La evidencia científica es contundente en cuanto a que acceso a la literatura local es fundamental para facilitar el desarrolla de la competencia lectora. Particularmente desde el enfoque sociocultural del aprendizaje de la lectura, se observa la demanda de que la niñez esté expuesta al lenguaje y entorno que reconoce, tanto en el texto escrito como en las ilustraciones o imágenes que le acompañan. Es decir, cuando se reconoce la cotidianidad del texto escrito, el lenguaje común de su ciudad o pueblo facilita la comprensión de la lectura pues el lenguaje cobra sentido al trascender de la escuela a las prácticas sociales de la familia y la comunidad.

Desde la mirada feminista, consideramos que todos y todas debemos leer sobre la aclamada escritora, porque sin duda, la calidad de su obra poética no solo es valorada por nuestra gente, sino también por lectores y lectoras internacionales ya que Clementina es su obra. Sin embargo, estoy muy segura que muchos de ustedes escucharon hablar de Clementina Suárez, aquella leyenda urbana, aquella mujer que vivió su vida de acuerdo a sus normas y a sus creencias. Pues es aquí donde valoro enormemente el aporte feminista del porqué María Eugenia, logra desde este libro exquisito, contarnos sin sobresaltos, sin morbo, sin pecado, las decisiones que Clementina tomó en su vida: viajar, navegar, leer, soñar, vivir y sobre todo construirse a sí misma. Es pues, este libro un dispositivo cultural, a mi criterio, poderoso para la niñez, para la juventud hondureña, que puede ver en sus mejores hombres y mujeres, un ejemplo a emular, este libro también es también una herramienta de empoderamiento, de fortaleza y de libertad. Clementina siempre supo, desde muy niña, que iba a ser diferente y sin duda lo fue.

Termino invitándoles a adquirir siempre de la misma autora, La maestra Choncita, el recuento biográfico de Visitación Padilla para la niñez. En este libro, me enteré que por sus méritos y de forma oficial en el año 2008, el Congreso Nacional la declaró heroína nacional. Paradójicamente, hoy en día, una década después, Visitación Padilla está ausente de los murales cívicos en los centros educativos en el mes de septiembre, poniendo de manifiesto la invisibilización de esta beligerante mujer política.

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*Ligia Aguilar. Tegucigalpa (1973). Máster en Educación, Eficacia y Mejoramiento Escolar, por la Universidad de Groningen, Holanda. Licenciada en Letras y Lenguas Inglesas de la Universidad Pedagógica Francisco Morazán. Actualmente es la Oficial de Educación para la Fundación Infantil Pestalozzi, con casa matriz en Suiza. Se ha desempeñado como subdirectora y gerente técnica del Proyecto Educación implementado por los Institutos Americanos de Investigación AIR, que se ejecutó en 120 municipios de Honduras.

22 de febrero de 2019

¿El cumpleaños de qué patria?

Foto: UNAH Estudiantes
Son casi las cinco de la tarde del 15 de septiembre y aún no ha terminado el desfile de estudiantes de educación básica y media, obligados por “órdenes superiores”, como diría el poeta José González, a hacer un recorrido interminable soportando el rigor del clima, el hambre, el cansancio, todo para ganarse puntos acumulativos en el marco del tinglado que cada año se monta para celebrar lo que se denomina “fiesta cívica”, “cumpleaños de la patria” y otras frases hechas con las que se evita reflexionar sobre el verdadero significado de la efeméride.

Desde muy temprano se hace énfasis en el carácter militar del ceremonial, con los tradicionales veintiún cañonazos distribuidos entre las seis de la mañana, doce del mediodía y seis de la tarde, a los que pronto se agrega el ruido ensordecedor de los aviones caza sobrevolando las ciudades, los helicópteros de vigilancia, los paracaidistas, todo lo cual remite a un país en estado de sitio. En las actuales circunstancias, no faltan además el registro humillante de niños y niñas en la entrada del Estadio Nacional, como si se tratara de terroristas, y los gases lacrimógenos arrojados contra quienes se atreven a organizar desfiles paralelos.

Para completar el carácter patriarcal y falto de valores ciudadanos de la forma de conmemorar la separación de Centroamérica de España, cada banda de guerra (nótese la transparencia de la denominación) lleva palillonas ataviadas y maquilladas para estimular el morbo masculino. Los medios de desinformación, que no de comunicación, lo resaltan con frases como “las palillonas del instituto X dan una probadita de sus encantos”, frase real leída en el cintillo de un noticiero en uno de los canales de televisión de mayor audiencia y menor profesionalismo.

Este es el espectáculo común que cada año se organiza desde el gobierno, contando con la complicidad de las autoridades de centros educativos y la asombrosa pasividad de docentes, padres y madres de familia, salvo raras excepciones de estudiantes y docentes que se arriesgan a ser objeto de represalias. Sin embargo, este año la mascarada resulta aún más evidente cuando se contrasta con los asesinatos de niñas, niños y jóvenes cometidos en total impunidad por grupos paramilitares, con la complicidad manifiesta del Estado en tanto que no hay investigación ni mucho menos sanción de los perpetradores.

El hecho de que algunos de los jóvenes asesinados hayan participado en protestas antigubernamentales y posteriormente fueran sacados violentamente de sus casas por hombres provistos de uniforme y equipamiento policial, para posteriormente aparecer asesinados y con signos de tortura, deja un mensaje claro. La disidencia se reprime con judicialización, como en el caso reciente de estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, pero también con la muerte. El retroceso de Honduras en materia de democracia y derechos humanos es enorme; hemos regresado a la década de los ochenta, mucho antes de que nacieran los niños y niñas que ahora son asesinados.

Algunas y algunos nos preguntamos entonces: ¿cuál es la patria? ¿Es la de los discursos adulcorados con los que nos anestesian cada 15 de septiembre? ¿Es la de un general Francisco Morazán del que se exalta el militarismo, pero se anula su visión en cuanto a, por ejemplo, la educación laica? ¿Es la de una clase política desgastada y desautorizada por su responsabilidad en la corrupción, el fraude, el saqueo de las instituciones? ¿Es la de una jerarquía eclesiástica que no duda en utilizar la religiosidad popular para justificar sus propios abusos y complicidades?

Es fácil caer en el desaliento cuando nos damos cuenta de que toda nuestra visión de patria e identidad ha sido construida sobre falsos imaginarios. Lejos de ser un país bucólico de montañas e iglesias blancas, como lo pintan las estampas, somos un país signado por la violencia, pero la versión oficial lo niega porque decir la verdad espantaría al turismo. No es casual que decenas de miles de compatriotas hayan tenido que emigrar, mientras otra parte de la población sobrevivimos aferrándonos a la esperanza de poder cambiar una situación que cada día se agrava más.

¿Hacia dónde ver entonces en estas circunstancias? La respuesta siempre ha estado aquí, sobreviviendo como flor en el cemento, asfixiada a veces por la institucionalidad. Y no es casual la imagen de la flor, porque es precisamente en el arte y la literatura ejercidos a conciencia, en el incipiente cine, en las luchas de las mujeres, de las y los jóvenes, de las comunidades y pueblos indígenas que defienden sus recursos naturales, de los colectivos que apuestan contra la homofobia y la misoginia, en toda búsqueda que desafíe la comodidad de la mentira oficial, que se pueden encontrar las visiones y asideros que necesitamos para no conformarnos con sobrevivir, sino construir un país que podamos llamar nuestro.

"El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot", o la ilusión de escribir en un país malogrado

De izquierda a derecha, las escritoras Carolina Torres, Jessica Isla,
María Eugenia Ramos, y el escritor Gustavo Campos, en las instalaciones
del Centro Cultural de España en Tegucigalpa.

«[Sus] cuentos (...) [son] siempre un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos, autobiografías revisadas que le van descubriendo poco a poco lo que él mismo es, nunca nada es directo, uno tiene que desenvolver el cuento, muñeca rusa, caja de sorpresas». Estas palabras, escritas por Elena Poniatowska a propósito del trabajo del recientemente fallecido escritor veracruzano Sergio Pitol, calzan muy bien para describir las técnicas narrativas que Gustavo Campos despliega en El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot.

Cuando me aproximé a la obra por primera vez, en la versión original que obtuvo el premio centroamericano de novela convocado por la Sociedad Literaria de Honduras, pensé que me encontraba frente a una colección de relatos, pero —y me disculpo por el prejuicio— no pensé que fuera realmente una novela. Afortunadamente, Gustavo me pidió que se la diagramara para hacer una autoedición, en vista de las dificultades que siguen existiendo en Honduras en el campo editorial. Y en el ejercicio de diagramar, trabajo que me apasiona, pude leerla desde otra perspectiva, valoré el esfuerzo que como autor implica trabajar en una propuesta novedosa y, sobre todo, la disfruté enormemente.

Durante el proceso de maquetación, que duró varios días porque sobre la marcha se hicieron cambios sustanciales, intercambiamos decenas de mensajes con Gustavo, y le escribí varios solo para contarle que estaba riéndome a carcajadas mientras leía alguno de los capítulos. En un país signado por la corrupción, la violencia, la pobreza, la misoginia, la homofobia y la estupidez sin límites de quienes nos desgobiernan, reírse es un imperativo para seguir viviendo. Y por eso quiero apuntar la que, en mi opinión, es la primera cualidad de este libro, y a la vez uno de sus ejes transversales: el humor. El autor se ríe y nos hace reír de él mismo, de las vicisitudes de su alter ego, el «famoso» escritor Eduardo Ilussio, y del hecho —mejor dicho, la ilusión— de querer ser escritor y vivir como tal en un país donde la sensibilidad se considera un defecto.

Ello no significa que se trata de una comedia; sería, en todo caso, una tragicomedia, pues junto con los motivos para reír están presentes las razones para indignarnos. Gustavo no teme hacer uso de una variedad de recursos para que recordarnos esa brutal realidad de la que somos parte, incluyendo la nota periodística, datos estadísticos, recuentos de presentaciones de otros libros, la recapitulación minuciosa y con fechas de los asaltos de que ha sido objeto en San Pedro Sula, que no hace mucho era la ciudad más violenta del mundo.

Como ejemplo de este ir y venir entre la imaginación y la realidad, en el primer capítulo el «famoso escritor» da una conferencia en una universidad desconocida, responde con ironía las preguntas de los periodistas, confiesa que cambió de nombre para evitar a los acreedores, a la pregunta de qué prefiere, si leer o escribir, contesta que cocinar, y, sobre todo, que escribe para dejar de escribir.

Todo muy ajustado a nuestra realidad —aunque también es parodia de otras ficciones—, solo que en clave de humor: nuestras universidades, a pesar de sus pretensiones académicas, son desconocidas en el mundo, los acreedores nos persiguen, quienes escribimos somos personas de carne y hueso que no siempre nos podemos dar el lujo de dejar de comer para adquirir libros.  En medio de estas realidades presentadas desde la ironía, un periodista pregunta si es cierto que a los escritores no les gusta trabajar, y Eduardo Illusio se convierte en Gustavo Campos para dar una apasionada respuesta de página y media con cifras sobre la industria del libro en Honduras, comparándolas con el resto de Centroamérica, y denunciando la falta de políticas culturales del Estado.

Justo cuando podríamos empezar a preocuparnos porque tanta cifra podría conllevar aburrimiento, hay una amable referencia en clave de broma al grupo de teatro y música Pandas con Alzheimer, sin mencionarlos explícitamente, y cito: «—¿Qué tan cierto es el rumor de que usted ha besado pandas? —Aunque usted no lo crea son muy amigables (responde Illusio). Pero lo más increíble es que padecen de Alzheimer, gracias a ello me ahorro futuros reclamos derivados de nuestros affaires. También he besado mujeres cocodrilo». Y con ello encontramos otro eje transversal de la novela: los vínculos de su autor con los círculos literarios y artísticos de Honduras, incluyendo menciones de autores y obras concretas.

Finalmente, un tercer eje transversal de la novela es la metaliteratura, una constante en la obra de Gustavo Campos. Sin embargo, en este libro la novedad es que, gracias al humor, los personajes, no solo de la literatura, sino también del cine y de la ciencia, como se aprecia en más de un capítulo, cobran vida propia y el texto se libera del lastre de la pedantería. Campos no solo cita a grandes creadores universales de la literatura y el cine, sino que lo hace a través de sí mismo, como poeta, como narrador y como ensayista. Por ejemplo, Madeleine le escribe cartas a su padre (es decir, Gustavo, autor del poemario Bajo el árbol de Madeleine) y los meidosems, seres espectrales dibujados por el poeta belga Henri Michaux, que ya antes habían aparecido en los relatos de Gustavo Campos publicados con el título de Katastrophé, reaparecen filtrados y digeridos para formar parte de un desfile alucinante en el que todo es imaginación y al mismo tiempo todo es real. Este ejercicio metaliterario da pie al título e hilo conductor de la obra, un libro apócrifo del que Gustavo da aquí y allá páginas al azar, como se titula uno de los capítulos. Es el azar también, aparentemente, lo que conduciría el texto y la lectura; pero debajo subyacen hilos que se enredan y desenredan para desembocar en una arquitectura literaria de múltiples niveles.

Acertadamente ha dicho el narrador hondureño Dennis Arita: «El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot es una obra insólita en la literatura hondureña: es una miscelánea que salta del cuento al diario, del diario al poema, del poema al fragmento que resulta imposible clasificar, pero incluso al entrar en esos territorios de la escritura no lo hace de la manera acostumbrada. El texto es "una sucesión, un gesto, pero jamás una novela", se nos advierte al comienzo de "Vidas posibles", segunda sección del libro. Y su autor busca escribir algo más que una novela: quiere transgredir, mediante la numeración aparentemente caprichosa de ciertas páginas, por ejemplo, el propio acto de redactar un libro. Gustavo Campos alcanza con Hocquetot una meta que parece imposible: crear un texto en perpetua transformación».

De alguna manera, yo no estaba equivocada cuando en una primera lectura de esta obra pensé hallarme frente a un conjunto de relatos. Cada capítulo se puede leer de forma independiente porque tiene vida propia, aunque Illusio es un personaje recurrente en la mayoría. Pero tampoco se equivocó el jurado calificador que le otorgó un premio centroamericano de novela en 2016. Es una novela, es un conjunto de relatos, es un testimonio en clave tanto de humor como de escepticismo y desesperanza. Lo que yo consideré un defecto cuando leí el texto la primera vez, en realidad es su mayor cualidad. Gustavo, que escribe para dejar de escribir, escribió no solo una novela, sino un texto que encaja en múltiples definiciones y a la vez en ninguna.

Zambullámonos, pues, en la aventura que nos propone Gustavo Campos, bajo la advertencia de que en este libro no solo encontraremos personajes conocidos y conoceremos a otros nuevos, sino que, además, corremos el riesgo de encontrarnos a nosotros mismos, convertidos en actores de una obra bufa con dimensiones de tragedia universal.

Tegucigalpa, 22 de abril de 2018.