19 de marzo de 2019

En el Día del Padre


Ventura Ramos con sus hijas María Eugenia y Gertrudis,
en su casa del barrio La Guadalupe de Tegucigalpa, años sesenta.

En Honduras, un país con tantas desigualdades y carencias, donde además históricamente ha predominado la cultura de la violencia, tener un padre presente, amoroso y protector, es un privilegio. Yo soy una de las afortunadas que lo tuvo y que vivió una infancia feliz, aunque el dinero no sobraba.

Recuerdo con cariño los remiendos que mi madre hacía en mi uniforme escolar, y entiendo ahora que esa era una de las mil maneras en las que ella se las ingeniaba para estirar el salario de mi padre, escaso a pesar de que en ese momento tenía tres empleos, como periodista y como maestro de español en jornada diurna y nocturna. Por suerte, en mi escuela pública, la República de Honduras de la colonia Alameda de Tegucigalpa, ir con el uniforme remendado no era extraño. Después entendí que, aun con mi uniforme remendado, yo poseía ciertos privilegios, como el estar bien alimentada y tener un techo confortable. Pero el mayor privilegio era el de ser una niña querida y protegida, que disfrutaba al máximo su infancia. Y ese disfrute se debió, en gran parte, a mi padre.

De rostro adusto, casi pétreo, con fuertes facciones indígenas, tanto que alguna vez le llamaron con cierta ironía «Dios del Maíz», Ventura Ramos no reflejaba a simple vista las cualidades que le hacían un gran maestro y padre excepcional. Sin embargo, sus colegas de la escuela primaria donde fungió como director durante su juventud recuerdan que solía jugar fútbol con sus estudiantes en el patio de la escuela, para indignación de los supervisores del ministerio de Educación, que exigían más «disciplina». Y ese mismo trato horizontal fue el que años después practicó en casa, con sus hijas. Con nosotras jugaba como si fuera un niño más; lo voseábamos y podíamos llamarlo «mico», lo que de hecho le encantaba. No es de extrañar que los bebés se sintieran a gusto en su presencia, y que los gatos, a los que adoraba, lo siguieran por la calle como perros, ante la extrañeza de los vecinos.

Su compromiso y militancia política no fueron excusas para no estar presente en nuestras vidas. Mi hermana mayor nació entre los bombardeos, durante el golpe de Estado contra Jacobo Arbenz en Guatemala, donde mis padres estaban exiliados, y mi padre tuvo que refugiarse en la Embajada de Ecuador, para después emigrar a Guayaquil. No pudo reunirse con su familia sino hasta tres años después, en Tegucigalpa, y tuvo que ganarse el cariño de su hija, que para entonces llamaba «papá» a uno de mis tíos maternos. Pero nunca más se volvió a alejar. Eso sí, oíamos Radio Habana Cuba de forma clandestina durante el golpe de Estado de 1963. Como periodista, mi padre siempre tuvo un aparato de radio con capacidad para captar frecuencias extranjeras. Además, en nuestra casa encontraron refugio algunos líderes, así como las pinturas de nuestro muralista Álvaro Canales, quien al exiliarse en México las dejó al cuidado de mi padre.

Cada vez que alguien cumplía años en la casa, nos despertábamos con «Las mañanitas», interpretadas por mariachi tradicional, en los discos de vinilo que mi papá ponía. Por las mañanas desayunábamos oyendo un programa de música clásica que transmitía una emisora local. Y en época navideña, esa misma música se escuchaba en casa todo el día. A él le debo mi afición por algunos clásicos como «El amor de las tres naranjas», de Prokofiev, y el ballet «La bella durmiente», de Tchaikovsky.

Aunque alguna vez mostró rezagos de machismo, como cualquier hombre hondureño, nacido además en una época cuando el patriarcado no se cuestionaba, siento que logró superar esa mentalidad, como lo demuestra el hecho de que me compartiera con entusiasmo las historias de las heroínas soviéticas y francesas de la Segunda Guerra Mundial. Con él jamás me sentí amenazada o disminuida; por el contrario, siempre me alentó y me apoyó, aunque no estuviera de acuerdo con alguna de mis decisiones.

Le debo la autoestima, esa sensación de que valgo, el sentimiento incomparable de haber sido escuchada desde niña; y también el ateísmo, que agradezco porque no acudo a poderes sobrenaturales, sino que encuentro en mi interior lo que necesito para enfrentar el mundo. Nos dejó herencias de valor incalculable: el amor por los libros y la literatura, el amor por los animales, el sentido de dignidad y justicia. Veo con alegría que mi hermano Carlos Ventura, aunque no se crió físicamente con mi padre, ha sido a su vez un progenitor responsable y amoroso, y su descendencia refleja esos mismos valores.

Los recuerdos de mi infancia, la visión del mundo que me inculcó mi padre, son el fundamento de lo que soy ahora, y también las tablas que me han hecho salir a flote cuando las circunstancias han sido difíciles. Por todo eso, papá, Ventura Ramos, gracias. Como atea que soy, no pienso que me estés viendo desde algún lugar; mejor aún, pienso que mucho de tu espíritu se quedó dentro de mí, en tu descendencia, y en esos jóvenes, hombres y mujeres, que de diversas maneras y en múltiples frentes siguen dando la pelea porque Honduras no se hunda.

Tegucigalpa, 19 de marzo de 2019.


1 comentario:

Unknown dijo...

Precioso y siento envidia, no recuerdo a mi padre.