4 de octubre de 2020

La cinta roja




I am shielded in my armour
Hiding in my room, safe within my womb
I touch no one and no one touches me.
I am a rock, I am an island.
And a rock feels no pain
And an island never cries.
Simon & Garfunkel

Mi abuela yace en el sofá, sumida en esa duermevela en la que se ha refugiado desde hace tiempo, y sé que no hay mucha diferencia entre que esté tendida allí o en un ataúd. Hace mucho que dejó de comer, de oír, de ver y de sentir otra cosa que no sea miedo y dolor. De vez en cuando algo de su antiguo ser vuelve a su mente, y entonces busca a las personas a su alrededor. ¿Estás allí?, pregunta con voz apenas audible. Sí, abuela, aquí estoy. ¿Qué necesita? Nada, contesta, es que pensé que me habían dejado sola.

Desde que enfermó tiene miedo de estar sola. Por eso se ha trasladado a la sala, donde reina la carcoma que comenzó en las vigas del techo y se ha apoderado de la casa, a tal punto que de algunos muebles solo queda el cascarón. Ha pedido que le acondicionen este viejo sofá, donde cada mañana acomoda sus pequeños huesos, sostenidos apenas por una piel frágil que ha empezado a descamarse. 

Vivo en un cuarto destinado a bodega, en la parte de atrás de esta casa donde crecí. Me he quedado aquí donde mi mamá me dejó, así como abandonó el piano, recuerdo de una época maravillosa en la que no había carcoma, y ella tocaba y cantaba canciones que yo adoraba escuchar. Pero un día me dijo: hay que seguir al corazón, y se fue. Yo tenía seis años, y durante todo ese tiempo pensé que ella era mi bonita hermana mayor, que me permitía verla cuando se peinaba ese cabello largo y lustroso, y me dejaba ponerme pintalabios a escondidas de mis tíos.

Cuando ella se fue, mis tíos me dijeron que no era mi hermana, que se había embarazado a saber de quién, y así fue como nací yo. Por mucho tiempo esperé que volviera, y mientras tanto intentaba tocar el piano para recordarla. Hasta que mi abuelo dijo un día: Mucha bulla hace ese niño con ese piano, y mandó que lo regalaran. De ella solo me quedó un pintalabios. Esperaba a que mis tíos se fueran para ponérmelo, y me miraba al espejo buscando los ojos de ella en los míos; pero nunca aparecieron.

Soy albañil desde que mi abuelo dispuso que le ayudara a uno de mis tíos, que es maestro de obra. Me gustó empezar a ganar algún dinero. Lo usaba para comprar pintalabios en algún puesto del mercado y me los llevaba a la bodega, que para entonces ya era también mi cuarto. El pintalabios que dejó mi mamá se gastó pronto, de tantas veces que me lo puse de niño, pero aún llevo conmigo el envase, y me gusta tocar de vez en cuando ese pequeño tubo vacío.

Mi abuelo murió hace unos años. Ni él ni nadie más en la casa volvieron a hablar de mi mamá. Cuando mi abuela enfermó, me dediqué a cuidarla porque mis tíos se van a trabajar. Me gusta quedarme a solas con ella porque puedo revisar sus cosas de antigua costurera, y hasta probarme vestidos de los que guarda en ese viejo ropero. Sin que ella se dé cuenta, me he llevado algunos a mi cuarto-bodega, para ponérmelos en esas largas horas en las que no tengo nada que hacer. Pero no tengo espejo de cuerpo entero. Tengo que verme por partes, y he llegado a pensar que así soy, una persona hecha de pedazos.

Hoy no estoy buscando vestidos, sino una cinta roja que combine con mi pintalabios, tal vez porque guardo el vago recuerdo de haber visto a mi mamá usando una en el pelo. Aunque tengo los dedos duros y callosos por el trabajo de albañil, me las arreglo para buscar con delicadeza entre tiras bordadas, antiguos retazos de tela, encajes y botones. Hay muchas cintas, pero ninguna es roja. Me acerco al sofá donde mi abuela dormita con la boca entreabierta. La llamo y abre a medias los párpados. ¿Tiene una cinta roja?, le pregunto. Inesperadamente, sus ojos están completamente abiertos, y me dice: Sí, buscala en la caja de madera que está detrás de mi cama. Sé que caja es, una de madera tallada. Desde niño he querido saber qué hay dentro, pero siempre está con llave. Antes de que le pregunte, la abuela me dice: La llave está en la mesa, detrás de la virgen.

El cuarto de mi abuela está lleno de imágenes de santos. Cuando era niño le tenía mucho miedo a ese cuadro donde está un señor de cara hosca, como la de mi abuelo, con sandalias y un vestido blanco, que sostiene una balanza, mientras a sus pies hay unas personas envueltas en llamas. Es el Justo Juez, me decía mi abuela. No le tengás miedo. Portate bien para que cuando llegue el juicio final no te vayas al infierno. Las vírgenes, en cambio, son mucho más amables, con sus vestidos que imagino de tela suave. Son varias, pero yo sé que cuando dice «la virgen» se refiere a la de Suyapa, que es su patrona.

Me emociona poder abrir la caja y ver qué hay adentro. Encuentro la llave exactamente donde dijo la abuela. Limpio el polvo acumulado en la madera e introduzco la llave en la cerradura. Cuesta que gire, pero finalmente se abre. Adentro lo único que hay es precisamente una cinta roja, y de alguna manera me doy cuenta de que es la misma que recuerdo haberle visto a mi mamá, cuando era niño.

Me paro frente al espejo grande del ropero. Me veo como soy: un hombre adulto, vestido con un pantalón de tela gastada y una camiseta. Mi cabello está largo, y eso me parece genial porque puedo ponerme la cinta. Tomo el cepillo de mi abuela y me peino cuidadosamente. Mis manos son duras, pero mi pelo no. Es suave, y tengo la esperanza de que se parezca al de mi mamá.

Después de cepillarme bien, me pongo la cinta y vuelvo a la sala. La abuela está despierta, me mira como asustada, y trata de incorporarse. Me acerco para ayudarla, porque no puede hacerlo sola. Entonces veo que está llorando, y eso me asusta. ¿Qué tiene, abuela? ¿Le duele algo? Mueve la cabeza para decir que no, y hace señas para que me agache. No sé si quiere quitarme la cinta, o es un gesto como el que acostumbra para bendecirme.

Era de ella, empieza a decir, y me cuesta entenderla entre sus lágrimas. No le pregunto quién es ella, porque ya sé que es mi madre. No sé de qué se acordó para que esté llorando, pero me quedo esperando en silencio. Entonces empieza a hablar, y sé que nada podrá detenerla. Tu mamá era linda y muy inteligente. Sacaba buenas calificaciones en el colegio. Ha dejado de llorar y hace silencio por un momento. Luego vuelve a hablar, con voz más fuerte. Yo tenía que haberla cuidado, y no lo hice. Tu abuelo dormía con tus tíos, porque desde que me embaracé de tu mamá dijo que yo le daba asco. Una madrugada me levanté para ir al baño, y vi que estaba abierta la puerta del cuarto de tu mamá. La fui a cerrar para que los perros no se metieran. El alumbrado de la calle daba justo a la ventana de ese cuarto, y pude ver que tu abuelo estaba en la cama, encima de tu mamá. Ella no se movía. Y tenía puesta esa cinta roja en el pelo. Entonces supe lo que le estaba haciendo. A ella. Mi niña.

Yo me he quedado con los ojos abiertos, sin ver a ninguna parte. Me he ido a algún otro lugar y desde allá oigo esa voz que llega de muy lejos. No hice ni dije nada, sigue mi abuela. Me obligué a olvidar lo que había visto. Cuando a tu mamá le empezó a crecer la barriga, supe que era de tu abuelo. Los tres lo sabíamos, pero nunca dijimos nada. Tu abuelo la sacó del colegio. Después de que naciste, ella se quedó mucho tiempo para cuidarte, hasta que un día se fue. Yo nunca la busqué. Solo guardé esa cinta bajo llave, para nunca más volver a verla.

Por fin ha dejado de hablar. Yo no digo nada. Se vuelve a acostar, y sé que esta vez no saldrá de esa duermevela, su refugio. Me doy cuenta de que no se puede morir porque está muerta desde hace mucho tiempo. Pero siento compasión por ese cuerpo vacío, como los muebles devorados desde adentro por la carcoma, como el envase del pintalabios que siempre llevo en el bolsillo del pantalón. Por fin entiendo qué quiere decir seguir al corazón. Y mi corazón me dice que me quite la cinta, y que se la ponga a mi abuela en el cuello, y que apriete hasta que cese el remedo de respiración que aún le queda.

¿Cómo se puede dejar de seguir al corazón?

María Eugenia Ramos

Cuadernos Hispanoamericanos, suplemento dedicado al cuento latinoamericano. Madrid, s.f.e. [septiembre 2020].

26 de abril de 2020

Mujer que cambió el curso del sol

Prólogo al libro Presente estás, homenaje póstumo a Amanda Castro

Foto: Patricia Toledo.

Este libro es un hermoso homenaje de la Red Lésbica Cattrachas, en conmemoración del décimo aniversario de la desaparición física de Amanda Castro, una de las hondureñas más sobresalientes de la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI. Poeta, escritora, académica, militante de la comunidad LGTBI y combatiente en múltiples trincheras, Amanda es de muchas formas el símbolo de esa otra Honduras que se resiste a la corrupción, a la dictadura, a la homofobia, a la misoginia; de esa Honduras que crea y construye, aun en un contexto de tiranía, corrupción y desesperanza.

Fallecida antes de cumplir los cincuenta años, Amanda Castro logró, sin embargo, dejar una obra académica y literaria que trascendió fronteras y obtuvo reconocimientos destacados. La editora del presente libro, Victoria Ochoa, aborda detalladamente esos logros, como también lo han hecho otras académicas, entre ellas Helen Umaña y Janet Gold. No me voy a detener, por tanto, en estos aspectos, sino más bien en su trayectoria de vida, definida por la constancia con la que enfrentó cada obstáculo que se le presentó: su condición de migrante en los Estados Unidos; su lesbianismo en un país heteronormado y reacio a cualquier asomo de diferencia; su diagnóstico de fibrosis quística con un pronóstico de vida muy corto; su compromiso con el arte y la cultura en un medio poco propicio para desarrollarse en estos campos; y, finalmente, un golpe de Estado que marcó un enorme retroceso en un país que ya históricamente arrastra muchos rezagos en materia política, económica, social y cultural.

Como migrante, Amanda Castro, a pesar de ser discriminada por “ser extranjera, de color y clase baja” [1], obtuvo un doctorado y un puesto destacado en la comunidad académica de Estados Unidos, que aprovechó para estudiar la cultura y sociedad hondureñas. La tesis para su doctorado en sociolingüística se tituló Usted porque no lo conozco o usted porque lo quiero mucho, trabajo que aborda las funciones semánticas del habla hondureña para analizar las variantes sociales e individuales de la sociedad.[2]

Como miembro de la comunidad LGTBI, Amanda Castro fue una de las primeras mujeres en reconocerse abiertamente, primero como bisexual, y posteriormente lesbiana. Desde su condición de escritora, académica y promotora cultural, abrió caminos para el reconocimiento del derecho a la diversidad desde los años noventa, cuando el tema era tabú en la conservadora sociedad hondureña, aun en los espacios considerados progresistas. En lo personal, le guardo gratitud por ser una de las primeras en enseñarme el significado de diversidad, y a entender que no existe una forma única ni binaria de ser humana.

En 1994, cuando Amanda trabajaba como catedrática de la Universidad de Colorado, en Estados Unidos, le diagnosticaron fibrosis quística, con un pronóstico de vida de solo cinco años. Terca, sin embargo, logró duplicar ese pronóstico, y durante dieciséis años más continuó escribiendo, investigando y promoviendo el trabajo cultural en Honduras y Centroamérica, por medio de la editorial que fundó, Ixbalam, y el colectivo artístico Siguatas (Ochoa, 2020).

Una de las artistas que colaboró con ella en diversos proyectos y fue su amiga muy cercana, Patricia Toledo, recuerda que Amanda Castro “creó talleres de creación literaria en Honduras y Nicaragua, promovió y participó activamente en el diseño de políticas orientadas a garantizar derechos y servicios a la comunidad artística de Honduras, organizó encuentros, presentaciones y coloquios (...) apoyó la lucha de los pueblos originarios de Honduras y los movimientos sociales de resistencia”.[3]

El golpe de Estado de junio de 2009 en Honduras desencadenó un movimiento social que, aun cuando no logró revertir esos hechos ni evitar el fraude y dictadura que se instauraron posteriormente, incubó una generación que no se calla, que cuestiona y exige mayor apertura, no solo a la dictadura, sino a las propias dirigencias formadas en una cultura patriarcal, heteronormada e impositiva. Amanda dedicó sus últimos meses de vida a combatir el golpe de Estado, y su ejemplo inspiró a esa generación cuestionadora, de la que forman parte profesionales y artistas de gran talento, que la consideran su maestra.

Y al mencionar la palabra “maestra”, me remonto a la primera vocación de Amanda, el magisterio, y al primer recuerdo que tengo de ella, con el uniforme ocre y beige de la extinta Escuela Normal Mixta de Tegucigalpa, donde ambas estudiamos y militamos en el movimiento estudiantil. Creo que es justamente esa primera vocación, el magisterio, entendido más allá de la docencia, como la pasión de formarse y contribuir a formar, la que le ha permitido a Amanda desafiar la muerte, y con ello “cambiar el curso del sol”, como dice en uno de sus versos.

Gracias a la Red Lésbica Cattrachas y a Victoria Ochoa por esta publicación, que en estos momentos de desesperanza nos recuerda que en Honduras tenemos precursoras y luchadoras que de muchas y diversas maneras han abierto caminos, no solo para que los sigamos recorriendo, sino para que abramos otros nuevos. El espíritu de Amanda Castro seguirá viviendo en cada escrito, cada pintura, cada canción, cada colectivo, cada nueva y propia manera de entender el mundo y luchar para convertirlo en un lugar mejor.
María Eugenia Ramos
Tegucigalpa, marzo de 2020.

Leer el libro completo aquí: Presente estás




[1] Cálix Barahona, Jackson (2012). “Entrevista con Amanda Castro en Tegucigalpa”, en The Free Library. https://www.thefreelibrary.com/Entrevista+con+Amanda+Castro+en+Tegucigalpa.-a0288872512
[2] Ídem.
[3] Estrada, Oscar (2020). “Amanda Castro, la Mujer Palabra”, en El Pulso, 20 de enero 2020. https://elpulso.hn/amanda-castro-la-mujer-palabra/

15 de abril de 2020

Alicia



Eugenia Alicia Suazo Bú en su nonagésimo cumpleaños, el 6 de septiembre de 2012, en su modesta casa del barrio La Guadalupe de Tegucigalpa, donde vivió durante casi sesenta años, hasta el momento de su muerte. La acompañamos, de izquierda a derecha, sus hijas María Gertrudis y María Eugenia, y su sobrina Marcia Flores. Detrás, su sobrino segundo Andy Rivera, y al frente su bisnieto Daniel Gutiérrez Ramos. Foto: Gustavo Campos.


Cuando hablo de esta maternidad insumisa, rebelde, desobediente, no se trata tanto de idealizar la maternidad como de darle ese valor político, social y económico que tiene y que le ha sido negado.
Esther Vivas

Mi mamá me enseñó a luchar.
Pinta callejera anónima

De acuerdo con mi prima Marcia, quien es el arca viva donde se depositan muchos de nuestros secretos familiares, el verdadero nombre de mi madre no era Alicia, sino Felícita. Como no le gustaba, en cuanto le fue posible se lo cambió por Eugenia Alicia, acudiendo al mecanismo de solicitar reposición de partida de nacimiento por medio de abogado, en una época en la que el trámite no requería demasiadas comprobaciones.
Tal es la razón por la que su tarjeta de identidad la declara nacida en 1928, en San Pedro Sula, y no en 1922, en Santa Cruz de Yojoa, que son su año y lugares reales de nacimiento; por tanto, legalmente habría muerto a los 91 años y no a los 97. Por mi prima, siendo adolescente, me enteré del cambio de nombre, pero entonces no le presté mucha atención a ese hecho. Ahora comprendo que fue un auténtico acto de rebeldía y de afirmación de sí misma, en una época en la que las mujeres no soñaban siquiera con atreverse a cambiar nada de lo que la sociedad, o la familia, les hubieran impuesto.
Salvo en trámites oficiales, no utilizaba su primer nombre, Eugenia, que según sus raíces griegas significa «la bien nacida, de buena estirpe»; sin embargo, me lo heredó a mí, y después a una de sus nietas. Sus hermanas y hermanos la llamaban Alicia, o «Alis» (Alice), probablemente debido a que, a pesar de las dificultades económicas familiares, logró estudiar y graduarse con honores en el centro educativo que es hoy Instituto Acasula, entonces prestigiosa academia de secretariado de San Pedro Sula, donde enseñaban inglés como segunda lengua. Fue discípula de la recordada educadora Carmen Castro, fundadora y en ese entonces directora de la institución.
Mi madre fue hija de Marcelino Suazo, un coronel de cerro, como se les llamaba por no haber asistido a ninguna academia militar, el segundo marido de mi abuela Ernestina Bú. Mi abuela era de Santa Bárbara, de piel blanca, como muchas de las mujeres de esa zona. En cambio, mi madre se parecía más a mi abuelo Marcelino, que era de piel oscura; además, tenía el cabello rizado. Por tal razón, solían decirle, cariñosa o despectivamente, según la situación, «la Negra».
Mi abuelo Marcelino, a quien no conocí sino en alguna antigua foto, forma parte de las leyendas de la familia. Siendo de filiación nacionalista, se opuso a la reelección de Tiburcio Carías Andino, quien lo habría mandado a matar. Mi mamá y mis tías juraban que una noche de tormenta, cuando mi abuelo estaba de viaje, se escucharon claramente los cascos de su caballo frente al portón de la casa. Salieron a abrir, pero no había nadie. A la mañana siguiente, a mi abuela le llevaron la noticia de que la noche anterior a su marido lo habían «venadeado», es decir, emboscado en un sendero de montaña.
Mi abuela Ernestina tuvo en total trece hijos, tres varones y diez mujeres, incluyendo dos «de crianza», como se les llamaba. Mi madre era de las hijas de en medio. De acuerdo con lo que ella misma nos contaba, era rebelde de niña, al punto de ser la víctima favorita de la faja de mi abuela, siempre ocupada y probablemente poco paciente con tantas criaturas a su cargo. Para escapar del castigo, se subía a los árboles, habilidad poco «femenina» en la Honduras de las primeras décadas del siglo XX.
No es de extrañar que mi abuela fuera anticariísta, siendo de familia liberal y habiendo quedado viuda por mandato del dictador. Pero imagino que no estaba preparada para que su hija Alicia, entonces soltera, llevara la militancia al punto de unirse a las huestes de mujeres que en los años cuarenta desafiaban al dictador, saliendo a marchar a las calles. Mi madre, junto a otras de sus compañeras, viajó de San Pedro Sula a Tegucigalpa, donde conoció a Visitación Padilla y fue su discípula. Cuando la Editorial Guaymuras me confió la tarea de narrar la vida de Visitación Padilla en forma de cuento infantil, me fue fácil hacerlo alrededor de la figura de una abuela —que es mi madre— y su nieta, que en la vida real se llama Alicia, pero es bisnieta de mi madre y tiene muchos menos años que la niña de mi historia.
Siendo participante activa en la lucha anticariísta, conoció a un hombre bastante mayor que ella, que ya había estado casado antes y tenía un hijo. Por coincidencia, él también había cambiado su nombre; sus documentos oficiales decían Buenaventura Ramos, pero él decidió acortarlo y fue, para todos los efectos, Ventura Ramos. Se unió a este hombre que, años después, fue mi padre, y por tanto, cuando yo nací, me convertí en una de las hermanas menores de su hijo Carlos Ventura. Según los estándares occidentales, mi padre no era atractivo físicamente; le decían «el Indio», y en efecto, era un campesino lenca que se había hecho maestro con grandes dificultades, y que después se convirtió en periodista autodidacta, marxista y ateo por convicción, característica esta última que yo heredé.
Aunque mi madre siguió siendo liberal y católica, lo siguió a su exilio en Guatemala. Allá, durante el golpe de Estado perpetrado por la CIA y Castillo Armas, nació mi hermana mayor, entre los bombardeos. Mientras mi padre —para entonces redactor de Nuestro Diario, el órgano oficial del gobierno democrático de Jacobo Arbenz— se asilaba en la embajada de Ecuador, mi madre subsistió con grandes penurias junto a su hija recién nacida, hasta que logró regresar a Honduras. Unos años después, mi padre también logró volver de su exilio y se reunieron como familia, en la que nací yo.
Mis primeros recuerdos de infancia son los de ambos, mi madre y mi padre, turnándose para leerme cuentos antes de dormir. Mi madre era una gran lectora y se caracterizaba por tener un amplio vocabulario y muy buena dicción. Su único título formal fue el de secretaria taquimecanógrafa, pero siempre tuvo pasión por aprender. Siempre la recuerdo combinando los quehaceres domésticos con la lectura. Estudió corte y confección y llegó a ser una modista muy solicitada por mujeres de buena posición económica. Durante mi niñez y adolescencia, siempre hizo la ropa que vestíamos mi hermana y yo, incluyendo abrigos —para cuando hacía frío en Tegucigalpa, en la época decembrina— confeccionados con muy buen gusto, combinando cuerina y lana; además, forrados y exquisitamente terminados. Debía tener ya más de cincuenta años cuando se inscribió en un curso libre de electricidad y fontanería que el Instituto Técnico Luis Bográn impartió para amas de casa.
Estas cualidades, aunadas a un liderazgo innato, hicieron de mi madre una referente familiar. A ella le pedían consejo sus hermanas y hermanos, mayores y menores. En mi casa vivieron muchos parientes, tanto del lado materno como paterno. Mi prima Marcia, hija de una de las hermanas menores de mi madre, es como mi tercera hermana, porque vivió durante unos años en mi casa. El apartamento donde yo vivo ahora fue originalmente una especie de sótano, resultado de la topografía de montaña del terreno donde mi padre construyó la casa familiar. Allí vivieron, en diferentes épocas, mi prima Justina y mi primo Aníbal, sobrinos de mi padre, ambos ya fallecidos, así como mi tía Lupe, con su esposo y sus hijas. Hoy me sorprende que, con el escaso salario de mi padre, complementado con los ingresos ocasionales de mi madre, vivíamos sin mayores estrecheces y podíamos apoyar a otros miembros de la familia; aunque en realidad no es de extrañar, porque no teníamos ningún lujo, ni siquiera comodidades dadas por hecho, como el televisor, que yo tuve por primera vez hasta que formé mi propia familia.
No fue sino hasta muchos años después que llegué a valorar las enormes dotes de ahorro con las que mi madre contrarrestaba la tendencia de mi padre a dejar su salario, primero en libros, por supuesto, y después en varias máquinas de escribir, muchos bolígrafos, que solía llevar visibles en los bolsillos de sus camisas, y que regalaba a sus estudiantes, y mucho whisky, el único lujo que se permitió mientras pudo. Íbamos a la escuela con el uniforme cuidadosamente remendado por mi madre, pero eso nunca dio lugar a que nos vieran de menos, porque nuestro medio social, en ese sentido, era mucho más indulgente que el actual.
Fue así como ambos, mi padre y mi madre, nos criaron con una visión del mundo menos centrada en comodidades materiales, y más en principios como la honestidad y el trabajo. Nos formaron en la solidaridad, no solo con la familia, sino con los movimientos sociales. Durante los años setenta, mi madre no estaba muy cómoda con que yo, a los catorce años, adquiriera un compromiso político, pero terminó resignándose. Nuestra modesta casa fue siempre lugar de reunión donde llegaban militantes de todas las edades, estudiantes y profesionales. Siendo mi padre un periodista respetado incluso por la derecha, mi hogar fue en ocasiones refugio de perseguidos políticos, como el ya fallecido Mario Sosa Navarro, dirigente del Partido Comunista, a quien recuerdo porque, siendo yo muy niña, era el señor que vivía en mi casa, de donde no salía, y que me hacía pajaritas de papel.
Fue muy doloroso para ella dejarnos ir, primero a mi hermana, a estudiar, en los años setenta, y después a mí, a principios de los ochenta, como parte de los grupos de jóvenes que no aceptábamos la aplicación de la doctrina de seguridad nacional ni la invasión de Honduras por tropas norteamericanas. Ella, como siempre lo hizo, colaboró con los movimientos revolucionarios de Centroamérica, llegando incluso a transportar en una ocasión un arma oculta en su cartera. Ahora se puede contar, sin temor de que nadie la persiga por esa razón. Años después, fue mi madre quien viajó para irnos a traer y garantizar que estuviéramos seguras, primero a mi hermana, con su hija recién nacida, y luego a mí, embarazada, en cuanto hubo condiciones para que cada una pudiera regresar.
Fallecido mi padre, el compromiso social de mi madre continuó siendo el mismo. Sin llegar a afiliarse a ningún otro partido, se alejó por completo del Liberal, corresponsable, junto con los militares, de las violaciones a los derechos humanos en Honduras en la década de los ochenta. Paradójicamente, fue durante un gobierno liberal de matices progresistas, el de Manuel Zelaya Rosales, que mi madre, y con ella sus hijas, empezamos a distanciarnos, no de las causas en las que siempre creímos, pero sí del caudillismo que caracterizó a su administración. No nos convencía en absoluto la trayectoria de un terrateniente, hijo del dueño de la hacienda donde se perpetró la matanza de Los Horcones, señalado de estar involucrado en la tala de bosques y tráfico de madera, que hizo carrera como político de profesión justamente en el partido corresponsable de la aplicación de la doctrina de seguridad nacional en Honduras. Con la socarronería propia de sus raíces de occidente, mi madre solía decir: «No puedo creer yo que alguien se acueste siendo reaccionario y se levante siendo revolucionario».
La última actividad política que recuerdo en la que mi hermana y ella participaron juntas fue acompañar la huelga de los fiscales, en 2008. El proyecto de la «cuarta urna» fue para nosotras, por principio anticontinuistas y antidictatoriales, el hecho que terminó de distanciarnos de lo que, para algunos sectores considerados de izquierda y buena parte de los gremios, era una revolución. Para nosotras sencillamente nunca lo fue.
Hoy reconozco que nuestra alergia al poder nos impidió entender en su momento que, por poco confiable que fuera la trayectoria y el estilo de gobierno de la administración liberal de Zelaya, significó un avance en cuanto a políticas sociales. No fuimos capaces de prever y no estábamos preparadas para responder cuando ocurrió el golpe de Estado de 2009, sin que ello de ninguna manera significara que lo apoyáramos, como con frecuencia se me acusa cada vez que cuestiono el caudillismo ciego y la mentalidad patriarcal de muchos de mis antiguos excompañeros.
En las elecciones de 2017, yo voté por el candidato de la alianza contra Juan Orlando Hernández, como la última y desesperada opción en ese momento para intentar detener la reelección anticonstitucional, y mi madre regresó a su antigua militancia liberal, votando por Luis Zelaya. Pero ambas coincidimos en nuestra oposición al fraude y a la dictadura.
Mi madre tuvo la fortuna de continuar siendo una mujer activa hasta más allá de los noventa años, con buena condición física y notable lucidez. Hasta hace dos años, incluso estando ya muy enferma, ella fue siempre quien preparó comidas exquisitas para las cenas familiares de Navidad y año nuevo. La celebración para la que no cocinó fue la que organizamos en casa para su nonagésimo cumpleaños, ocasión en la cual logramos reunir a varias de sus amistades y miembros de la familia. El escritor Gustavo Campos me ayudó a preparar un asado, y le llevé mariachis para que le cantaran Las mañanitas. La foto que acompaña este escrito es de ese día.
No fue sino hasta en los últimos dos o tres años de su vida que la afectó una enfermedad neurológica. Poco a poco se fue deteriorando su condición, y en el último año habíamos perdido ya a esa mujer brillante y guerrera, doblegada por un dolor constante que por momentos la hacía gritar.  Se refugió en su religión, aferrada a la esperanza de un milagro que la curara, ya que la medicina no tenía respuesta para su caso. A su avanzada edad, había sobrevivido a todos sus hermanos y hermanas, así como a prácticamente todas sus amistades. Había hecho otras nuevas, pero la dificultad para moverse, aunada al deterioro progresivo de la vista y la audición, le trajo aislamiento social, solo roto por sus bisnietos, y Olga, una de sus numerosas sobrinas, que la visitaba con sus hijas.
Estando ya muy enferma, recibió el ofrecimiento de una buena amiga, que sabía de nuestras estrecheces económicas y tenía un alto cargo en el primer período presidencial de Juan Orlando Hernández, sobre la posibilidad de recibir una pensión del Estado, en su condición de viuda del reconocido periodista Ventura Ramos. Mi padre, a pesar de haber trabajado durante décadas en el periodismo y la docencia, en sus últimos años en Diario Tiempo y en la Escuela de Periodismo de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, no logró dejarle a mi madre más que una mísera pensión por viudez del Seguro Social. Unánimemente nuestra respuesta fue que no, que muchas gracias, pero jamás recibiríamos una limosna de ese gobierno. Supongo que mi madre se lo expresó de forma más diplomática a la amiga, agradeciéndole la buena intención.
Mi hermana Gertrudis, que además de ser doctora en medicina heredó la vocación de cuidadora, consultó a numerosos especialistas sobre la enfermedad de mi madre, probó diversos tratamientos y estuvo pendiente de ella día y noche, con el apoyo de Gloria, una amiga que trabajó en mi casa cuando yo era niña, y que volvió para acompañarlas. A pesar de su esmero, mi madre dejó de comer y de dormir. Como resultado, su condición física empeoró, y ya estaba perdiendo la lucidez. Finalmente, el universo mostró un poco de misericordia. Unos minutos antes de la medianoche del domingo 12 de abril, repentinamente dejó de respirar. Cuando la ingresamos de emergencia a la clínica, en los primeros minutos del 13 de abril, ya había muerto. El acta de defunción certifica que tuvo un paro cardiorrespiratorio.
Tener un fallecimiento en la familia es difícil en cualquier circunstancia, pero lo es aún más cuando el país está en cuarentena debido a una pandemia. No pudimos honrarla como debió ser; de la morgue del hospital tuvimos que trasladarla al lugar de su entierro, y solo pudimos estar presentes sus dos hijas y una de sus nietas. Sin embargo, agradecemos infinitamente las muestras de solidaridad que centenares de personas, incluso algunas desconocidas, nos han hecho llegar por medio de redes sociales, llamadas y mensajes.
Creímos que ella, que gustaba tanto de las flores y las plantas, se iría sin una sola flor; pero una amiga generosa llegó a la puerta de la casa con dos hermosos arreglos florales, que dejamos sobre su tumba. Gracias, Gloria Rodríguez, por ese gesto. Gracias a la Cámara Hondureña del Libro, Mujeres Unidas en las Artes Leticia de Oyuela, Grupo de Sociedad Civil y Foro Nacional de Sida, por los acuerdos de duelo en los que públicamente nos han expresado sus condolencias.
Para ella, como ferviente católica que fue, los rituales religiosos eran muy importantes. Le agradezco al padre Ángel Castro el haberla visitado en nuestra casa, hace algún tiempo, por medio de la gestión de mi buena amiga Isolda Arita. Y hace aproximadamente un mes logré que llegara a confesarla un sacerdote de la iglesia La Guadalupe, parroquia a la que pertenecía. Espero haber contribuido así a que su tránsito haya sido sereno, y que, habiéndose ido en los últimos minutos de un Domingo de Resurrección, haya encontrado la luz en la que creía.
Habiendo llegado a tan avanzada edad, mi madre conoció varios mundos, temporal y geográficamente, y vivió bajo al menos tres dictaduras, incluyendo la que oficialmente fue «gobierno democrático», la de Roberto Suazo Córdova, y la actual de Juan Orlando Hernández, que nos tiene a merced de la corrupción, la impunidad y el crimen organizado.
No siempre estuvimos de acuerdo con Alicia, y en ocasiones se quejaba de que yo «le había sacado canas verdes», y que era «más rebelde que un varón». Pero me siento orgullosa de haber tenido como madre a una mujer como ella, que fue capaz de decidir su propio nombre, que desafió la autoridad materna subiéndose a los árboles, que combatió a una de las dictaduras más siniestras y prolongadas que hemos tenido, que puso su vida en riesgo en varias ocasiones por su país y por su gente. Sus luchas y contradicciones forman parte de lo que yo soy, como también forman parte de la historia de Honduras, donde siempre hemos existido mujeres tercas, empeñadas en construir, de todas las formas posibles, la esperanza.
María Eugenia Ramos
Tegucigalpa, 15 de abril de 2020.