Mostrando entradas con la etiqueta literatura latinoamericana. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura latinoamericana. Mostrar todas las entradas

26 de abril de 2020

Mujer que cambió el curso del sol

Prólogo al libro Presente estás, homenaje póstumo a Amanda Castro

Foto: Patricia Toledo.

Este libro es un hermoso homenaje de la Red Lésbica Cattrachas, en conmemoración del décimo aniversario de la desaparición física de Amanda Castro, una de las hondureñas más sobresalientes de la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI. Poeta, escritora, académica, militante de la comunidad LGTBI y combatiente en múltiples trincheras, Amanda es de muchas formas el símbolo de esa otra Honduras que se resiste a la corrupción, a la dictadura, a la homofobia, a la misoginia; de esa Honduras que crea y construye, aun en un contexto de tiranía, corrupción y desesperanza.

Fallecida antes de cumplir los cincuenta años, Amanda Castro logró, sin embargo, dejar una obra académica y literaria que trascendió fronteras y obtuvo reconocimientos destacados. La editora del presente libro, Victoria Ochoa, aborda detalladamente esos logros, como también lo han hecho otras académicas, entre ellas Helen Umaña y Janet Gold. No me voy a detener, por tanto, en estos aspectos, sino más bien en su trayectoria de vida, definida por la constancia con la que enfrentó cada obstáculo que se le presentó: su condición de migrante en los Estados Unidos; su lesbianismo en un país heteronormado y reacio a cualquier asomo de diferencia; su diagnóstico de fibrosis quística con un pronóstico de vida muy corto; su compromiso con el arte y la cultura en un medio poco propicio para desarrollarse en estos campos; y, finalmente, un golpe de Estado que marcó un enorme retroceso en un país que ya históricamente arrastra muchos rezagos en materia política, económica, social y cultural.

Como migrante, Amanda Castro, a pesar de ser discriminada por “ser extranjera, de color y clase baja” [1], obtuvo un doctorado y un puesto destacado en la comunidad académica de Estados Unidos, que aprovechó para estudiar la cultura y sociedad hondureñas. La tesis para su doctorado en sociolingüística se tituló Usted porque no lo conozco o usted porque lo quiero mucho, trabajo que aborda las funciones semánticas del habla hondureña para analizar las variantes sociales e individuales de la sociedad.[2]

Como miembro de la comunidad LGTBI, Amanda Castro fue una de las primeras mujeres en reconocerse abiertamente, primero como bisexual, y posteriormente lesbiana. Desde su condición de escritora, académica y promotora cultural, abrió caminos para el reconocimiento del derecho a la diversidad desde los años noventa, cuando el tema era tabú en la conservadora sociedad hondureña, aun en los espacios considerados progresistas. En lo personal, le guardo gratitud por ser una de las primeras en enseñarme el significado de diversidad, y a entender que no existe una forma única ni binaria de ser humana.

En 1994, cuando Amanda trabajaba como catedrática de la Universidad de Colorado, en Estados Unidos, le diagnosticaron fibrosis quística, con un pronóstico de vida de solo cinco años. Terca, sin embargo, logró duplicar ese pronóstico, y durante dieciséis años más continuó escribiendo, investigando y promoviendo el trabajo cultural en Honduras y Centroamérica, por medio de la editorial que fundó, Ixbalam, y el colectivo artístico Siguatas (Ochoa, 2020).

Una de las artistas que colaboró con ella en diversos proyectos y fue su amiga muy cercana, Patricia Toledo, recuerda que Amanda Castro “creó talleres de creación literaria en Honduras y Nicaragua, promovió y participó activamente en el diseño de políticas orientadas a garantizar derechos y servicios a la comunidad artística de Honduras, organizó encuentros, presentaciones y coloquios (...) apoyó la lucha de los pueblos originarios de Honduras y los movimientos sociales de resistencia”.[3]

El golpe de Estado de junio de 2009 en Honduras desencadenó un movimiento social que, aun cuando no logró revertir esos hechos ni evitar el fraude y dictadura que se instauraron posteriormente, incubó una generación que no se calla, que cuestiona y exige mayor apertura, no solo a la dictadura, sino a las propias dirigencias formadas en una cultura patriarcal, heteronormada e impositiva. Amanda dedicó sus últimos meses de vida a combatir el golpe de Estado, y su ejemplo inspiró a esa generación cuestionadora, de la que forman parte profesionales y artistas de gran talento, que la consideran su maestra.

Y al mencionar la palabra “maestra”, me remonto a la primera vocación de Amanda, el magisterio, y al primer recuerdo que tengo de ella, con el uniforme ocre y beige de la extinta Escuela Normal Mixta de Tegucigalpa, donde ambas estudiamos y militamos en el movimiento estudiantil. Creo que es justamente esa primera vocación, el magisterio, entendido más allá de la docencia, como la pasión de formarse y contribuir a formar, la que le ha permitido a Amanda desafiar la muerte, y con ello “cambiar el curso del sol”, como dice en uno de sus versos.

Gracias a la Red Lésbica Cattrachas y a Victoria Ochoa por esta publicación, que en estos momentos de desesperanza nos recuerda que en Honduras tenemos precursoras y luchadoras que de muchas y diversas maneras han abierto caminos, no solo para que los sigamos recorriendo, sino para que abramos otros nuevos. El espíritu de Amanda Castro seguirá viviendo en cada escrito, cada pintura, cada canción, cada colectivo, cada nueva y propia manera de entender el mundo y luchar para convertirlo en un lugar mejor.
María Eugenia Ramos
Tegucigalpa, marzo de 2020.

Leer el libro completo aquí: Presente estás




[1] Cálix Barahona, Jackson (2012). “Entrevista con Amanda Castro en Tegucigalpa”, en The Free Library. https://www.thefreelibrary.com/Entrevista+con+Amanda+Castro+en+Tegucigalpa.-a0288872512
[2] Ídem.
[3] Estrada, Oscar (2020). “Amanda Castro, la Mujer Palabra”, en El Pulso, 20 de enero 2020. https://elpulso.hn/amanda-castro-la-mujer-palabra/

23 de abril de 2019

En el Día del Libro


Mis primeros recuerdos de los libros datan de cuando tenía tres años. Mi padre y mi madre se turnaban para leernos, a mi hermana y a mí, muchas y muy variadas historias. El primer libro que recuerdo es uno de formato pequeño, con el título Flor de leyendas, reunidas por Alejandro Casona. Según mi madre, a esa edad yo pedía: «¡El anillo de Tala quelo!», refiriéndome a «El anillo de Sakuntala». Curiosamente, no recuerdo la frase que ella me atribuye, pero sin duda recuerdo el pequeño libro, con forro de cubierta, como se acostumbraba en la época, y una leve sensación de reconfortante tristeza que me quedaba después de escuchar esa historia y otra igualmente melancólica, «El anillo de los nibelungos».

Tenía cinco años y aún no iba a la escuela cuando fui capaz de leer por mí misma esas historias, y a partir de allí me convertí en devoradora de libros, que me gustaba leer en la cama, boca abajo, mientras me comía un par de naranjas. Poco después aprendí a hacer yo misma pequeñas ediciones caseras, mecanografiando mis primeros cuentos, ilustrándolos y encuadernándolos. La vida después me trajo muchos vuelcos, y ha habido períodos en los que leer no ha sido la prioridad; pero aun así he aprovechado cualquier pequeño espacio para apropiarme de otros mundos con la cabeza hundida en el libro, por convulsa que fuera la realidad de ese momento.

Los libros me han permitido viajar a miles de kilómetros de distancia, y no en sentido figurado, sino real. Por ellos he podido visitar México, Colombia, Argentina, Nicaragua e Italia. Me han permitido estrechar la mano de Juan Gelman, abrazar a Claribel Alegría, tomarme un refresco de arroz con piña obsequiado por Tulita, la esposa de Sergio Ramírez, compartir el alojamiento con Leonardo Padura, compartir mesa con Gioconda Belli, y hacer amistad con gente que escribe que además son personas maravillosas, como Giovanna Rivero, de Bolivia, y Ulises Juárez Polanco, que ya no está físicamente.

Por las historias que sembraron dentro de mí, por las nacieron de mí y por las que vienen, nunca podré agradecer lo suficiente a los libros y a la palabra escrita.

2 de noviembre de 2016

"Una cierta nostalgia": persistencia en el tiempo y en la memoria

Gustavo Campos * 


Cubierta de Una cierta nostalgia, cuarta edición, 2016.
Fotografía de cubierta: Lourdes Soto.
Una cierta nostalgia se publicó por primera vez como libro en el año 2000, si bien una primera versión apareció en 1998 como separata en “Hondulibros”, el suplemento cultural dirigido por el poeta Óscar Acosta en el diario El Heraldo de Tegucigalpa. Escrito a lo largo de varios años, incluyendo un cuento que data de la primera juventud de la autora, cuando ni siquiera imaginaba en ese momento que se convertiría en libro, y mucho menos uno de los más importantes de la narrativa breve de Honduras, Una cierta nostalgia es testimonio de una vocación encontrada en un mundo entretejido entre el onirismo, lo fantástico y lo real, con el acompañamiento de las dotes de la paciencia, la corrección y la perfección.

La extrema sobriedad narrativa, su laconismo obsesivo, no entorpecen las tramas de sus cuentos; por el contrario, esa destreza es la que evidencia la altura literaria de Una cierta nostalgia y en especial algunos de sus cuentos, como “La muerte del abejorro”, “Para elegir la muerte”, “Domingo por la noche”, “Cuando se llevaron la noche”, que en distintos contextos y lecturas tendrán cada vez nuevos significados. Es un libro lleno de símbolos, de inaccesibilidad, de hondas angustias, de terrores manifiestos y contenidos, que expresan la preocupación interior al verse impotente ante las fuerzas del mundo exterior. Obras como Una cierta nostalgia se componen de pensamientos esquivos, de silencios, mutan y se disfrazan de rasgos kafkianos, haciendo que el lector vuelva una y otra vez a ejercer el verdadero acto de lectura, que es la relectura.

Madejado por un profundo proceso de extrañamiento en el que convergen desde ambientes de humor absurdo, a lo Stevenson o Chesterton, a los ambientes realistas de una época a la que su propuesta no fue indiferente, como la terrible herida de los desaparecidos, este libro ha estado sin embargo bajo la amenaza del silencio. Sin ser bien digerido ni comprendido por las “instituciones literarias” del patio, el libro tomó fuerza y desde el extranjero nos ha sido devuelto como un objeto de incalculable valor, no solo para Honduras sino para Latinoamérica.

La autora ha sido reivindicada gracias a la lectura desprejuiciada de lectores de mayor nivel. Sí, quizás solo dos o tres personas en Honduras pudieron descubrirlo. Y quizás sus juicios pasaron inadvertidos, pero no para un grupo de editores y organizadores de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que en 2011 la rescató y la propuso al mundo como uno de los “25 secretos literarios mejor guardados de América Latina”. El avezado ojo lector del escritor nicaragüense Sergio Ramírez hizo justicia. 

Es difícil y riesgoso para los contemporáneos captar una obra en el sentido histórico del tiempo y de la sociedad. La academia sugiere un largo distanciamiento para hacer sufrir al creador mediante una absurda paciencia y tiempo de espera, para que su obra sea validada o descubierta como una fracción de nuestra sociedad. Si es cierta esa premisa de que el escritor o la escritora escribe para lectores cuyo juicio no sea enceguecido por una falsa conciencia literaria, este es el caso de María Eugenia Ramos, y es precisamente por esa razón que ella está condenada a que su obra sea sometida constantemente a la persistencia de la memoria y del tiempo. 

María Eugenia Ramos es por el momento quien mejor representa a nuestra literatura nacional. Así como los personajes de sus libros, la autora aún no decide indagar más allá de los límites de la narrativa, que es al mismo tiempo su vocación, su legado y su condena.


Gracias, Lempira, 18 de octubre de 2016.

_____________
Gustavo Campos, escritor, editor y promotor cultural hondureño (1984). Ha publicado poesía, relatos, novela y artículos periodísticos y de crítica literaria. Su obra figura en numerosas antologías de narrativa y poesía publicadas en Honduras, España, México, Estados Unidos y Francia. Ha obtenido diversos premios literarios, entre ellos el premio único en el VII Certamen Centroamericano de Novela Corta (2016), otorgado por la Sociedad Literaria de Honduras. La crítica y profesora universitaria guatemalteca Beatriz Cortez ha incluido una de sus obras en la cátedra que imparte en la Maestría en Literatura Centroamericana de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Este artículo fue escrito para la cuarta edición de Una cierta nostalgia.

Ver comentario crítico de Sara Rolla
Ver comentario crítico de Mario A. Membreño Cedillo

1 de noviembre de 2016

"Bañar al bebé": un cuento de Luis Fernando Lezama

Luis Fernando Lezama en Buenos Aires, donde estudia Ciencias de la Comunicación.
Foto: La Tribuna.

La vida es un permanente andar, un entramado de encuentros y desencuentros, en el que cada día alguien, aun sin saberlo, nos da las herramientas para ser mejores. En mis primeros años de secundaria tuve un excelente maestro de matemáticas, el profesor Benjamín Lezama, a quien considero un mago porque fue capaz de hacer que yo, reacia a los números, sacara cien por ciento en los exámenes. No volví a saber del profesor Lezama, pero siempre lo recordé con mucho cariño y agradecimiento.

Muchos años después, tuve el privilegio de ser compañera de trabajo de mi amigo el escritor Julio César Anariba, genial escritor de cuentos cortos y maestro amado por sus estudiantes. Y es precisamente uno de esos estudiantes, Luis Fernando Lezama (Tegucigalpa, 1 de noviembre de 1995), quien siguió los pasos de su maestro y está escribiendo cuentos. El que leerán a continuación ganó el primer lugar, medalla al mérito “Gabriel García Márquez” y 6 millones de pesos colombianos en el  XI Concurso Internacional de Cuento "Ciudad de Pupiales", 2016. Conversando con Luis Fernando, me enteré de que es sobrino-nieto de mi recordado profesor Benjamín Lezama. Y es así como vuelvo a lo que decía al inicio, a los encuentros maravillosos que a veces la vida nos otorga.

"Bañar al bebé" tiene todos los requisitos del buen cuento que nos enunciaba Cortázar. Pero no adoptaré poses académicas, que no es lo mío. Léanlo, disfrútenlo. Asómbrense como yo estoy asombrada de la madurez de esta voz tan joven. Enorgullezcámonos de que la literatura hondureña tiene un buen futuro.


Bañar al bebé

Luis Fernando Lezama

―Amor ―le había dicho su mujer del otro lado de la puerta del baño, antes de tocar dos veces―: no te demorés en la ducha, que quiero bañar al bebé.
Llorando desnudo dentro de la bañera y rodeándose con los brazos las rodillas pegadas al pecho, Adrián debió sufrir por tercera vez esas aterradoras palabras.
Bañar al bebé. Imposible.
Sintió que no podía más, pero siguió conteniéndose: no podía salir sin antes saber cómo proceder. Y, como quien busca en el pasado una respuesta para el presente, recordó el comienzo de aquella pesadilla. Repasó el día en que conoció a esa mujer, la anéstesica felicidad del primer beso, la primera vez que hicieron el amor y cuando se decidieron a vivir juntos.
Maldita sea. Todo lo había dejado por ella. Su familia, sus amigos. De todos se alejó desde que apareció Mariela. Ya no recordaba la última vez que se encontró con Maxi, su mejor amigo, y ni siquiera recordaba si había visto a sus padres desde el inicio de la relación. Mariela le había consumido la vida. Se había apoderado de su mente como el tiempo y el musgo se apoderan sin tregua de las paredes. Y ahora esa misma mujer ―aunque él se resistía a pensar que era la misma mujer― lo tenía llorando de miedo en el baño, tocándole insistentemente la puerta para bañar a un bebé que no existía.

El terror se había desatado con la inocente frase que toda mujer dice, tarde o temprano, en una relación:
―Amor, quiero tener un bebé.
A Adrián no le pareció extraño cuando ella se lo deslizó una noche en medio de una cena, dejándolo frío y sin respuesta. Tomó su copa de vino y pensó, mientras demoraba el sorbo, que aunque llevaban poco y que ni siquiera se la había presentado a su familia y a sus amigos, Mariela encarnaba, en una sola mujer, todos sus gustos. Soltó una risita y le mintió: 
 ―Me parece bien, dulce.  
Dos semanas después de aquella petición, vio como su mujer empezó a obsesionarse con las revistas de maternidad. No podían ir al centro comercial o al supermercado sin que volviera con una nueva. Planificación familiar, decoración para el cuarto del bebé, métodos para acrecentar la fertilidad en la pareja… En suma, las tenía todas. Después, cuando agotó sus posibilidades más cercanas, comenzó a comprarlas por internet. Cuando se hizo con los ejemplares de cada revista nacional, se volcó a las internacionales. Y así el departamento se fue llenando de revistas. A las pocas semanas, no se podía andar por ninguna habitación sin tropezar con algún pilón desparramado.
Claro que Adrián se preocupó, y claro que intentó embarazarla. Pero pasaban los meses, y nada sucedía. Vinieron entonces más compras: las primorosas “cositas para el bebé”: sábanas, ropa, juguetes. Y Adrián, aunque seguro de que ella lo hacía con las mejores intenciones, consideró alarmante el hecho de que su mujer comprara cosas para un bebé que era, técnicamente, más una posibilidad biológica que un bebé.
Una no-posibilidad, mejor dicho, como estaban las cosas.
Con cada día, el hastío crecía en Mariela. Y una punzante palabra empezó a sobrevolar el pensamiento de Adrián. Y esa palabra, la palabra “infértil”, lo llevó hasta una clínica en busca de una respuesta.

Todavía hecho un ovillo dentro de la bañera, Adrián debía esforzarse para ignorar a Mariela insistiéndole:
–Adri, por favor. Dejame entrar, y bañamos juntos al bebé.
Sentía los golpes a la puerta retumbar como si Mariela estuviera dándolos directamente con el cráneo y no con los nudillos.
Y también debía esforzarse para no llorar como un marica. Cerró los ojos. Y recordó la clínica del doctor Vallejo.
Los golpes de ese ariete desaparecían como tragados por una densa niebla.

―¿Adrián Rojas García? ―preguntó el entrecano y grueso internista no bien le abrió la puerta del consultorio. Acababa de entrar en la habitación donde Adrián esperaba, sentado en una camilla, los resultados de sus exámenes.
―Hola, sí, soy yo.
―Mucho gusto, Adrián. Yo soy el doctor Vallejo. Vengo a hablarte de tus exámenes.
 El doctor se puso el estetoscopio, le pidió que se abriera la camisa, lo auscultó, le tomó la presión. Y le habló a Adrián sobre su espermograma.
―¿Así que todo bien, doc? ―preguntó él, que no estaba seguro de lo que se le dijo.
―Vos tranquilo: tenés buenos nadadores. Lo único es que te veo algo estresado y confundido, pero ya te prescribí algo que te hará sentirte de 10. Acaso el estrés tenga algo que ver con eso de que vos y tu esposa no puedan concebir. ―Adrián se levantó. El doctor lo encaminó hacia la puerta para despedirlo. Antes de que él saliera, le dio un último consejo―: Para estar seguros, te recomendaría traer a tu esposa a ver a un ginecólogo. Yo te puedo recomendar uno muy bueno.

Cuando Adrián se lo propuso a Mariela, ella agarró de la pila de revistas más cercana decenas de ejemplares y se los lanzó rabiosa. Terminó con las revistas, y siguió lanzándole adornos. Él se le acercó, y ella aprovechó y logró abofetearlo.
Dos semanas sin hablarse.
Adrián salía al trabajo, volvía, se iba a la cama. Y ella seguía en la sala frente al televisor. En piyamas andaba siempre. Sin decirle una sola palabra. Sin siquiera voltear a verlo.
Él lo soportó todo. Hasta que un día, al volver de trabajar, había notado algo raro.
Fue cuando pasó por la sala y vio de reojo a Mariela. Estaba sentada en el sofá, frente al televisor.
Y estaba con el televisor apagado.
Se miraba el regazo, los brazos entrelazados en señal de cargar con algo. De… ¿acunar?
Pero no cargaba nada ni acunaba a nadie.
Y tenía un pecho fuera del corpiño.
Adrián tragó despacio antes de preguntarle qué sucedía, aunque ya conocía la respuesta.
Ella desvió la mirada de esos brazos vacíos. Y le contestó, sonriendo con escalofriante naturalidad:
―Aquí, con el bebé. No ves que estoy dándole la teta, infeliz.

Todavía duchándose, luego de recordar cómo comenzó aquella locura, Adrián pensaba y pensaba. ¿Bajo qué estúpida ilusión se esperanzaba especulando con que todo aquello no era más que una broma, y de pésimo gusto? Las revistas, los juguetes, las sábanas, y ahora la lactancia ficticia.
Cómo pudimos llegar a esto, se preguntaba, con el agua cayéndole sobre la nuca.
Entonces, oyó sus pasos.
―¿Te seguís bañando vos? ―decía Mariela, del otro lado de la puerta―. Apurate, que se hace tarde y necesito bañar al bebé.
Adrián se llevó las manos a las sienes ante el siniestro y alegre tono con que su mujer le habló. Entonces confirmó lo que venía imaginando: no había vuelta atrás, su mujer ya no vivía en este mundo. Y lloró como un chico, tirado en la bañera, hasta que se quedó dormido.
A la mañana siguiente se sorprendió ―se alegró― de no ver a su mujer en la casa.

Cuando Adrián volvió del trabajo ―era de noche―, la casa seguía vacía.
Yendo a la cocina para prepararse algo, sintió un olor muy fuerte ―¿pintura fresca?― que le secó la garganta.
Guiándose por el olor, llegó hasta el cuarto de visitas.
El cuarto, que hasta entonces había sido uno muy normal ―cama, mesita, lámpara y escritorio―, se le apareció todo pintado de azul. Con estrellas amarillas colgando de hilos desde el techo. Con una pila de peluches en una esquina. Con cortinas nuevas de avioncitos estampados.
Y en medio de todo, bajo el ventilador y el mosquitero, Adrián vio una cuna de madera barnizada.
Se acercó a la cuna.
Estampados en las sábanas, miles de ositos polares lo miraban a los ojos.
Oyó abrirse la puerta del frente y se escabulló del cuarto.
Su mujer venía entrando en el departamento. Llevaba un vestido flamante. Empujaba un cochecito rojo.
Un cochecito aterradoramente vacío.
―Hola, Adri, vengo de hacer compras con el bebé. ¿Qué decís, amor, nos vamos los tres a dar una vuelta?
Paralizado, él asintió mudo.
Antes de salir, le pidió a Mariela que esperase. No podría soportar más el estrés y el miedo, así que se tragó un par de pastillas de las recetadas.
Con eso tal vez soportaría el “paseo”, y trataría de pensar qué hacer con Mariela.

Yendo por la calle, ella sonreía, y a cada cuadra se detenía a “arreglarle algo al bebé”. Incluso le tomó un par de fotos al coche ―vacío― “con el papi”.
No ves que estoy dándole la teta, infeliz.
Quiero bañar al bebé.
¡Sonreí, Adri, no ves que es la primera foto con tu hijo!
 Estaba a punto de detenerse, de cortar con aquella locura, cuando vio aparecerse en la otra esquina a su mejor amigo.
¿Desde cuándo no veía a Maxi?
Recordó que Maxi no conocía a Mariela, así que avanzó rápido a su encuentro dejando atrás a su mujer. No quería que Maxi, de quien se había alejado por esa loca de mierda, viera la escena. Sería mucha la vergüenza, el castigo.
―Maxi, hermano ―le dijo alzando los brazos.
Después de abrazarlo, se dio vuelta. Su mujer se acercaba, con una sonrisa. Adrián pensó lo peor: le tocaría presentarla, y le tocaría explicar lo del coche.
Maxi, te presento a mi mujer. Y este es mi hijo. Sí, ya sé que no existe. Pero qué va, Maxi: yo no le veo nada de malo. La pluralidad, Maxi. No seas anacrónico: los hijos imaginarios son el futuro.
Cuando la sintió detenerse a su lado, se dio cuenta de que Maxi había advertido ya algo insólito:
―¿Qué pasa, Adrián?
Él se supo vencido, y entonces decidió decir lo que nunca le dijo a nadie:
―Amigo: esta mujer que está a mi lado es Mariela, mi novia.
Maxi rio. Adrián se relajó un poco al ver que su amigo no notaba la condición de Mariela.
¿En qué momento me preguntará por el maldito coche?, se torturaba Adrián.
Entonces notó que Maxi lo miraba extrañado, sin saludar a aquella.
Vio cómo su mejor amigo ―a quien no veía desde que comenzó su relación con esa demente― arrugaba el ceño antes de preguntarle, confundido y con toda seriedad: 
―¿Qué mujer, Adri? 

14 de octubre de 2016

Julio Escoto y María Eugenia Ramos representarán a Honduras en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara


Los narradores Julio Escoto y María Eugenia Ramos son los escritores hondureños seleccionados por el comité organizador de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en el programa “Invitado de honor”, que se desarrollará del 26 de noviembre al 4 de diciembre. Este año, en la trigésima edición del evento más importante del mundo editorial iberoamericano, el programa “Invitado de honor” está dedicado a América Latina.

Julio Escoto, nacido en San Pedro Sula en 1944, es catedrático universitario, novelista, crítico literario y analista social. En 1975 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Ramón Rosa. Entre sus numerosas obras se destacan Los guerreros de Hibueras; La balada del herido pájaro y otros cuentos; El árbol de los pañuelos; Días de ventisca, noches de huracán; Bajo el almendro… junto al volcán; El ojo santo: la ideología en las religiones y la televisión; José Cecilio del Valle: una ética contemporánea; El general Morazán marcha a batallar desde la muerte; Rey del albor, Madrugada. Actualmente mantiene una columna de opinión en diario El Heraldo.

María Eugenia Ramos nació en Tegucigalpa en 1959. Estudió periodismo y literatura en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. En 1978 obtuvo el premio de poesía Independencia Nacional, auspiciado por la Sociedad Literaria de Honduras y el Banco Atlántida, y en 1992 el premio de narrativa Francisco Morazán, otorgado por la UNAH. Ha publicado un libro de poesía, Porque ningún sol es el último; cuento, Una cierta nostalgia; ensayo, La visión de país en Clementina Suárez y Alfonso Guillén Zelaya, en coautoría con Mario A. Membreño Cedillo; y Los contenidos informativos de la radio y la televisión en Honduras. Ha publicado artículos en diarios y revistas del país, tales como El Heraldo, Conexihon, El Pulso y las ya desaparecidas revistas literarias Alcaraván y Tragaluz. Asimismo, recopiló y editó la poesía completa de Clementina Suárez, publicada por la Editorial Universitaria en 2012. En 2011, la FIL Guadalajara la seleccionó como una de “25 secretos literarios mejor guardados de América Latina”.

Ambos autores han sido incluidos en numerosas antologías de literatura centroamericana y han participado en Centroamérica cuenta, evento que se realiza anualmente en Nicaragua y reúne a importantes figuras de la literatura, el arte y el periodismo de Centroamérica, México y Europa.

Durante su estancia en Guadalajara, los escritores hondureños participarán en conversatorios y encuentros junto a otros autores centroamericanos como Sergio Ramírez y Gioconda Belli, de Nicaragua; Anacristina Rossi y Carlos Cortés, de Costa Rica; Horacio Castellanos Moya y Vanessa Núñez Handal, de El Salvador; Rosa María Britton y Enrique Jaramillo Levi, de Panamá, entre otros.

4 de agosto de 2016

María Eugenia Ramos en 392 palabras


Cuando la Feria Internacional del Libro de Guadalajara me seleccionó en 2011 como una de "25 secretos literarios de América Latina", me pidieron escribir una biobibliografía en tono coloquial, en 300 palabras, que explicara quién soy y por qué debían leerme. Haciendo el recuento, veo que me pasé de ese número, ¡y bastante! Pero me siento muy identificada con lo que escribí, esta soy yo.

______________________________

Nací a los siete meses de gestación, en un día de mucho viento. Según mi madre, siempre fui rebelde, hasta en el hecho de nacer antes de tiempo. Cuando niña, soñaba con ser bióloga y arquitecta. Bióloga no fui desde que no pude revivir a unas pobres arañas a las que congelé en un experimento de hipotermia. Para ser arquitecta hace falta mucha matemática, y a esta altura de mi vida una de mis pesadillas recurrentes sigue siendo que debo presentar un examen en esa materia, lo cual me produce una angustia indescriptible. Pero al escribir puedo darle vida a arañas, edificios, soles y monstruos, y ese es un privilegio invalorable.

Siempre he vivido en una pobreza decorosa, si cabe el término, en la que los libros han sido los bienes más preciados. A fin de cuentas, los libros no solo poblaron mi infancia y mi adolescencia de aventuras insospechadas, sino que después, siendo editora, me permitieron ganarme el pan, y aun viajar y conocer otras gentes, otros mundos.

Tuve un padre y una madre maravillosos, firmemente convencidos de que, como decía Ernesto Sábato, leer da una mirada más abierta sobre la humanidad y el mundo. Ello me permitió no solo empezar a leer, escribir y crear a muy temprana edad, sino también ser una participante activa durante mi adolescencia y juventud en las luchas sociales de la región centroamericana. Mi poesía proviene de esta época de mi vida, de la cual me siento muy orgullosa. Sin embargo, en mis cuentos huyo lo más que puedo del realismo, porque me interesa mucho más buscar ese mundo paralelo que está allí, pero no siempre es visible.

En mi país, a pesar de que sigue siendo desconocido, de no ser por el fútbol, los huracanes y un golpe de estado en pleno siglo veintiuno, existen voces frescas y variadas que han ido construyendo un universo literario propio. Y sin embargo, pocas, poquísimas, han encontrado eco en otras partes. Por eso me siento honrada y comprometida al ser una de las voces que ha logrado, de alguna manera, romper el aislamiento. Si debe haber alguna razón para leerme, que sea la de acercarse por mi medio a mi generación y a las siguientes generaciones que, en palabras de la maestra Rosario Castellanos, practicamos “otro modo de ser humano y libre: otro modo de ser”.

(Texto publicado en el dossier del programa "25 secretos literarios de América Latina", de la FIL Guadalajara 2011.)

7 de julio de 2012

Un cuento inédito de Giovanna Rivero

Fusión

Infografía: María Eugenia Ramos


Va ser difícil sacar a la niña en este caos. ¿Qué puedo decir? ¿Que es mi hija, mi nieta, mi pariente? Kazuo me contactó precisamente porque confiaba en mí y quería que la niña estuviera a salvo, que tuviera una vida normal. Nos conocíamos desde la guerra y aunque éramos de bandos enemigos, las circunstancias transformaron nuestras posiciones. Él defendió mi condición de prisionero y por eso regresé a Utah a fines del cuarenta y cinco casi sin un rasguño. Además, no estaba en el frente, mi misión era importante pero no ofensiva: emitía mensajes por radio en idioma navajo. Luego Kazuo me explicaría su conmoción y pena al saber que yo, en realidad, era un poeta, un poeta indio, y no había tenido muchas opciones. O la guerra o la eterna vergüenza.

Mitsuko es su nieta y, según Kazuo, ya la han detectado. Kazuo quería que yo la llevara conmigo a América para salvarla de un destino que parece seguro: la entrenarán en la base nuclear. No solo en Japón o Rusia o Ginebra ‒había leído informes confidenciales‒, sino en lugares recónditos como Bolivia, en una zona convenientemente turística llamada Samaipata, se hacen experimentos con máquinas de aceleración de partículas. Los avances son significativos, pero aún no se controla el factor de la reversibilidad. En Ginebra, por ejemplo, la Máquina de Dios condensa las partículas obteniendo cantidades importantes de masa atómica, pero la reversibilidad no es perfecta, no basta con diluir la masa flamante en ferro fluido, eliminando las características iniciales. Esto significa, en otras palabras, que los ansiados viajes en el tiempo tienen todavía una larga carrera de obstáculos por resolver. A lo mucho, uno se embarca en un One Way Trip. La niña, en cambio, posee la capacidad. Es una especie de Princesa del Fuego, para decirlo mejor. El fuego que destruyendo transforma  y transformando domina y en su soberbia obedece. El fuego azul, que es el primer fuego de todas las criaturas.

Un fuego que hace del tiempo una materia maleable. Ir, volver, descentrados del presente. Una flecha de dos púas.

Ahora, mirándola dormir, pienso en las palabras sencillas de Kazuo, “es tuya, acéptala”. Kazuo sufría los últimos estertores de un cáncer de páncreas, de modo que el terremoto solo actuó como lo haría la Máquina de Dios: acelerando el desenlace, volviendo al punto de partida, a la cuna del río. Ahora estoy solo y en problemas. La pequeña Mitsuko duerme con la placidez de sus siete años. La cabellera nocturna le enmarca la carita pálida, le otorga un aire de pubertad que me recuerda a la madre, Aoi, la hija primogénita de Kazuo, que jamás reveló la identidad del padre de la niña y con ese silencio murió en el parto. A Kazuo le preocupaba ese silencio inquebrantable, pero por algún motivo decidió que era mejor no indagar más.

Me acerco a la ventana. Estamos en el piso 28 de un hotel céntrico en Sendai. La nieve cubre la calle; aun así la gente pulula movida por la energía del horror. Es profunda esa energía, casi inhumana.  El Kosukai ha triplicado sus precios debido al costo de los motores que han debido activar para mantener el edificio con calefacción, pero no garantizan nada.

Mitsuko se mueve en la inmensidad de la cama, busco otra manta en el clóset y la cubro. Los párpados transparentes surcados de venas e inteligencia tiemblan, ¿qué estará soñando? Kazuo la imaginaba en América. No sé ahora si en verdad es una buena idea. La cooptarían igual, la exprimirían, le partirían el alma en mil como a una liebre para extirparle lo imposible. Ni siquiera podría traer de vuelta su pellejo, la hermosa cabellera, para arrojarla a una tierra que es de por sí una inmensa tumba.

Mitsuko se queja en una lengua distinta. No domino el japonés, pero tengo buen oído para distinguir los sonidos básicos de una lengua. Sentir una lengua ajena es como entrar en un bosque distinto y amistarte con sus lobos para sobrevivir.

Prendo un cigarrillo. La televisión emite imágenes mudas. La tierra rajándose, el eructo del agua, la súplica tonta del que va a morir. Yo conozco eso. La súplica tonta.

Quizás debería acostarme junto a la pequeña Mitsuko y dormir también, resignarme. Que la profecía nipona se cumpla y un remolino nos trague. Sin embargo, la voz del viejo Kazuo, “es tuya, acéptala”, me mantiene alerta, nervioso, quizás esperanzado, como en los viejos tiempos.

Mitsuko abre los ojos y dice:

私は飢えている



El Kosukai no está brindando servicio de cena a la habitación. Han prohibido usar los ascensores, y las escaleras están, por el momento, restringidas y vigiladas. Son, sin duda, estrictos con las leyes de emergencia social, aunque nada preguntaron cuando me registré con una niña de siete años en la misma habitación. Ahora Mitsuko tiene hambre y en el frigobar solo hay gaseosas. Ya no quedan chocolates ni bandejas de sushi. Hemos cenado durante tres noches nueces y barras dulces. Yo puedo aguantar con los cigarrillos, pero desconozco los poderes de la niña.

Le ofrezco agua mineral.

Mitsuko sujeta la botella con ambas manos y cierra los ojos de párpados transparentes, surcados de venas e inteligencias.

Suda. Un aura verdosa brota de la garganta. Ya me lo había advertido Kazuo. También se estremece suavemente, como una hoja. “No te espantes, mantente fiel”, dijo Kazuo. “Incluso el árbol inmutable, si lo miras mucho tiempo, sufre violentas transformaciones, cambios terribles. Mitsuko es más rápida, solo eso”, dijo.

El aura eléctrica me eriza los vellos, trepa por las lámparas y aniquila el televisor.

No podría ahora mismo decir cómo, bajo qué conjuros y concretas mutaciones, pero lo que era botella es en cuestión de segundos un caneco de arroz perlado, tupido, sobre el que Mitsuko se aplica usando sus deditos flacos como hashis. Come a una velocidad deliciosa, llena de esperanza.

Luego levanta el caneco y me convida.

Es un auténtico arroz. Tierno como los cereales de las praderas de Colorado. Nada que envidiarle a la Madre Tierra, ningún regusto a electricidad o a plástico o proteínas sintéticas, nada.

¿Cómo has conseguido… esto?

Ella dice que no sabe, Tierra o arroz o agua mineral, ¿no es todo lo mismo? ¿No somos todo lo mismo? Me da flojera pensar de otro modo, bosteza. Solo preste atención. Escuche.

Mitsuko esgrime su dedito índice como si fuese una antena captando ondas hertzianas en la lejanía.
Kazuo, mi abuelo, es ahora un copo de nieve. No debería preocuparse tanto, señor Yuma.

Intento no preocuparme. Visualizo praderas y cachorros. Lo que me tranquiliza, en realidad, es el trote silencioso del caballo de mi infancia. De modo que al amanecer aquello que ha dicho Mitsuko y lo que ha dicho Kazuo, “es tuya, acéptala, Yuma”, va confluyendo en la misma vertiente y entiendo lo que debemos hacer. Cuando un hombre entiende lo que se debe hacer no hay marcha atrás, incluso si el entendimiento del mundo es oscuro. Esto lo sabía antes de la guerra y lo sé ahora.

Desayunos en silencio con la técnica culinaria de Mitsuko. Y con la panza llena para no nublar los pensamientos, le planteo a la niña mi plan.

Mitsuko está de acuerdo, va a ser divertido, ya lo verá señor Yuma, se entusiasma. Dice que lo ha hecho antes, con su mejor amiga, que así jugaban bromas a las ancianas del barrio. Nunca las descubrieron.  Los turnos eran veloces, de segundos apenas, y las tontas ancianas se estrujaban los ojos con sus puños arrugados o escupían a un costado por si se trataba de un demonio. El juego, eso sí, tiene un límite, explica Mitsuko, la fusión más larga dura la mitad de un día, nunca ha conseguido un día completo. ¿Será suficiente?

Mitsuko se aprieta contra mí. No me llega ni al pecho.



En el aeropuerto la gente se agolpa en los mostradores dispuesta a pagar miles de yenes por salir de Sendai.  Las noticias son devastadoras. Un enorme dragón acecha hambriento convulsionándose bajo los mares y será cuestión de horas antes de que todo Japón sucumba. América es el destino apetecido. Y luego Londres.  Un grupo de brasileños protesta porque su ruta de vuelo no está entre las prioridades, necesitan de un pasajero más. Con el temporal, el vuelo toma 18 horas y una obligada escala en la Guyana Francesa. Decido que es el lugar perfecto para llevar a Mitsuko, siempre y cuando todo salga bien y un cambio de planes en la duración del vuelo no la obligue a imponer sus partículas infantiles sobre las mías, anulando la necedad de mi carne envejecida.

Yo voy a Brasil, levanto con insospechada agilidad mi mano, que ahora es blanca, como si nunca hubiera trabajado.

¿Coronel Yuma?, confirma la agente de la aerolínea. ¿Alguien más con usted?

Nadie, nadie más.

Miento. Guardo el secreto de la verdad. Y me siento travieso, como hace incontables lunas, niño otra vez, apenas protegido por el cuero todavía fresco de algún animal, galopando sin el permiso de Black Hawk, mi padre y el padre de todos, en los campos de Ojo de Oso, entre la nieve y las estrellas, en el calor y en el frío, listo para enfrentarme al enemigo.

La agente me alcanza el pase a bordo. Me cuelgo al hombro la mochila y camino rápido por los aterrados pasillos del aeropuerto. Camino casi a saltitos, como si la vida comenzara. Mi garganta comienza a cantar una ronda en japonés, una canción que nunca había escuchado, quizás se trate de una canción de despedida.

__________________________________

Foto: María Eugenia Ramos
Giovanna Rivero (Santa Cruz, Bolivia, 1972). Libros publicados: Relatos: Niñas y detectives, Bartleby Editores (Madrid, 2009). Las bestias (1997, Premio Nacional de Literatura), Sentir lo oscuro (2002), Contraluna (2005), Sangre dulce (2006). Novelas: Las camaleonas (2001) y Tukzon, historias colaterales (2008). Cuentos para niños: La dueña de nuestros sueños (2002). Ha obtenido los premios de cuento Presencia (1993) y "Franz Tamayo" (2005). Cursó la Maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Florida, EE.UU. Figura en la antología latinoamericana El futuro no es nuestro (2009) y participó en el programa "Escribir en residencia" auspiciado por la Universidad Alcalá de Henares. En 2011 participó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, como una de los "25 secretos literarios mejor guardados de América Latina". Reside en Gainesville, Florida.

Giovanna Rivero describe así su relación con la literatura: "Soy escritora. Lo soy desde niña,  nueve, diez años, cuando el mundo de los grandes me parecía fascinante, terrible e inalcanzable. Precoz como era, necesitaba dar ese salto, encontrar el modo de hacerlo sin esperar un montón de años,  y entonces entender qué significaba ser grande, qué oscurísimos secretos se develaban con el conocimiento de los adultos, qué tenía el mundo para mí y yo para el mundo. No sabía que ese contacto vital que yo anhelaba se llamaba experiencia, y por tanto dolor y placer y amor. Me di cuenta de que inventando podía tender aquel puente hacia la adultez. Reemplacé la experiencia con la ficción. Y claro, salieron monstruos. Pero eran míos." 



***

1 de julio de 2012

Un cuento de Roberto Martínez Bachrich: Wave

Sobre Roberto Martínez Bachrich, el blog de la Cooperativa Editorial "Lugar Común" (muy buen ejemplo, por cierto, de lo que puede hacer una iniciativa colectiva independiente) dice lo siguiente:
Roberto Martínez Bachrich (Venezuela) y 
María Eugenia Ramos (Honduras) en la FIL 
Guadalajara 2011.
"Nacido en Valencia, en 1977. Narrador, poeta y profesor de la Escuela de Letras de la UCV. Magíster en Técnicas de la Narración por la Scuola Holden (Turín, Italia) y en Estudios Literarios por la misma UCV. Autor de los libros de relatos Desencuentros (Gobernación de Carabobo, 1998) y Vulgar (Universidad de Carabobo, 2000), además del poemario Las noches de cobalto (Funsagú, 2002). Algunos de sus relatos y poemas han aparecido en las antologías De la urbe para el orbe (Alfadil, 2006), Próximos (Embajada de Venezuela en China, 2006), Tatuajes de ciudad (Sacven, 2007), Carne de exportación (Funcas, 2008), la versión digital de El futuro no es nuestro (Pie de Página, 2008), En obra (Equinoccio, 2009) y El océano en un pez (Arte y Literatura, 2011). Su obra ha merecido el Premio de Cuento de la FHE de la Universidad de Carabobo (1996); Premio Bienal de Narrativa “Rafael Briceño Ortega” (1998); Premio de poesía “Vox Novula”, UCAB (1999) y Premio de Cuento Breve 1999 de la UCV. Con el libro Tiempo hendido: Un acercamiento a la vida y obra de Antonia Palacios, obtuvo el X Premio Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana 2010. Forma parte de nuestro catálogo con Las guerras íntimas, su tercer libro de cuentos. Gracias a este título fue seleccionado como uno de los 25 secretos literarios mejor guardados de América Latina en la FIL Guadalajara de 2011."  
Se ha dicho de la narrativa de Roberto Martínez Bachrich que reúnen todas las características del cuento clásico: brevedad, intensidad y sorpresa, además de un uso magistral de las técnicas narrativas. Así lo demuestra sin lugar a dudas el cuento que transcribo a continuación.



Wave
Agora eu já sei
da onda que se ergueu no mar
e das estrelas que esquecemos de contar
o amor se deixa surpreender
enquanto a noite vem nos envolver
Antonio Carlos Jobim

Somos jóvenes e inconscientes, Verónica y yo, y siempre hemos estado orgullosos de ello. Será por eso que no nos costó ningún trabajo mentirle a nuestros padres. Verónica le aseguró a mi mamá que no iríamos a la playa, que por nada del mundo se nos ocurriría –con los indicios de esa horrible tormenta que se aproximaba a la costa– acercarnos al mar, que no, que nos quedaríamos en casa de su tía Carmelina en Coro, y que dedicaríamos el fin de semana a pasear por la zona colonial y conocer la ciudad. Por otro lado, yo le juré al padre de Verónica que no tenía de qué preocuparse, que nos quedaríamos con mi tía Dulce y mis primas, nada de playa, porque la verdad es que yo detesto el sol y el pegoste de la arena, además, las playas de por allá están llenas de aguamalas en esta época y a mí esos bichos viscosos me dan un poco de tirria, pero sobre todo, la amenaza de que el huracán Sabrina llegue a las costas falconianas me aterra en demasía (con frecuencia tengo pesadillas al respecto). En fin, dijimos, Vero y yo tenemos toda una vida por delante para estar corriendo riesgos estúpidos y arruinar nuestro futuro con cualquier imprudencia. Nuestros viejos quedaron absolutamente convencidos y aliviados, así que Verónica y yo agarramos autopista.

Apenas llegamos a la posada en Adícora, y después de dejar el perolero, nos ponemos nuestros trajes de baño y tomamos la carretera hacia las playas del norte de la península. El clima luce perfectamente normal: el calor espeso de siempre y la ventisca salada propia de cualquier zona costera. Le pregunto a Verónica si Playa Blanca o Saledales, le toca decidir a ella, porque yo elegí la posada. Vero me ausculta de cabo a rabo y decide que Playa Blanca, arguyendo que eso de que los médanos acaben en el mar es profundamente romántico y hermoso. A mí me parece perfecto, pero no sólo por las razones de Vero, sino porque en Saledales siempre hay demasiada gente y eso significa someternos al recato y la castidad, cosa poco deseable teniendo a mano los senos erectos y recién operados de Verónica. Tontamente me sonrojo y rápido vuelvo a mi color. Lo sé: frente al mar el deseo se duplica. Hay algo en el aire marino que arranca todas las costras de la costumbre: el agua salada parece inducir irremediablemente a los juegos del cuerpo, el mar nos hace sensuales. Y esto se convierte en toda una delicia cuando la cosa va un poco más allá de un par de senos perfectos: es el amor, tan ardiente como un erizo de morcilla tapatía, tan dulce como un delfín de crema pastelera vienesa, tan sabroso y envolvente como un pulpo de piña colada, tan grande como una ballena de eucaliptos. Sí, el aire marino duplica la mil veces reformada y empalagosa sintaxis del bobo amor.

Nos detenemos en una licorería del camino para apertrecharnos de bebidas. Me toca decidir a mí, así que escojo ginebra y jugo de naranja, aunque sé que Vero hubiese preferido vodka con limón, pero se sabe que el limón en la playa mancha e imagino que las comisuras de los labios de Verónica oscurecidas no deben ser tan apetitosas. Luego seguimos y ella descubre, a mitad de camino, un pequeño restaurante que le parece muy pintoresco. Me sugiere que almorcemos allí y le digo que mejor en la playa, en cualquier quiosco a la orilla del mar, pero me mira severamente y dice que le toca decidir a ella la suerte de nuestro almuerzo. Acepto un poco fastidiado, porque la verdad me muero de ganas de acostarla inmediatamente en la arena y besarla, acariciarla de polo a polo, lamerle cada resquicio y hacerle el amor hasta que caiga la noche para terminar contando las estrellas en su mirada; pero lo de acatar las decisiones intercaladas siempre ha sido la única ley de nuestra relación y, además, eso me da el poder de decidir con exactitud lo que haremos cuando la playa esté, finalmente, frente a nosotros.

Almorzamos sin demasiado apetito porque la comida no está muy buena y el zumbido de una radio ruidosa cuya señal va y viene mantiene ocupado al único mesonero del lugar, completamente abstraído con las noticias de la tormenta. Luego proseguimos nuestra ruta y, unos metros más adelante, unos guardias nos detienen intentando cerrarnos el paso y queriendo alarmarnos con el asunto del huracán. Yo les digo que vamos a buscar a mi tía Dulce, la pobre, que vive sola en el próximo caserío y debe estar muy asustada —es una señora bastante mayor, comprendan— con el asunto de Sabrina. Así que nos dejan pasar y un par de kilómetros más allá, Playa Blanca aparece ante nuestros ojos completamente sola y paradisíaca. Estaciono el jeep al borde de la carretera y atravesamos a pie los médanos que nos separan del mar. La ventisca salada ha aumentado un poco y el sol parece demasiado adormecido para ser mediodía. Verónica comienza a decir que quizá sí sea peligroso todo aquello, que si no sería mejor devolverse y dejar lo de la playa para otro día, que de cualquier forma tenemos la posada para divertirnos de lo lindo los dos juntos, pero yo le estampo un largo y cálido beso en la boca y le aseguro que no tiene la más mínima razón para preocuparse, que está conmigo, que no nos va a pasar nada y que la arena de Playa Blanca es mucho más cómoda que nuestro triste catre en la posada. Mi deseo efervescentemente animal, sin embargo, no durará mucho rato. Apenas estamos frente al agua el sol parece ocultarse por completo en una densa y oscura nube. El mar está picado y la ventisca se ha convertido en ventarrón. Nos detenemos y Vero me abraza asustada. El viento va tomando fuerza y en cuestión de segundos el último médano antes del agua comienza a desplazarse hacia el punto en el que estamos. Verónica se sume en una extraña tembladera y a mí me invade un hondo y paralizante desconcierto. El agua se revuelve furiosa y a cada minuto nace una nueva ola inmensa que revienta a pocos metros de nuestra parálisis. Vero me exige que nos vayamos y algunas lágrimas que la tolvanera hace desaparecer en milésimas de segundo brotan de sus ojos. Intentamos retroceder, llegar hasta el jeep, pero la carrera es inútil. Los médanos han decidido fundirse al mar y corren en sentido contrario a nuestra huida. Avanzamos tres pasos y un gran médano informe en perpetuo movimiento nos devuelve al mismo punto. Verónica comienza a llorar de pánico mientras su mirada se desfigura. Lo seguimos intentando, jadeantes, y todo es inútil. El mar convulsiona ferozmente, las olas –cada vez más voluminosas– chocan entre sí y producen un estrépito espantoso. Mi carro, que apenas se divisa con el arenero en el aire, desaparece de pronto sepultado por un médano. Verónica me abraza con esa fuerza sobrehumana que otorga el desconsuelo. Y nos quedamos allí, parados, en medio de las cachetadas de arena y el rumor terrible de las olas. Al coro se unen, ahora, montones de truenos que revientan incansables en la bóveda celeste. Y de repente estalla un aguacero que parece fracturar el firmamento y echarlo abajo a líquidos pedazos. Entonces el mar parece abrirse, las aguas ensayan una horrible contracción y bajan hacia los lados, dejando en el centro de nuestra visibilidad un lejano y misterioso islote azul que hace coagular en el viento un silencio siniestro. En ese instante nos damos cuenta: es la ola que crece. Una ola enorme, monstruosa, que marcha a toda velocidad hacia nosotros y parece rasgar el aire a su paso produciendo un sonido seco y estruendoso, un rugido insoportable. Es la misma ola con la que yo he soñado tantas veces antes, es la misma pesadilla recurrente, que se repite con una rigurosa y macabra perfección en la realidad: yo, abrazado al cuerpo de una mujer de firmes senos (en el sueño la mujer no tenía cara, no podía saber que fuera Verónica), viendo la ola venir, aterrados los dos, paralizados ante el horror final. Entonces sé que esta vez no despertaré. Y me toca decidir a mí cómo ponerle fin a todo esto: si dejándonos arrastrar, aplastar y ahogar por la ola o entregándonos a la sepultura del inmenso médano blanco que se desplaza furioso desde el otro lado. “Paso”, pienso, pero ya no puedo decírselo a Vero.

(De Las guerras íntimas, Editorial Cooperativa Lugar Común, Caracas, 2011.)
* * *