Cuando hablo de esta maternidad insumisa, rebelde,
desobediente, no se trata tanto de idealizar la maternidad como de darle ese
valor político, social y económico que tiene y que le ha sido negado.
Esther Vivas
Mi mamá me enseñó a luchar.
Pinta callejera anónima
De acuerdo con mi prima Marcia, quien es el arca viva donde se depositan muchos de nuestros secretos familiares, el verdadero nombre de mi madre no era Alicia, sino Felícita. Como no le gustaba, en cuanto le fue posible se lo cambió por Eugenia Alicia, acudiendo al mecanismo de solicitar reposición de partida de nacimiento por medio de abogado, en una época en la que el trámite no requería demasiadas comprobaciones.
Tal es la razón por la que su
tarjeta de identidad la declara nacida en 1928, en San Pedro Sula, y no en 1922,
en Santa Cruz de Yojoa, que son su año y lugares reales de nacimiento; por
tanto, legalmente habría muerto a los 91 años y no a los 97. Por mi prima, siendo
adolescente, me enteré del cambio de nombre, pero entonces no le presté mucha
atención a ese hecho. Ahora comprendo que fue un auténtico acto de rebeldía y
de afirmación de sí misma, en una época en la que las mujeres no soñaban
siquiera con atreverse a cambiar nada de lo que la sociedad, o la familia, les
hubieran impuesto.
Salvo en trámites oficiales, no utilizaba su primer nombre, Eugenia, que
según sus raíces griegas significa «la bien nacida, de buena estirpe»; sin
embargo, me lo heredó a mí, y después a una de sus nietas. Sus hermanas y
hermanos la llamaban Alicia, o «Alis» (Alice), probablemente debido a que, a
pesar de las dificultades económicas familiares, logró estudiar y graduarse con
honores en el centro educativo que es hoy Instituto Acasula, entonces prestigiosa
academia de secretariado de San Pedro Sula, donde enseñaban inglés como segunda
lengua. Fue discípula de la recordada educadora Carmen Castro, fundadora y en
ese entonces directora de la institución.
Mi madre fue hija de Marcelino
Suazo, un coronel de cerro, como se les llamaba por no haber asistido a ninguna
academia militar, el segundo marido de mi abuela Ernestina Bú. Mi abuela era de
Santa Bárbara, de piel blanca, como muchas de las mujeres de esa zona. En
cambio, mi madre se parecía más a mi abuelo Marcelino, que era de piel oscura;
además, tenía el cabello rizado. Por tal razón, solían decirle, cariñosa o
despectivamente, según la situación, «la Negra».
Mi abuelo Marcelino, a quien
no conocí sino en alguna antigua foto, forma parte de las leyendas de la
familia. Siendo de filiación nacionalista, se opuso a la reelección de Tiburcio
Carías Andino, quien lo habría mandado a matar. Mi mamá y mis tías juraban que
una noche de tormenta, cuando mi abuelo estaba de viaje, se escucharon
claramente los cascos de su caballo frente al portón de la casa. Salieron a
abrir, pero no había nadie. A la mañana siguiente, a mi abuela le llevaron la noticia
de que la noche anterior a su marido lo habían «venadeado», es decir, emboscado
en un sendero de montaña.
Mi abuela Ernestina tuvo en
total trece hijos, tres varones y diez mujeres, incluyendo dos «de crianza»,
como se les llamaba. Mi madre era de las hijas de en medio. De acuerdo con lo
que ella misma nos contaba, era rebelde de niña, al punto de ser la víctima
favorita de la faja de mi abuela, siempre ocupada y probablemente poco paciente
con tantas criaturas a su cargo. Para escapar del castigo, se subía a los
árboles, habilidad poco «femenina» en la Honduras de las primeras décadas del
siglo XX.
No es de extrañar que mi
abuela fuera anticariísta, siendo de familia liberal y habiendo quedado viuda por
mandato del dictador. Pero imagino que no estaba preparada para que su hija
Alicia, entonces soltera, llevara la militancia al punto de unirse a las
huestes de mujeres que en los años cuarenta desafiaban al dictador, saliendo a
marchar a las calles. Mi madre, junto a otras de sus compañeras, viajó de San
Pedro Sula a Tegucigalpa, donde conoció a Visitación Padilla y fue su
discípula. Cuando la Editorial Guaymuras me confió la tarea de narrar la vida
de Visitación Padilla en forma de cuento infantil, me fue fácil hacerlo
alrededor de la figura de una abuela —que es mi madre— y su nieta, que en la
vida real se llama Alicia, pero es bisnieta de mi madre y tiene muchos menos años que la
niña de mi historia.
Siendo participante activa en
la lucha anticariísta, conoció a un hombre bastante mayor que ella, que ya había
estado casado antes y tenía un hijo. Por coincidencia, él también había
cambiado su nombre; sus documentos oficiales decían Buenaventura Ramos, pero él
decidió acortarlo y fue, para todos los efectos, Ventura Ramos. Se unió a este
hombre que, años después, fue mi padre, y por tanto, cuando yo nací, me convertí
en una de las hermanas menores de su hijo Carlos Ventura. Según los estándares
occidentales, mi padre no era atractivo físicamente; le decían «el Indio», y en
efecto, era un campesino lenca que se había hecho maestro con grandes
dificultades, y que después se convirtió en periodista autodidacta, marxista y
ateo por convicción, característica esta última que yo heredé.
Aunque mi madre siguió siendo
liberal y católica, lo siguió a su exilio en Guatemala. Allá, durante el golpe de Estado perpetrado por la CIA y Castillo Armas, nació mi hermana
mayor, entre los bombardeos. Mientras mi padre —para
entonces redactor de Nuestro Diario,
el órgano oficial del gobierno democrático de Jacobo Arbenz— se asilaba en la
embajada de Ecuador, mi madre subsistió con grandes penurias junto a su hija
recién nacida, hasta que logró regresar a Honduras. Unos años después, mi padre
también logró volver de su exilio y se reunieron como familia, en la que nací
yo.
Mis primeros recuerdos de
infancia son los de ambos, mi madre y mi padre, turnándose para leerme cuentos
antes de dormir. Mi madre era una gran lectora y se caracterizaba por tener un
amplio vocabulario y muy buena dicción. Su único título formal fue el de
secretaria taquimecanógrafa, pero siempre tuvo pasión por aprender. Siempre la
recuerdo combinando los quehaceres domésticos con la lectura. Estudió corte y
confección y llegó a ser una modista muy solicitada por mujeres de buena
posición económica. Durante mi niñez y adolescencia, siempre hizo la ropa que
vestíamos mi hermana y yo, incluyendo abrigos —para cuando hacía frío en
Tegucigalpa, en la época decembrina— confeccionados con muy buen gusto,
combinando cuerina y lana; además, forrados y exquisitamente terminados. Debía
tener ya más de cincuenta años cuando se inscribió en un curso libre de
electricidad y fontanería que el Instituto Técnico Luis Bográn impartió para amas
de casa.
Estas cualidades, aunadas a un
liderazgo innato, hicieron de mi madre una referente familiar. A ella le pedían
consejo sus hermanas y hermanos, mayores y menores. En mi casa vivieron muchos
parientes, tanto del lado materno como paterno. Mi prima Marcia, hija de una de
las hermanas menores de mi madre, es como mi tercera hermana, porque vivió
durante unos años en mi casa. El apartamento donde yo vivo ahora fue
originalmente una especie de sótano, resultado de la topografía de montaña del
terreno donde mi padre construyó la casa familiar. Allí vivieron, en diferentes
épocas, mi prima Justina y mi primo Aníbal, sobrinos de mi padre, ambos ya
fallecidos, así como mi tía Lupe, con su esposo y sus hijas. Hoy me sorprende que, con el escaso salario de mi padre,
complementado con los ingresos ocasionales de mi madre, vivíamos sin mayores
estrecheces y podíamos apoyar a otros miembros de la familia; aunque en
realidad no es de extrañar, porque no teníamos ningún lujo, ni siquiera
comodidades dadas por hecho, como el televisor, que yo tuve por primera vez
hasta que formé mi propia familia.
No fue sino hasta muchos años
después que llegué a valorar las enormes dotes de ahorro con las que mi madre
contrarrestaba la tendencia de mi padre a dejar su salario, primero en libros,
por supuesto, y después en varias máquinas de escribir, muchos bolígrafos, que
solía llevar visibles en los bolsillos de sus camisas, y que regalaba a sus
estudiantes, y mucho whisky, el único lujo que se permitió mientras pudo.
Íbamos a la escuela con el uniforme cuidadosamente remendado por mi madre, pero
eso nunca dio lugar a que nos vieran de menos, porque nuestro medio social, en ese sentido, era
mucho más indulgente que el actual.
Fue así como ambos, mi padre y
mi madre, nos criaron con una visión del mundo menos centrada en comodidades
materiales, y más en principios como la honestidad y el trabajo. Nos formaron en
la solidaridad, no solo con la familia, sino con los movimientos sociales. Durante
los años setenta, mi madre no estaba muy cómoda con que yo, a los catorce años,
adquiriera un compromiso político, pero terminó resignándose. Nuestra modesta
casa fue siempre lugar de reunión donde llegaban militantes de todas las
edades, estudiantes y profesionales. Siendo mi padre un periodista respetado incluso
por la derecha, mi hogar fue en ocasiones refugio de perseguidos políticos,
como el ya fallecido Mario Sosa Navarro, dirigente del Partido Comunista, a
quien recuerdo porque, siendo yo muy niña, era el señor que vivía en mi casa,
de donde no salía, y que me hacía pajaritas de papel.
Fue muy doloroso para ella
dejarnos ir, primero a mi hermana, a estudiar, en los años setenta, y después a
mí, a principios de los ochenta, como parte de los grupos de jóvenes que no
aceptábamos la aplicación de la doctrina de seguridad nacional ni la invasión
de Honduras por tropas norteamericanas. Ella, como siempre lo hizo, colaboró con
los movimientos revolucionarios de Centroamérica, llegando incluso a
transportar en una ocasión un arma oculta en su cartera. Ahora se puede contar,
sin temor de que nadie la persiga por esa razón. Años después, fue mi madre
quien viajó para irnos a traer y garantizar que estuviéramos seguras,
primero a mi hermana, con su hija recién nacida, y luego a mí, embarazada, en
cuanto hubo condiciones para que cada una pudiera regresar.
Fallecido mi padre, el
compromiso social de mi madre continuó siendo el mismo. Sin llegar a afiliarse
a ningún otro partido, se alejó por completo del Liberal, corresponsable, junto
con los militares, de las violaciones a los derechos humanos en Honduras en la
década de los ochenta. Paradójicamente, fue durante un gobierno liberal de
matices progresistas, el de Manuel Zelaya Rosales, que mi madre, y con ella sus
hijas, empezamos a distanciarnos, no de las causas en las que siempre creímos,
pero sí del caudillismo que caracterizó a su administración. No nos convencía
en absoluto la trayectoria de un terrateniente, hijo del dueño de la hacienda
donde se perpetró la matanza de Los Horcones, señalado de estar involucrado en
la tala de bosques y tráfico de madera, que hizo carrera como político de
profesión justamente en el partido corresponsable de la aplicación de la
doctrina de seguridad nacional en Honduras. Con la socarronería propia de sus
raíces de occidente, mi madre solía decir: «No puedo creer yo que alguien se
acueste siendo reaccionario y se levante siendo revolucionario».
La última actividad política
que recuerdo en la que mi hermana y ella participaron juntas fue acompañar la
huelga de los fiscales, en 2008. El proyecto de la «cuarta urna» fue para
nosotras, por principio anticontinuistas y antidictatoriales, el hecho que
terminó de distanciarnos de lo que, para algunos sectores considerados de
izquierda y buena parte de los gremios, era una revolución. Para nosotras
sencillamente nunca lo fue.
Hoy reconozco que nuestra
alergia al poder nos impidió entender en su momento que, por poco confiable que fuera
la trayectoria y el estilo de gobierno de la administración liberal de Zelaya, significó
un avance en cuanto a políticas sociales. No fuimos capaces de prever y no
estábamos preparadas para responder cuando ocurrió el golpe de Estado de 2009,
sin que ello de ninguna manera significara que lo apoyáramos, como con
frecuencia se me acusa cada vez que cuestiono el caudillismo ciego y la
mentalidad patriarcal de muchos de mis antiguos excompañeros.
En las elecciones de 2017, yo
voté por el candidato de la alianza contra Juan Orlando Hernández, como la última
y desesperada opción en ese momento para intentar detener la reelección
anticonstitucional, y mi madre regresó a su antigua militancia liberal, votando
por Luis Zelaya. Pero ambas coincidimos en nuestra oposición al fraude y a la
dictadura.
Mi madre tuvo la fortuna de
continuar siendo una mujer activa hasta más allá de los noventa años, con buena
condición física y notable lucidez. Hasta hace dos años, incluso estando ya muy
enferma, ella fue siempre quien preparó comidas exquisitas para las cenas familiares
de Navidad y año nuevo. La celebración para la que no cocinó fue la que
organizamos en casa para su nonagésimo cumpleaños, ocasión en la cual logramos reunir
a varias de sus amistades y miembros de la familia. El escritor Gustavo Campos
me ayudó a preparar un asado, y le llevé mariachis para que le cantaran Las mañanitas. La foto que acompaña este
escrito es de ese día.
No fue sino hasta en los
últimos dos o tres años de su vida que la afectó una enfermedad neurológica.
Poco a poco se fue deteriorando su condición, y en el último año habíamos
perdido ya a esa mujer brillante y guerrera, doblegada por un dolor constante
que por momentos la hacía gritar. Se
refugió en su religión, aferrada a la esperanza de un milagro que la curara, ya
que la medicina no tenía respuesta para su caso. A su avanzada edad, había sobrevivido
a todos sus hermanos y hermanas, así como a prácticamente todas sus amistades. Había
hecho otras nuevas, pero la dificultad para moverse, aunada al deterioro
progresivo de la vista y la audición, le trajo aislamiento social, solo roto
por sus bisnietos, y Olga, una de sus numerosas sobrinas, que la visitaba con
sus hijas.
Estando ya muy enferma, recibió
el ofrecimiento de una buena amiga, que sabía de nuestras estrecheces económicas y tenía
un alto cargo en el primer período presidencial de Juan Orlando Hernández, sobre
la posibilidad de recibir una pensión del Estado, en su condición de viuda del
reconocido periodista Ventura Ramos. Mi padre, a pesar de haber trabajado
durante décadas en el periodismo y la docencia, en sus últimos años en Diario Tiempo y en la Escuela de Periodismo de
la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, no logró dejarle a mi madre más
que una mísera pensión por viudez del Seguro Social. Unánimemente nuestra
respuesta fue que no, que muchas gracias, pero jamás recibiríamos una limosna
de ese gobierno. Supongo que mi madre se lo expresó de forma más diplomática a
la amiga, agradeciéndole la buena intención.
Mi hermana Gertrudis, que además
de ser doctora en medicina heredó la vocación de cuidadora, consultó a numerosos
especialistas sobre la enfermedad de mi madre, probó diversos tratamientos y
estuvo pendiente de ella día y noche, con el apoyo de Gloria, una amiga que
trabajó en mi casa cuando yo era niña, y que volvió para acompañarlas. A pesar
de su esmero, mi madre dejó de comer y de dormir. Como resultado, su condición
física empeoró, y ya estaba perdiendo la lucidez. Finalmente, el universo
mostró un poco de misericordia. Unos minutos antes de la medianoche del domingo
12 de abril, repentinamente dejó de respirar. Cuando la ingresamos de
emergencia a la clínica, en los primeros minutos del 13 de abril, ya había
muerto. El acta de defunción certifica que tuvo un paro cardiorrespiratorio.
Tener un fallecimiento en la
familia es difícil en cualquier circunstancia, pero lo es aún más cuando el
país está en cuarentena debido a una pandemia. No pudimos honrarla como debió
ser; de la morgue del hospital tuvimos que trasladarla al lugar de su entierro, y
solo pudimos estar presentes sus dos hijas y una de sus nietas. Sin embargo,
agradecemos infinitamente las muestras de solidaridad que centenares de
personas, incluso algunas desconocidas, nos han hecho llegar por medio de redes
sociales, llamadas y mensajes.
Creímos que ella, que gustaba
tanto de las flores y las plantas, se iría sin una sola flor; pero una amiga
generosa llegó a la puerta de la casa con dos hermosos arreglos florales, que dejamos
sobre su tumba. Gracias, Gloria Rodríguez, por ese gesto. Gracias a la Cámara
Hondureña del Libro, Mujeres Unidas en las Artes Leticia de Oyuela, Grupo de
Sociedad Civil y Foro Nacional de Sida, por los acuerdos de duelo en los que públicamente nos
han expresado sus condolencias.
Para ella, como ferviente
católica que fue, los rituales religiosos eran muy importantes. Le agradezco al
padre Ángel Castro el haberla visitado en nuestra casa, hace algún tiempo, por
medio de la gestión de mi buena amiga Isolda Arita. Y hace aproximadamente un
mes logré que llegara a confesarla un sacerdote de la iglesia La Guadalupe, parroquia
a la que pertenecía. Espero haber contribuido así a que su tránsito haya sido sereno,
y que, habiéndose ido en los últimos minutos de un Domingo de Resurrección,
haya encontrado la luz en la que creía.
Habiendo llegado a tan avanzada edad, mi
madre conoció varios mundos, temporal y geográficamente, y vivió bajo al menos tres
dictaduras, incluyendo la que oficialmente fue «gobierno democrático», la de
Roberto Suazo Córdova, y la actual de Juan Orlando Hernández, que nos tiene a
merced de la corrupción, la impunidad y el crimen organizado.
No siempre estuvimos de
acuerdo con Alicia, y en ocasiones se quejaba de que yo «le había sacado canas
verdes», y que era «más rebelde que un varón». Pero me siento orgullosa de
haber tenido como madre a una mujer como ella, que fue capaz de decidir su
propio nombre, que desafió la autoridad materna subiéndose a los árboles, que
combatió a una de las dictaduras más siniestras y prolongadas que hemos tenido,
que puso su vida en riesgo en varias ocasiones por su país y por su gente. Sus
luchas y contradicciones forman parte de lo que yo soy, como también forman parte
de la historia de Honduras, donde siempre hemos existido mujeres tercas, empeñadas
en construir, de todas las formas posibles, la esperanza.
María Eugenia Ramos
Tegucigalpa, 15 de abril de 2020.
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