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4 de octubre de 2020

La cinta roja




I am shielded in my armour
Hiding in my room, safe within my womb
I touch no one and no one touches me.
I am a rock, I am an island.
And a rock feels no pain
And an island never cries.
Simon & Garfunkel

Mi abuela yace en el sofá, sumida en esa duermevela en la que se ha refugiado desde hace tiempo, y sé que no hay mucha diferencia entre que esté tendida allí o en un ataúd. Hace mucho que dejó de comer, de oír, de ver y de sentir otra cosa que no sea miedo y dolor. De vez en cuando algo de su antiguo ser vuelve a su mente, y entonces busca a las personas a su alrededor. ¿Estás allí?, pregunta con voz apenas audible. Sí, abuela, aquí estoy. ¿Qué necesita? Nada, contesta, es que pensé que me habían dejado sola.

Desde que enfermó tiene miedo de estar sola. Por eso se ha trasladado a la sala, donde reina la carcoma que comenzó en las vigas del techo y se ha apoderado de la casa, a tal punto que de algunos muebles solo queda el cascarón. Ha pedido que le acondicionen este viejo sofá, donde cada mañana acomoda sus pequeños huesos, sostenidos apenas por una piel frágil que ha empezado a descamarse. 

Vivo en un cuarto destinado a bodega, en la parte de atrás de esta casa donde crecí. Me he quedado aquí donde mi mamá me dejó, así como abandonó el piano, recuerdo de una época maravillosa en la que no había carcoma, y ella tocaba y cantaba canciones que yo adoraba escuchar. Pero un día me dijo: hay que seguir al corazón, y se fue. Yo tenía seis años, y durante todo ese tiempo pensé que ella era mi bonita hermana mayor, que me permitía verla cuando se peinaba ese cabello largo y lustroso, y me dejaba ponerme pintalabios a escondidas de mis tíos.

Cuando ella se fue, mis tíos me dijeron que no era mi hermana, que se había embarazado a saber de quién, y así fue como nací yo. Por mucho tiempo esperé que volviera, y mientras tanto intentaba tocar el piano para recordarla. Hasta que mi abuelo dijo un día: Mucha bulla hace ese niño con ese piano, y mandó que lo regalaran. De ella solo me quedó un pintalabios. Esperaba a que mis tíos se fueran para ponérmelo, y me miraba al espejo buscando los ojos de ella en los míos; pero nunca aparecieron.

Soy albañil desde que mi abuelo dispuso que le ayudara a uno de mis tíos, que es maestro de obra. Me gustó empezar a ganar algún dinero. Lo usaba para comprar pintalabios en algún puesto del mercado y me los llevaba a la bodega, que para entonces ya era también mi cuarto. El pintalabios que dejó mi mamá se gastó pronto, de tantas veces que me lo puse de niño, pero aún llevo conmigo el envase, y me gusta tocar de vez en cuando ese pequeño tubo vacío.

Mi abuelo murió hace unos años. Ni él ni nadie más en la casa volvieron a hablar de mi mamá. Cuando mi abuela enfermó, me dediqué a cuidarla porque mis tíos se van a trabajar. Me gusta quedarme a solas con ella porque puedo revisar sus cosas de antigua costurera, y hasta probarme vestidos de los que guarda en ese viejo ropero. Sin que ella se dé cuenta, me he llevado algunos a mi cuarto-bodega, para ponérmelos en esas largas horas en las que no tengo nada que hacer. Pero no tengo espejo de cuerpo entero. Tengo que verme por partes, y he llegado a pensar que así soy, una persona hecha de pedazos.

Hoy no estoy buscando vestidos, sino una cinta roja que combine con mi pintalabios, tal vez porque guardo el vago recuerdo de haber visto a mi mamá usando una en el pelo. Aunque tengo los dedos duros y callosos por el trabajo de albañil, me las arreglo para buscar con delicadeza entre tiras bordadas, antiguos retazos de tela, encajes y botones. Hay muchas cintas, pero ninguna es roja. Me acerco al sofá donde mi abuela dormita con la boca entreabierta. La llamo y abre a medias los párpados. ¿Tiene una cinta roja?, le pregunto. Inesperadamente, sus ojos están completamente abiertos, y me dice: Sí, buscala en la caja de madera que está detrás de mi cama. Sé que caja es, una de madera tallada. Desde niño he querido saber qué hay dentro, pero siempre está con llave. Antes de que le pregunte, la abuela me dice: La llave está en la mesa, detrás de la virgen.

El cuarto de mi abuela está lleno de imágenes de santos. Cuando era niño le tenía mucho miedo a ese cuadro donde está un señor de cara hosca, como la de mi abuelo, con sandalias y un vestido blanco, que sostiene una balanza, mientras a sus pies hay unas personas envueltas en llamas. Es el Justo Juez, me decía mi abuela. No le tengás miedo. Portate bien para que cuando llegue el juicio final no te vayas al infierno. Las vírgenes, en cambio, son mucho más amables, con sus vestidos que imagino de tela suave. Son varias, pero yo sé que cuando dice «la virgen» se refiere a la de Suyapa, que es su patrona.

Me emociona poder abrir la caja y ver qué hay adentro. Encuentro la llave exactamente donde dijo la abuela. Limpio el polvo acumulado en la madera e introduzco la llave en la cerradura. Cuesta que gire, pero finalmente se abre. Adentro lo único que hay es precisamente una cinta roja, y de alguna manera me doy cuenta de que es la misma que recuerdo haberle visto a mi mamá, cuando era niño.

Me paro frente al espejo grande del ropero. Me veo como soy: un hombre adulto, vestido con un pantalón de tela gastada y una camiseta. Mi cabello está largo, y eso me parece genial porque puedo ponerme la cinta. Tomo el cepillo de mi abuela y me peino cuidadosamente. Mis manos son duras, pero mi pelo no. Es suave, y tengo la esperanza de que se parezca al de mi mamá.

Después de cepillarme bien, me pongo la cinta y vuelvo a la sala. La abuela está despierta, me mira como asustada, y trata de incorporarse. Me acerco para ayudarla, porque no puede hacerlo sola. Entonces veo que está llorando, y eso me asusta. ¿Qué tiene, abuela? ¿Le duele algo? Mueve la cabeza para decir que no, y hace señas para que me agache. No sé si quiere quitarme la cinta, o es un gesto como el que acostumbra para bendecirme.

Era de ella, empieza a decir, y me cuesta entenderla entre sus lágrimas. No le pregunto quién es ella, porque ya sé que es mi madre. No sé de qué se acordó para que esté llorando, pero me quedo esperando en silencio. Entonces empieza a hablar, y sé que nada podrá detenerla. Tu mamá era linda y muy inteligente. Sacaba buenas calificaciones en el colegio. Ha dejado de llorar y hace silencio por un momento. Luego vuelve a hablar, con voz más fuerte. Yo tenía que haberla cuidado, y no lo hice. Tu abuelo dormía con tus tíos, porque desde que me embaracé de tu mamá dijo que yo le daba asco. Una madrugada me levanté para ir al baño, y vi que estaba abierta la puerta del cuarto de tu mamá. La fui a cerrar para que los perros no se metieran. El alumbrado de la calle daba justo a la ventana de ese cuarto, y pude ver que tu abuelo estaba en la cama, encima de tu mamá. Ella no se movía. Y tenía puesta esa cinta roja en el pelo. Entonces supe lo que le estaba haciendo. A ella. Mi niña.

Yo me he quedado con los ojos abiertos, sin ver a ninguna parte. Me he ido a algún otro lugar y desde allá oigo esa voz que llega de muy lejos. No hice ni dije nada, sigue mi abuela. Me obligué a olvidar lo que había visto. Cuando a tu mamá le empezó a crecer la barriga, supe que era de tu abuelo. Los tres lo sabíamos, pero nunca dijimos nada. Tu abuelo la sacó del colegio. Después de que naciste, ella se quedó mucho tiempo para cuidarte, hasta que un día se fue. Yo nunca la busqué. Solo guardé esa cinta bajo llave, para nunca más volver a verla.

Por fin ha dejado de hablar. Yo no digo nada. Se vuelve a acostar, y sé que esta vez no saldrá de esa duermevela, su refugio. Me doy cuenta de que no se puede morir porque está muerta desde hace mucho tiempo. Pero siento compasión por ese cuerpo vacío, como los muebles devorados desde adentro por la carcoma, como el envase del pintalabios que siempre llevo en el bolsillo del pantalón. Por fin entiendo qué quiere decir seguir al corazón. Y mi corazón me dice que me quite la cinta, y que se la ponga a mi abuela en el cuello, y que apriete hasta que cese el remedo de respiración que aún le queda.

¿Cómo se puede dejar de seguir al corazón?

María Eugenia Ramos

Cuadernos Hispanoamericanos, suplemento dedicado al cuento latinoamericano. Madrid, s.f.e. [septiembre 2020].

15 de abril de 2020

Alicia



Eugenia Alicia Suazo Bú en su nonagésimo cumpleaños, el 6 de septiembre de 2012, en su modesta casa del barrio La Guadalupe de Tegucigalpa, donde vivió durante casi sesenta años, hasta el momento de su muerte. La acompañamos, de izquierda a derecha, sus hijas María Gertrudis y María Eugenia, y su sobrina Marcia Flores. Detrás, su sobrino segundo Andy Rivera, y al frente su bisnieto Daniel Gutiérrez Ramos. Foto: Gustavo Campos.


Cuando hablo de esta maternidad insumisa, rebelde, desobediente, no se trata tanto de idealizar la maternidad como de darle ese valor político, social y económico que tiene y que le ha sido negado.
Esther Vivas

Mi mamá me enseñó a luchar.
Pinta callejera anónima

De acuerdo con mi prima Marcia, quien es el arca viva donde se depositan muchos de nuestros secretos familiares, el verdadero nombre de mi madre no era Alicia, sino Felícita. Como no le gustaba, en cuanto le fue posible se lo cambió por Eugenia Alicia, acudiendo al mecanismo de solicitar reposición de partida de nacimiento por medio de abogado, en una época en la que el trámite no requería demasiadas comprobaciones.
Tal es la razón por la que su tarjeta de identidad la declara nacida en 1928, en San Pedro Sula, y no en 1922, en Santa Cruz de Yojoa, que son su año y lugares reales de nacimiento; por tanto, legalmente habría muerto a los 91 años y no a los 97. Por mi prima, siendo adolescente, me enteré del cambio de nombre, pero entonces no le presté mucha atención a ese hecho. Ahora comprendo que fue un auténtico acto de rebeldía y de afirmación de sí misma, en una época en la que las mujeres no soñaban siquiera con atreverse a cambiar nada de lo que la sociedad, o la familia, les hubieran impuesto.
Salvo en trámites oficiales, no utilizaba su primer nombre, Eugenia, que según sus raíces griegas significa «la bien nacida, de buena estirpe»; sin embargo, me lo heredó a mí, y después a una de sus nietas. Sus hermanas y hermanos la llamaban Alicia, o «Alis» (Alice), probablemente debido a que, a pesar de las dificultades económicas familiares, logró estudiar y graduarse con honores en el centro educativo que es hoy Instituto Acasula, entonces prestigiosa academia de secretariado de San Pedro Sula, donde enseñaban inglés como segunda lengua. Fue discípula de la recordada educadora Carmen Castro, fundadora y en ese entonces directora de la institución.
Mi madre fue hija de Marcelino Suazo, un coronel de cerro, como se les llamaba por no haber asistido a ninguna academia militar, el segundo marido de mi abuela Ernestina Bú. Mi abuela era de Santa Bárbara, de piel blanca, como muchas de las mujeres de esa zona. En cambio, mi madre se parecía más a mi abuelo Marcelino, que era de piel oscura; además, tenía el cabello rizado. Por tal razón, solían decirle, cariñosa o despectivamente, según la situación, «la Negra».
Mi abuelo Marcelino, a quien no conocí sino en alguna antigua foto, forma parte de las leyendas de la familia. Siendo de filiación nacionalista, se opuso a la reelección de Tiburcio Carías Andino, quien lo habría mandado a matar. Mi mamá y mis tías juraban que una noche de tormenta, cuando mi abuelo estaba de viaje, se escucharon claramente los cascos de su caballo frente al portón de la casa. Salieron a abrir, pero no había nadie. A la mañana siguiente, a mi abuela le llevaron la noticia de que la noche anterior a su marido lo habían «venadeado», es decir, emboscado en un sendero de montaña.
Mi abuela Ernestina tuvo en total trece hijos, tres varones y diez mujeres, incluyendo dos «de crianza», como se les llamaba. Mi madre era de las hijas de en medio. De acuerdo con lo que ella misma nos contaba, era rebelde de niña, al punto de ser la víctima favorita de la faja de mi abuela, siempre ocupada y probablemente poco paciente con tantas criaturas a su cargo. Para escapar del castigo, se subía a los árboles, habilidad poco «femenina» en la Honduras de las primeras décadas del siglo XX.
No es de extrañar que mi abuela fuera anticariísta, siendo de familia liberal y habiendo quedado viuda por mandato del dictador. Pero imagino que no estaba preparada para que su hija Alicia, entonces soltera, llevara la militancia al punto de unirse a las huestes de mujeres que en los años cuarenta desafiaban al dictador, saliendo a marchar a las calles. Mi madre, junto a otras de sus compañeras, viajó de San Pedro Sula a Tegucigalpa, donde conoció a Visitación Padilla y fue su discípula. Cuando la Editorial Guaymuras me confió la tarea de narrar la vida de Visitación Padilla en forma de cuento infantil, me fue fácil hacerlo alrededor de la figura de una abuela —que es mi madre— y su nieta, que en la vida real se llama Alicia, pero es bisnieta de mi madre y tiene muchos menos años que la niña de mi historia.
Siendo participante activa en la lucha anticariísta, conoció a un hombre bastante mayor que ella, que ya había estado casado antes y tenía un hijo. Por coincidencia, él también había cambiado su nombre; sus documentos oficiales decían Buenaventura Ramos, pero él decidió acortarlo y fue, para todos los efectos, Ventura Ramos. Se unió a este hombre que, años después, fue mi padre, y por tanto, cuando yo nací, me convertí en una de las hermanas menores de su hijo Carlos Ventura. Según los estándares occidentales, mi padre no era atractivo físicamente; le decían «el Indio», y en efecto, era un campesino lenca que se había hecho maestro con grandes dificultades, y que después se convirtió en periodista autodidacta, marxista y ateo por convicción, característica esta última que yo heredé.
Aunque mi madre siguió siendo liberal y católica, lo siguió a su exilio en Guatemala. Allá, durante el golpe de Estado perpetrado por la CIA y Castillo Armas, nació mi hermana mayor, entre los bombardeos. Mientras mi padre —para entonces redactor de Nuestro Diario, el órgano oficial del gobierno democrático de Jacobo Arbenz— se asilaba en la embajada de Ecuador, mi madre subsistió con grandes penurias junto a su hija recién nacida, hasta que logró regresar a Honduras. Unos años después, mi padre también logró volver de su exilio y se reunieron como familia, en la que nací yo.
Mis primeros recuerdos de infancia son los de ambos, mi madre y mi padre, turnándose para leerme cuentos antes de dormir. Mi madre era una gran lectora y se caracterizaba por tener un amplio vocabulario y muy buena dicción. Su único título formal fue el de secretaria taquimecanógrafa, pero siempre tuvo pasión por aprender. Siempre la recuerdo combinando los quehaceres domésticos con la lectura. Estudió corte y confección y llegó a ser una modista muy solicitada por mujeres de buena posición económica. Durante mi niñez y adolescencia, siempre hizo la ropa que vestíamos mi hermana y yo, incluyendo abrigos —para cuando hacía frío en Tegucigalpa, en la época decembrina— confeccionados con muy buen gusto, combinando cuerina y lana; además, forrados y exquisitamente terminados. Debía tener ya más de cincuenta años cuando se inscribió en un curso libre de electricidad y fontanería que el Instituto Técnico Luis Bográn impartió para amas de casa.
Estas cualidades, aunadas a un liderazgo innato, hicieron de mi madre una referente familiar. A ella le pedían consejo sus hermanas y hermanos, mayores y menores. En mi casa vivieron muchos parientes, tanto del lado materno como paterno. Mi prima Marcia, hija de una de las hermanas menores de mi madre, es como mi tercera hermana, porque vivió durante unos años en mi casa. El apartamento donde yo vivo ahora fue originalmente una especie de sótano, resultado de la topografía de montaña del terreno donde mi padre construyó la casa familiar. Allí vivieron, en diferentes épocas, mi prima Justina y mi primo Aníbal, sobrinos de mi padre, ambos ya fallecidos, así como mi tía Lupe, con su esposo y sus hijas. Hoy me sorprende que, con el escaso salario de mi padre, complementado con los ingresos ocasionales de mi madre, vivíamos sin mayores estrecheces y podíamos apoyar a otros miembros de la familia; aunque en realidad no es de extrañar, porque no teníamos ningún lujo, ni siquiera comodidades dadas por hecho, como el televisor, que yo tuve por primera vez hasta que formé mi propia familia.
No fue sino hasta muchos años después que llegué a valorar las enormes dotes de ahorro con las que mi madre contrarrestaba la tendencia de mi padre a dejar su salario, primero en libros, por supuesto, y después en varias máquinas de escribir, muchos bolígrafos, que solía llevar visibles en los bolsillos de sus camisas, y que regalaba a sus estudiantes, y mucho whisky, el único lujo que se permitió mientras pudo. Íbamos a la escuela con el uniforme cuidadosamente remendado por mi madre, pero eso nunca dio lugar a que nos vieran de menos, porque nuestro medio social, en ese sentido, era mucho más indulgente que el actual.
Fue así como ambos, mi padre y mi madre, nos criaron con una visión del mundo menos centrada en comodidades materiales, y más en principios como la honestidad y el trabajo. Nos formaron en la solidaridad, no solo con la familia, sino con los movimientos sociales. Durante los años setenta, mi madre no estaba muy cómoda con que yo, a los catorce años, adquiriera un compromiso político, pero terminó resignándose. Nuestra modesta casa fue siempre lugar de reunión donde llegaban militantes de todas las edades, estudiantes y profesionales. Siendo mi padre un periodista respetado incluso por la derecha, mi hogar fue en ocasiones refugio de perseguidos políticos, como el ya fallecido Mario Sosa Navarro, dirigente del Partido Comunista, a quien recuerdo porque, siendo yo muy niña, era el señor que vivía en mi casa, de donde no salía, y que me hacía pajaritas de papel.
Fue muy doloroso para ella dejarnos ir, primero a mi hermana, a estudiar, en los años setenta, y después a mí, a principios de los ochenta, como parte de los grupos de jóvenes que no aceptábamos la aplicación de la doctrina de seguridad nacional ni la invasión de Honduras por tropas norteamericanas. Ella, como siempre lo hizo, colaboró con los movimientos revolucionarios de Centroamérica, llegando incluso a transportar en una ocasión un arma oculta en su cartera. Ahora se puede contar, sin temor de que nadie la persiga por esa razón. Años después, fue mi madre quien viajó para irnos a traer y garantizar que estuviéramos seguras, primero a mi hermana, con su hija recién nacida, y luego a mí, embarazada, en cuanto hubo condiciones para que cada una pudiera regresar.
Fallecido mi padre, el compromiso social de mi madre continuó siendo el mismo. Sin llegar a afiliarse a ningún otro partido, se alejó por completo del Liberal, corresponsable, junto con los militares, de las violaciones a los derechos humanos en Honduras en la década de los ochenta. Paradójicamente, fue durante un gobierno liberal de matices progresistas, el de Manuel Zelaya Rosales, que mi madre, y con ella sus hijas, empezamos a distanciarnos, no de las causas en las que siempre creímos, pero sí del caudillismo que caracterizó a su administración. No nos convencía en absoluto la trayectoria de un terrateniente, hijo del dueño de la hacienda donde se perpetró la matanza de Los Horcones, señalado de estar involucrado en la tala de bosques y tráfico de madera, que hizo carrera como político de profesión justamente en el partido corresponsable de la aplicación de la doctrina de seguridad nacional en Honduras. Con la socarronería propia de sus raíces de occidente, mi madre solía decir: «No puedo creer yo que alguien se acueste siendo reaccionario y se levante siendo revolucionario».
La última actividad política que recuerdo en la que mi hermana y ella participaron juntas fue acompañar la huelga de los fiscales, en 2008. El proyecto de la «cuarta urna» fue para nosotras, por principio anticontinuistas y antidictatoriales, el hecho que terminó de distanciarnos de lo que, para algunos sectores considerados de izquierda y buena parte de los gremios, era una revolución. Para nosotras sencillamente nunca lo fue.
Hoy reconozco que nuestra alergia al poder nos impidió entender en su momento que, por poco confiable que fuera la trayectoria y el estilo de gobierno de la administración liberal de Zelaya, significó un avance en cuanto a políticas sociales. No fuimos capaces de prever y no estábamos preparadas para responder cuando ocurrió el golpe de Estado de 2009, sin que ello de ninguna manera significara que lo apoyáramos, como con frecuencia se me acusa cada vez que cuestiono el caudillismo ciego y la mentalidad patriarcal de muchos de mis antiguos excompañeros.
En las elecciones de 2017, yo voté por el candidato de la alianza contra Juan Orlando Hernández, como la última y desesperada opción en ese momento para intentar detener la reelección anticonstitucional, y mi madre regresó a su antigua militancia liberal, votando por Luis Zelaya. Pero ambas coincidimos en nuestra oposición al fraude y a la dictadura.
Mi madre tuvo la fortuna de continuar siendo una mujer activa hasta más allá de los noventa años, con buena condición física y notable lucidez. Hasta hace dos años, incluso estando ya muy enferma, ella fue siempre quien preparó comidas exquisitas para las cenas familiares de Navidad y año nuevo. La celebración para la que no cocinó fue la que organizamos en casa para su nonagésimo cumpleaños, ocasión en la cual logramos reunir a varias de sus amistades y miembros de la familia. El escritor Gustavo Campos me ayudó a preparar un asado, y le llevé mariachis para que le cantaran Las mañanitas. La foto que acompaña este escrito es de ese día.
No fue sino hasta en los últimos dos o tres años de su vida que la afectó una enfermedad neurológica. Poco a poco se fue deteriorando su condición, y en el último año habíamos perdido ya a esa mujer brillante y guerrera, doblegada por un dolor constante que por momentos la hacía gritar.  Se refugió en su religión, aferrada a la esperanza de un milagro que la curara, ya que la medicina no tenía respuesta para su caso. A su avanzada edad, había sobrevivido a todos sus hermanos y hermanas, así como a prácticamente todas sus amistades. Había hecho otras nuevas, pero la dificultad para moverse, aunada al deterioro progresivo de la vista y la audición, le trajo aislamiento social, solo roto por sus bisnietos, y Olga, una de sus numerosas sobrinas, que la visitaba con sus hijas.
Estando ya muy enferma, recibió el ofrecimiento de una buena amiga, que sabía de nuestras estrecheces económicas y tenía un alto cargo en el primer período presidencial de Juan Orlando Hernández, sobre la posibilidad de recibir una pensión del Estado, en su condición de viuda del reconocido periodista Ventura Ramos. Mi padre, a pesar de haber trabajado durante décadas en el periodismo y la docencia, en sus últimos años en Diario Tiempo y en la Escuela de Periodismo de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, no logró dejarle a mi madre más que una mísera pensión por viudez del Seguro Social. Unánimemente nuestra respuesta fue que no, que muchas gracias, pero jamás recibiríamos una limosna de ese gobierno. Supongo que mi madre se lo expresó de forma más diplomática a la amiga, agradeciéndole la buena intención.
Mi hermana Gertrudis, que además de ser doctora en medicina heredó la vocación de cuidadora, consultó a numerosos especialistas sobre la enfermedad de mi madre, probó diversos tratamientos y estuvo pendiente de ella día y noche, con el apoyo de Gloria, una amiga que trabajó en mi casa cuando yo era niña, y que volvió para acompañarlas. A pesar de su esmero, mi madre dejó de comer y de dormir. Como resultado, su condición física empeoró, y ya estaba perdiendo la lucidez. Finalmente, el universo mostró un poco de misericordia. Unos minutos antes de la medianoche del domingo 12 de abril, repentinamente dejó de respirar. Cuando la ingresamos de emergencia a la clínica, en los primeros minutos del 13 de abril, ya había muerto. El acta de defunción certifica que tuvo un paro cardiorrespiratorio.
Tener un fallecimiento en la familia es difícil en cualquier circunstancia, pero lo es aún más cuando el país está en cuarentena debido a una pandemia. No pudimos honrarla como debió ser; de la morgue del hospital tuvimos que trasladarla al lugar de su entierro, y solo pudimos estar presentes sus dos hijas y una de sus nietas. Sin embargo, agradecemos infinitamente las muestras de solidaridad que centenares de personas, incluso algunas desconocidas, nos han hecho llegar por medio de redes sociales, llamadas y mensajes.
Creímos que ella, que gustaba tanto de las flores y las plantas, se iría sin una sola flor; pero una amiga generosa llegó a la puerta de la casa con dos hermosos arreglos florales, que dejamos sobre su tumba. Gracias, Gloria Rodríguez, por ese gesto. Gracias a la Cámara Hondureña del Libro, Mujeres Unidas en las Artes Leticia de Oyuela, Grupo de Sociedad Civil y Foro Nacional de Sida, por los acuerdos de duelo en los que públicamente nos han expresado sus condolencias.
Para ella, como ferviente católica que fue, los rituales religiosos eran muy importantes. Le agradezco al padre Ángel Castro el haberla visitado en nuestra casa, hace algún tiempo, por medio de la gestión de mi buena amiga Isolda Arita. Y hace aproximadamente un mes logré que llegara a confesarla un sacerdote de la iglesia La Guadalupe, parroquia a la que pertenecía. Espero haber contribuido así a que su tránsito haya sido sereno, y que, habiéndose ido en los últimos minutos de un Domingo de Resurrección, haya encontrado la luz en la que creía.
Habiendo llegado a tan avanzada edad, mi madre conoció varios mundos, temporal y geográficamente, y vivió bajo al menos tres dictaduras, incluyendo la que oficialmente fue «gobierno democrático», la de Roberto Suazo Córdova, y la actual de Juan Orlando Hernández, que nos tiene a merced de la corrupción, la impunidad y el crimen organizado.
No siempre estuvimos de acuerdo con Alicia, y en ocasiones se quejaba de que yo «le había sacado canas verdes», y que era «más rebelde que un varón». Pero me siento orgullosa de haber tenido como madre a una mujer como ella, que fue capaz de decidir su propio nombre, que desafió la autoridad materna subiéndose a los árboles, que combatió a una de las dictaduras más siniestras y prolongadas que hemos tenido, que puso su vida en riesgo en varias ocasiones por su país y por su gente. Sus luchas y contradicciones forman parte de lo que yo soy, como también forman parte de la historia de Honduras, donde siempre hemos existido mujeres tercas, empeñadas en construir, de todas las formas posibles, la esperanza.
María Eugenia Ramos
Tegucigalpa, 15 de abril de 2020.

1 de marzo de 2019

Carta a mi hija

María Eugenia Ramos y su hija Andrea, 1987.
Hace unos años yo tenía a una recién nacida en brazos y pensaba: “¿qué voy a hacer con esta niña?” Eran tiempos duros, aún estaba vigente en Honduras la doctrina de seguridad nacional, y yo apenas dos meses atrás había regresado de años de exilio, con una panza de siete meses. Volví pensando ingenuamente que la criatura que llevaba en el vientre debía nacer en mi país, y también porque mi familia me extrañaba y me había brindado su ala protectora.

Mi embarazo, especialmente en los primeros meses, no fue agradable. Nunca lo describiría como una experiencia maravillosa. No tiene nada de maravilloso, primero, darte cuenta de que estás embarazada cuando no tenés estabilidad de ningún tipo, y segundo, vomitar varias veces al día, como pasó durante los primeros tres meses. Según la creencia popular, los vómitos indican que la criatura tendrá mucho pelo, y al menos en este caso la predicción fue acertada, porque lo primero que vi de mi niña fue una gran mata de cabello oscuro, parado como el de sus ancestros lencas.

Las cosas mejoraron en el último trimestre. Don Leo Valladares, que posteriormente fue Comisionado Nacional de los Derechos Humanos, intercedió para que pudiera regresar a Honduras. Él me recibió personalmente en el aeropuerto; por ello le guardo gratitud eterna. Los días previos al nacimiento estuvieron marcados siempre por la incertidumbre y el temor, pero ya estaba en mi país y en mi casa.

A las doce de la noche de un 11 de septiembre (aniversario del golpe de Estado en Chile) me ingresaron en el Hospital Materno Infantil, hoy Hospital Escuela. Un amigo exdirigente estudiantil, quien hacía su internado, ofreció estar pendiente de mí. En la práctica, no pudo hacer otra cosa que saludarme con la mano desde la ventanilla, y velar desde afuera, supongo. Fueron otros médicos los que nos atendieron a un grupo de parturientas, entre ellas una niña de catorce años. Había gritos por todas partes, y los médicos y las enfermeras hacían chistes, diciendo que estábamos pagando el gusto que nos dimos en las navidades del año anterior.

Yo, otra vez ingenuamente, había estado leyendo sobre el “parto sin dolor”, y pensé que con estar mentalizada sería suficiente. Resistí unas horas, pero no soporté más cuando el médico metió su mano en mi vagina para romper la fuente y acelerar el parto. Aun ahora puedo gritar fuerte cuando me lo propongo, así que me imagino que mis alaridos estuvieron entre los más destacados del concierto. Ya uno de los residentes jóvenes había previsto que mi parto tendría que ser por cesárea, porque soy bajita y de caderas estrechas, pero el médico jefe se empeñó en que tenía que ser “natural”. No fue sino hasta la aparición de meconio, signo de sufrimiento fetal, que el médico jefe entendió que la cesárea era inevitable.

No todo fue terrible, por supuesto. Entre los residentes de obstetricia se encontraba un antiguo conocido, Rigoberto, con quien habíamos sido compañeros en el grupo de teatro del Instituto Hibueras. Él me confortó diciéndome: “yo te voy a hacer la cesárea, vas a ver que no te va a quedar mal la cicatriz”. Sin embargo, el médico jefe se empeñó en que el estudiante no podía hacerla, y él mismo me practicó un corte vertical desde el ombligo hasta el pubis, como se acostumbraba en la época, que me dejó una cicatriz muy abultada, que solo se suavizó con el tiempo. Mi hija nació a las doce del mediodía de un 12 de septiembre, gritando a todo pulmón, con su cabello como bandera, y lo primero que hizo cuando la pusieron sobre la camilla fue darse vuelta, como presagio de lo valiente y obstinada que sería en lo adelante.

Parir era la parte fácil, como lo sabe toda mujer que ha pasado por esa experiencia. Después vinieron las noches interminables de desvelo, el quedarme dormida dando de mamar, la pila de pañales sucios, todo ello acompañado del dolor de la cesárea. Fue como si un tren me hubiera pasado encima. No, no fue agradable en lo absoluto. Le doy el crédito a Marlom, el padre de mi hija, porque me acompañó y asumió sin reservas toda la carga, salvo dar de mamar, porque no podía. No es un hombre ni un padre perfecto, porque nadie lo es, pero mientras convivimos lo dio todo con la mejor voluntad, especialmente en esa época.

Así que no, esa no fue una experiencia maravillosa. Pero hay algo que sí es maravilloso. Con todos mis tropiezos, por alguna razón mi única hija es inteligente, hermosa, valiente, perseverante, estudiosa, esforzada, sensible y de buen corazón. Creció casi sin que me diera cuenta y es ahora mi mejor amiga, la que está pendiente de mí, la que sabe lo que me llega al alma; y, mejor aún, sabe ser ella misma, luchar por sus propios sueños. Desde niña ha enfrentado adversidades y agresiones, ha sabido disfrutar cada etapa de su vida y asumir cualquier desafío. Ella no necesita copiar lo que yo soy, no es una versión de mí; es una mujer independiente que me hace cada día no solo quererla, sino también admirarla.

En esta fecha celebro dos vidas: la de mi hija Andrea y la de mi padre Ventura Ramos, “Tata” para la familia, que nos dejó físicamente el 12 de septiembre de 1992. Sé que estaría muy orgulloso de ver los logros de la “mapachina”, como la llamó cariñosamente alguna vez, por su costumbre, cuando bebé, de ver el mundo recostada en mi hombro, de tal manera que solo asomaban sus ojos grandes y oscuros.

Feliz cumpleaños, Andrea María. No sabés lo orgullosa que me siento de verte fuerte, empoderada y noble, de compartir y aprender de vos en este recorrido. Ese es el significado de que yo te diga “mami” más veces de las que te digo “hija”, porque los papeles se entrecruzan e intercambian, y mi experiencia de vida se enriquece con la tuya.

Tu mami.

12 de septiembre de 2018.

Publicado en la revista digital de letras y artes La Zebra, septiembre de 2018.

27 de febrero de 2019

La niña que nació para ser poeta

Por: Ligia Aguilar*


Artículo leído por la autora en la presentación de La niña que nació para ser poeta: Clementina Suárez, durante la Feria del Libro organizada por el CCET de Tegucigalpa en abril de 2018, y publicado en Diario La Tribuna, sección "Habitaciones Propias", dirigida por la escritora hondureña Jessica Isla.


Cartel de La niña que nació para ser poeta, para la feria del libro organizada
por el Centro Cultural de España en Tegucigalpa, abril de 2018.

No recuerdo exactamente la primera vez que escuché el nombre de Clementina Suárez. Posiblemente mi madre o padre, ambos educadores y lectores pudieron leerme un poema o hablarme de ella. O tal vez fue uno de los docentes de mi vida escolar que me invitó a conocer a la aclamada escritora hondureña. Realmente no lo recuerdo. Lo que sí quedó muy bien grabado en mi memoria es que solo la evocación de su nombre estaba revestida de un enigma especial, de una serie de episodios de su vida personal, que de una u otra forma se convirtieron en un tipo de leyenda urbana. Más tarde, ya adulta y con un interés particular en mujeres hondureñas destacadas, me puse la tarea buscar información de este intrigante personaje. Para mi grata sorpresa, encontré en una de las librerías de la ciudad,  el libro El retrato en el espejo, de Janet Gold, un ensayo biográfico y literario en torno a la vida de Clementina Suárez, el cual sirvió de referencia principal para el libro que estamos presentando el día de hoy, La niña que nació para ser poeta: Clementina Suárez, de la escritora hondureña María Eugenia Ramos.

Este libro hace parte de la colección Pispizigaña de la Editorial Guaymuras, bajo el género de biografía infantil y escrito de forma magistral, a mi criterio, por María Eugenia. Quisiera abordar la relevancia de este obra desde dos perspectivas: una estrictamente pedagógica y otra desde una mirada feminista.

Desde el ámbito de la pedagogía, tenemos en el país una deuda histórica con la niñez hondureña, pues por un lado, desde la Convención de los Derechos de Niñez, ratificada por Honduras en 1990, la niñez tiene derecho a tener acceso a literatura e información general sobre su cultura, su identidad y su historia, y para nuestra preocupación, los libros de literatura infantil, escritos por autoría hondureña son muy pocos y por otro lado, debemos valorar su calidad estética y literaria. (Tengo en mi poder, una colección privada de libros de literatura infantil hondureña que no supera los 60 títulos). También,  la evidencia científica es contundente en cuanto a que acceso a la literatura local es fundamental para facilitar el desarrolla de la competencia lectora. Particularmente desde el enfoque sociocultural del aprendizaje de la lectura, se observa la demanda de que la niñez esté expuesta al lenguaje y entorno que reconoce, tanto en el texto escrito como en las ilustraciones o imágenes que le acompañan. Es decir, cuando se reconoce la cotidianidad del texto escrito, el lenguaje común de su ciudad o pueblo facilita la comprensión de la lectura, pues el lenguaje cobra sentido al trascender de la escuela a las prácticas sociales de la familia y la comunidad.

La evidencia científica es contundente en cuanto a que acceso a la literatura local es fundamental para facilitar el desarrolla de la competencia lectora. Particularmente desde el enfoque sociocultural del aprendizaje de la lectura, se observa la demanda de que la niñez esté expuesta al lenguaje y entorno que reconoce, tanto en el texto escrito como en las ilustraciones o imágenes que le acompañan. Es decir, cuando se reconoce la cotidianidad del texto escrito, el lenguaje común de su ciudad o pueblo facilita la comprensión de la lectura pues el lenguaje cobra sentido al trascender de la escuela a las prácticas sociales de la familia y la comunidad.

Desde la mirada feminista, consideramos que todos y todas debemos leer sobre la aclamada escritora, porque sin duda, la calidad de su obra poética no solo es valorada por nuestra gente, sino también por lectores y lectoras internacionales ya que Clementina es su obra. Sin embargo, estoy muy segura que muchos de ustedes escucharon hablar de Clementina Suárez, aquella leyenda urbana, aquella mujer que vivió su vida de acuerdo a sus normas y a sus creencias. Pues es aquí donde valoro enormemente el aporte feminista del porqué María Eugenia, logra desde este libro exquisito, contarnos sin sobresaltos, sin morbo, sin pecado, las decisiones que Clementina tomó en su vida: viajar, navegar, leer, soñar, vivir y sobre todo construirse a sí misma. Es pues, este libro un dispositivo cultural, a mi criterio, poderoso para la niñez, para la juventud hondureña, que puede ver en sus mejores hombres y mujeres, un ejemplo a emular, este libro también es también una herramienta de empoderamiento, de fortaleza y de libertad. Clementina siempre supo, desde muy niña, que iba a ser diferente y sin duda lo fue.

Termino invitándoles a adquirir siempre de la misma autora, La maestra Choncita, el recuento biográfico de Visitación Padilla para la niñez. En este libro, me enteré que por sus méritos y de forma oficial en el año 2008, el Congreso Nacional la declaró heroína nacional. Paradójicamente, hoy en día, una década después, Visitación Padilla está ausente de los murales cívicos en los centros educativos en el mes de septiembre, poniendo de manifiesto la invisibilización de esta beligerante mujer política.

_____________________
*Ligia Aguilar. Tegucigalpa (1973). Máster en Educación, Eficacia y Mejoramiento Escolar, por la Universidad de Groningen, Holanda. Licenciada en Letras y Lenguas Inglesas de la Universidad Pedagógica Francisco Morazán. Actualmente es la Oficial de Educación para la Fundación Infantil Pestalozzi, con casa matriz en Suiza. Se ha desempeñado como subdirectora y gerente técnica del Proyecto Educación implementado por los Institutos Americanos de Investigación AIR, que se ejecutó en 120 municipios de Honduras.

22 de febrero de 2019

¿El cumpleaños de qué patria?

Foto: UNAH Estudiantes
Son casi las cinco de la tarde del 15 de septiembre y aún no ha terminado el desfile de estudiantes de educación básica y media, obligados por “órdenes superiores”, como diría el poeta José González, a hacer un recorrido interminable soportando el rigor del clima, el hambre, el cansancio, todo para ganarse puntos acumulativos en el marco del tinglado que cada año se monta para celebrar lo que se denomina “fiesta cívica”, “cumpleaños de la patria” y otras frases hechas con las que se evita reflexionar sobre el verdadero significado de la efeméride.

Desde muy temprano se hace énfasis en el carácter militar del ceremonial, con los tradicionales veintiún cañonazos distribuidos entre las seis de la mañana, doce del mediodía y seis de la tarde, a los que pronto se agrega el ruido ensordecedor de los aviones caza sobrevolando las ciudades, los helicópteros de vigilancia, los paracaidistas, todo lo cual remite a un país en estado de sitio. En las actuales circunstancias, no faltan además el registro humillante de niños y niñas en la entrada del Estadio Nacional, como si se tratara de terroristas, y los gases lacrimógenos arrojados contra quienes se atreven a organizar desfiles paralelos.

Para completar el carácter patriarcal y falto de valores ciudadanos de la forma de conmemorar la separación de Centroamérica de España, cada banda de guerra (nótese la transparencia de la denominación) lleva palillonas ataviadas y maquilladas para estimular el morbo masculino. Los medios de desinformación, que no de comunicación, lo resaltan con frases como “las palillonas del instituto X dan una probadita de sus encantos”, frase real leída en el cintillo de un noticiero en uno de los canales de televisión de mayor audiencia y menor profesionalismo.

Este es el espectáculo común que cada año se organiza desde el gobierno, contando con la complicidad de las autoridades de centros educativos y la asombrosa pasividad de docentes, padres y madres de familia, salvo raras excepciones de estudiantes y docentes que se arriesgan a ser objeto de represalias. Sin embargo, este año la mascarada resulta aún más evidente cuando se contrasta con los asesinatos de niñas, niños y jóvenes cometidos en total impunidad por grupos paramilitares, con la complicidad manifiesta del Estado en tanto que no hay investigación ni mucho menos sanción de los perpetradores.

El hecho de que algunos de los jóvenes asesinados hayan participado en protestas antigubernamentales y posteriormente fueran sacados violentamente de sus casas por hombres provistos de uniforme y equipamiento policial, para posteriormente aparecer asesinados y con signos de tortura, deja un mensaje claro. La disidencia se reprime con judicialización, como en el caso reciente de estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, pero también con la muerte. El retroceso de Honduras en materia de democracia y derechos humanos es enorme; hemos regresado a la década de los ochenta, mucho antes de que nacieran los niños y niñas que ahora son asesinados.

Algunas y algunos nos preguntamos entonces: ¿cuál es la patria? ¿Es la de los discursos adulcorados con los que nos anestesian cada 15 de septiembre? ¿Es la de un general Francisco Morazán del que se exalta el militarismo, pero se anula su visión en cuanto a, por ejemplo, la educación laica? ¿Es la de una clase política desgastada y desautorizada por su responsabilidad en la corrupción, el fraude, el saqueo de las instituciones? ¿Es la de una jerarquía eclesiástica que no duda en utilizar la religiosidad popular para justificar sus propios abusos y complicidades?

Es fácil caer en el desaliento cuando nos damos cuenta de que toda nuestra visión de patria e identidad ha sido construida sobre falsos imaginarios. Lejos de ser un país bucólico de montañas e iglesias blancas, como lo pintan las estampas, somos un país signado por la violencia, pero la versión oficial lo niega porque decir la verdad espantaría al turismo. No es casual que decenas de miles de compatriotas hayan tenido que emigrar, mientras otra parte de la población sobrevivimos aferrándonos a la esperanza de poder cambiar una situación que cada día se agrava más.

¿Hacia dónde ver entonces en estas circunstancias? La respuesta siempre ha estado aquí, sobreviviendo como flor en el cemento, asfixiada a veces por la institucionalidad. Y no es casual la imagen de la flor, porque es precisamente en el arte y la literatura ejercidos a conciencia, en el incipiente cine, en las luchas de las mujeres, de las y los jóvenes, de las comunidades y pueblos indígenas que defienden sus recursos naturales, de los colectivos que apuestan contra la homofobia y la misoginia, en toda búsqueda que desafíe la comodidad de la mentira oficial, que se pueden encontrar las visiones y asideros que necesitamos para no conformarnos con sobrevivir, sino construir un país que podamos llamar nuestro.

"El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot", o la ilusión de escribir en un país malogrado

De izquierda a derecha, las escritoras Carolina Torres, Jessica Isla,
María Eugenia Ramos, y el escritor Gustavo Campos, en las instalaciones
del Centro Cultural de España en Tegucigalpa.

«[Sus] cuentos (...) [son] siempre un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos, autobiografías revisadas que le van descubriendo poco a poco lo que él mismo es, nunca nada es directo, uno tiene que desenvolver el cuento, muñeca rusa, caja de sorpresas». Estas palabras, escritas por Elena Poniatowska a propósito del trabajo del recientemente fallecido escritor veracruzano Sergio Pitol, calzan muy bien para describir las técnicas narrativas que Gustavo Campos despliega en El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot.

Cuando me aproximé a la obra por primera vez, en la versión original que obtuvo el premio centroamericano de novela convocado por la Sociedad Literaria de Honduras, pensé que me encontraba frente a una colección de relatos, pero —y me disculpo por el prejuicio— no pensé que fuera realmente una novela. Afortunadamente, Gustavo me pidió que se la diagramara para hacer una autoedición, en vista de las dificultades que siguen existiendo en Honduras en el campo editorial. Y en el ejercicio de diagramar, trabajo que me apasiona, pude leerla desde otra perspectiva, valoré el esfuerzo que como autor implica trabajar en una propuesta novedosa y, sobre todo, la disfruté enormemente.

Durante el proceso de maquetación, que duró varios días porque sobre la marcha se hicieron cambios sustanciales, intercambiamos decenas de mensajes con Gustavo, y le escribí varios solo para contarle que estaba riéndome a carcajadas mientras leía alguno de los capítulos. En un país signado por la corrupción, la violencia, la pobreza, la misoginia, la homofobia y la estupidez sin límites de quienes nos desgobiernan, reírse es un imperativo para seguir viviendo. Y por eso quiero apuntar la que, en mi opinión, es la primera cualidad de este libro, y a la vez uno de sus ejes transversales: el humor. El autor se ríe y nos hace reír de él mismo, de las vicisitudes de su alter ego, el «famoso» escritor Eduardo Ilussio, y del hecho —mejor dicho, la ilusión— de querer ser escritor y vivir como tal en un país donde la sensibilidad se considera un defecto.

Ello no significa que se trata de una comedia; sería, en todo caso, una tragicomedia, pues junto con los motivos para reír están presentes las razones para indignarnos. Gustavo no teme hacer uso de una variedad de recursos para que recordarnos esa brutal realidad de la que somos parte, incluyendo la nota periodística, datos estadísticos, recuentos de presentaciones de otros libros, la recapitulación minuciosa y con fechas de los asaltos de que ha sido objeto en San Pedro Sula, que no hace mucho era la ciudad más violenta del mundo.

Como ejemplo de este ir y venir entre la imaginación y la realidad, en el primer capítulo el «famoso escritor» da una conferencia en una universidad desconocida, responde con ironía las preguntas de los periodistas, confiesa que cambió de nombre para evitar a los acreedores, a la pregunta de qué prefiere, si leer o escribir, contesta que cocinar, y, sobre todo, que escribe para dejar de escribir.

Todo muy ajustado a nuestra realidad —aunque también es parodia de otras ficciones—, solo que en clave de humor: nuestras universidades, a pesar de sus pretensiones académicas, son desconocidas en el mundo, los acreedores nos persiguen, quienes escribimos somos personas de carne y hueso que no siempre nos podemos dar el lujo de dejar de comer para adquirir libros.  En medio de estas realidades presentadas desde la ironía, un periodista pregunta si es cierto que a los escritores no les gusta trabajar, y Eduardo Illusio se convierte en Gustavo Campos para dar una apasionada respuesta de página y media con cifras sobre la industria del libro en Honduras, comparándolas con el resto de Centroamérica, y denunciando la falta de políticas culturales del Estado.

Justo cuando podríamos empezar a preocuparnos porque tanta cifra podría conllevar aburrimiento, hay una amable referencia en clave de broma al grupo de teatro y música Pandas con Alzheimer, sin mencionarlos explícitamente, y cito: «—¿Qué tan cierto es el rumor de que usted ha besado pandas? —Aunque usted no lo crea son muy amigables (responde Illusio). Pero lo más increíble es que padecen de Alzheimer, gracias a ello me ahorro futuros reclamos derivados de nuestros affaires. También he besado mujeres cocodrilo». Y con ello encontramos otro eje transversal de la novela: los vínculos de su autor con los círculos literarios y artísticos de Honduras, incluyendo menciones de autores y obras concretas.

Finalmente, un tercer eje transversal de la novela es la metaliteratura, una constante en la obra de Gustavo Campos. Sin embargo, en este libro la novedad es que, gracias al humor, los personajes, no solo de la literatura, sino también del cine y de la ciencia, como se aprecia en más de un capítulo, cobran vida propia y el texto se libera del lastre de la pedantería. Campos no solo cita a grandes creadores universales de la literatura y el cine, sino que lo hace a través de sí mismo, como poeta, como narrador y como ensayista. Por ejemplo, Madeleine le escribe cartas a su padre (es decir, Gustavo, autor del poemario Bajo el árbol de Madeleine) y los meidosems, seres espectrales dibujados por el poeta belga Henri Michaux, que ya antes habían aparecido en los relatos de Gustavo Campos publicados con el título de Katastrophé, reaparecen filtrados y digeridos para formar parte de un desfile alucinante en el que todo es imaginación y al mismo tiempo todo es real. Este ejercicio metaliterario da pie al título e hilo conductor de la obra, un libro apócrifo del que Gustavo da aquí y allá páginas al azar, como se titula uno de los capítulos. Es el azar también, aparentemente, lo que conduciría el texto y la lectura; pero debajo subyacen hilos que se enredan y desenredan para desembocar en una arquitectura literaria de múltiples niveles.

Acertadamente ha dicho el narrador hondureño Dennis Arita: «El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot es una obra insólita en la literatura hondureña: es una miscelánea que salta del cuento al diario, del diario al poema, del poema al fragmento que resulta imposible clasificar, pero incluso al entrar en esos territorios de la escritura no lo hace de la manera acostumbrada. El texto es "una sucesión, un gesto, pero jamás una novela", se nos advierte al comienzo de "Vidas posibles", segunda sección del libro. Y su autor busca escribir algo más que una novela: quiere transgredir, mediante la numeración aparentemente caprichosa de ciertas páginas, por ejemplo, el propio acto de redactar un libro. Gustavo Campos alcanza con Hocquetot una meta que parece imposible: crear un texto en perpetua transformación».

De alguna manera, yo no estaba equivocada cuando en una primera lectura de esta obra pensé hallarme frente a un conjunto de relatos. Cada capítulo se puede leer de forma independiente porque tiene vida propia, aunque Illusio es un personaje recurrente en la mayoría. Pero tampoco se equivocó el jurado calificador que le otorgó un premio centroamericano de novela en 2016. Es una novela, es un conjunto de relatos, es un testimonio en clave tanto de humor como de escepticismo y desesperanza. Lo que yo consideré un defecto cuando leí el texto la primera vez, en realidad es su mayor cualidad. Gustavo, que escribe para dejar de escribir, escribió no solo una novela, sino un texto que encaja en múltiples definiciones y a la vez en ninguna.

Zambullámonos, pues, en la aventura que nos propone Gustavo Campos, bajo la advertencia de que en este libro no solo encontraremos personajes conocidos y conoceremos a otros nuevos, sino que, además, corremos el riesgo de encontrarnos a nosotros mismos, convertidos en actores de una obra bufa con dimensiones de tragedia universal.

Tegucigalpa, 22 de abril de 2018.

30 de agosto de 2015

30 de agosto, Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas

Foto: Conexihon 

Una larga playa


...la larga playa de la espera...

Gioconda Belli


Hermanos, de ustedes
yo no conozco nombres
ni la forma de andar
ni los amores
grandes o pequeños.

Solo esta muerte
esta estrella incendiada
que me arde desde lejos
esta ola de sangre
que me empuja
contra los arrecifes
de tiempo y agua.

Estoy aquí
obligada a guardar la verdad
avariciosamente para mí sola
aunque ustedes me enseñaron
que es necesaria para todos
como el pan y la luz
de los domingos.

Siempre nos han vendido las promesas.
Al fin hemos aprendido
que la felicidad tiene su plazo.
Con la sangre de ustedes
hemos pagado la primera cuota.


María Eugenia Ramos


De Porque ningún sol es el último, Ediciones Paradiso, Tegucigalpa, 1989.

Leer y descargar el libro completo aquí


24 de mayo de 2014

De visita en "Tinta y Letras"

Tinta y Letras es el nombre del programa que la Librería Universitaria de la UNAH transmite por RDS Radio, todos los miércoles de 6 a 7 p.m. Se puede escuchar en línea en RDS Radio; por cierto que por tratarse de una emisora comunitaria perteneciente a la Red de Desarrollo Sostenible tiene una programación alternativa muy variada y orientada a los temas de cultura, participación y construcción de ciudadanía, entre otros por lo general ignorados en la radiodifusión comercial.

Bajo la conducción del joven y versátil director de la Librería, Guillermo Brune, y con la colaboración de su también joven asistente Olvin Almendárez —en este caso la juventud no solo es un dato cronológico, sino una práctica actitudinal—, el programa no se limita a enlistar las novedades de la librería ni a divulgar sus actividades, sino que ofrece información y entretenimiento relacionados con la cultura del libro y la literatura universal. Sin necesidad de haber estudiado periodismo, literatura o publicidad —Brune es ingeniero industrial y Almendárez biólogo—, estos muchachos aprovechan la radio para expandir la visión refrescante de la Librería Universitaria en su actual etapa, gestionando material de buen gusto y promocionando el quehacer cultural desde adentro

Así, no es de extrañar que me haya sentido honrada por la invitación que me hicieron para participar como entrevistada en el programa. Olvidé que tenía un micrófono enfrente y me sentí muy cómoda, conversando con un par de buenos amigos que a la vez son muy buenos lectores de narrativa. Me gustó tanto la experiencia que, a riesgo de caer en el narcisismo, o tal vez más bien aceptando el narcisismo subyacente en todo acto de escritura, gestioné el archivo de audio y lo comparto aquí. Dura una hora, pero por fortuna no tendrán que escucharme solo a mí; también tiene muy buenos clips de Gabriel García Márquez y Jorge Drexler, entre otros.  

25 de julio de 2013

Análisis psicoanalítico de la obra de María Eugenia Ramos

Mujer saliendo del psicoanalista,
obra de Remedios Varo.
Haciendo una búsqueda sobre análisis literario psicoanalítico en Honduras me encontré con este estudio sobre mi obra preparado por la médica psiquiatra Alejandra Munguía Matamoros como trabajo para la clase de Métodos de Crítica Literaria II, mientras cursaba la licenciatura en Letras en la Universidad Pedagógica Nacional, grado que por cierto ya obtuvo y con honores. 


Aunque no necesariamente coincido con todas las inferencias y conclusiones del estudio, me pareció interesante y por eso lo transcribo literalmente, con la ortografía y redacción originales, tal como aparece en el sitio buenastareas.com. Nótese que el trabajo fue elaborado en 2010, así que algunos datos ya no están vigentes. 



Análisis psicoanalítico de la obra de María Eugenia Ramos 

Introducción:

El Psicoanálisis ha ejercido una doble influencia sobre la literatura contemporánea: Ha dado nuevas vislumbres al lector y al crítico literario, y ha abierto al escritor la comprensión de nuevos ámbitos. En consecuencia, la crítica ha descubierto nuevas direcciones; el teatro, la poesía y la novela tienen, los tres, nuevos materiales y nuevos útiles para aprovechar esos materiales. (1)
El propio Freud se interesaba por la poesía, las obras de teatro y las novelas y obtuvo muchos atisbos gracias a su estudio de obras literarias. En documentos como “El poeta y la fantasía”, Freud analiza las fuentes de la capacidad creadora y, en especial, el misterio de la interacción entre el escritor y el lector. Además que él mismo, fue un maestro de la prosa alemana, ya que recibió el Premio Goethe. El enfoque de él para los poetas era que a través de la poesía, canalizaban su neurosis; sin embargo los psicoanalistas contemporáneos no están de acuerdo en eso, ya que la poesía no sólo es capaz de expresara patología. (1,2,3)
En síntesis, sí es importante la relación que existe en entre el psicoanálisis y la literatura y ese es el objeto de este estudio.

Biografía:

María Eugenia Ramos Suazo, nació en Tegucigalpa M.D.C, el 26 de noviembre de 1959. Su padre fue el maestro de generaciones en el periodismo hondureño, don Ventura Ramos y su madre es la señora Eugenia Alicia Suazo. Comenzó a escribir desde los 5 años. Tenía 9 años cuando el escritor Medardo Mejía le publicó un cuento en la revista Ariel. Se llamaba Quink, basado en los cuentos de hadas. (4).
En la adultez joven escribió: Porque ningún sol es el último. Estudió en la Escuela Normal de Tegucigalpa, posteriormente en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, la carrera de Letras, con orientación en Literatura. En todos esos años fue dirigente estudiantil y obtuvo primeros lugares en concursos de oratoria y en teatro, como mejor actriz. En 1978 obtuvo el primer premio en la rama de poesía en el certamen literario: “Independencia Nacional”, auspiciado por el Banco Atlántida. El otro premio al que se hizo acreedora fue por el bicentenario de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. (4,5,6)
Su poesía está reunida en su libro; Porque ningún sol es el último. Ediciones Paradiso, Tegucigalpa, 1989. Ha tenido apoyo y reconocimiento de grandes poetas como ser: José Adán Castelar, Rigoberto Paredes, Helen Umaña y Clementina Suárez, quien le prologó su libro. Su obra ha sido incluída en una antología bilingüe francés-español de poesía hondureña publicada por Ediciones Patiño, Suiza, en 1997. (4,5)
Fundó la Editorial Guardabarranco junto a su esposo; la cual surgió para la promoción y difusión de la creación literaria y artística de jóvenes creadores; sin embargo al separarse de él, ella ya dejó de trabajar en ese proyecto que tenían en común. (6)
Posterior a varias pérdidas en su vida, comenzó a presentar cuadros depresivos, los cuales se ven reflejados en algunas de sus obras, las que describiremos posteriormente.
Tiene un libro de cuentos llamado: Una cierta nostalgia.
Colabora con las páginas de opinión de Diario El Heraldo y con la Revista Vida, suplemento del mismo diario, dirigido por el poeta Oscar Acosta, quien la reprendía porque había dejado de escribir y eso la impulsaba a seguir.(4)
Actualmente labora en el Comisionado Universitario de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras y está vinculada con varios proyectos de jóvenes poetas en San Pedro Sula. (6)

Análisis Psicoanalítico:

Comenzaremos mencionando el hecho que en esta escritora tuvo una influencia determinante su padre, quien era periodista y maestro de generaciones. En este punto encontramos entonces un principio psicoanalítico que son las relaciones objetales: Cuando nos referimos a Objeto, queremos decir que es “algo” con lo que se puede satisfacer la pulsión o deseo. Y esta relación con los objetos, establece los primeros intercambios del niño con el mundo. Según René Spitz, quien identificó los tres marcadores sociales en la vida de un niño o niña, que son: La sonrisa social (2 meses), Identificación de extraños (8 meses), la presencia del “NO” (2 años); a partir del segundo marcador social (identificación de extraños), ya el niño o niña tienen introyectada (tienen un concepto claro de la existencia de fuente primaria de afecto) la figura materna y paterna. En este caso, impresiona que la figura determinante fue la paterna (asociado a los cuidados, ejemplo y sobre todo a la información que la misma madre de la escritora le brindaba a ella sobre su padre). (7)
Margaret Mahler, nos habla de un “autismo normal”, el cual está dado entre el nacimiento y los dos meses de vida; en este período el niño o niña está en su propio mundo, sólo interesándole que le sean resueltas sus necesidades vitales y es en este hecho en el que también se centra Melanie Klein, ya que se “introyecta” (formar un concepto) de lo que es el “seno bueno” y el “seno malo”. Este dato, aparentemente en la vida de la escritora estuvo bien satisfecho por parte de su madre. (8)
Continuando el análisis, encontraremos que la figura central para la obra poética de María Eugenia Ramos, fue su padre y esto desde el punto de vista psicoanalítico, implica la persistencia de un Complejo de Edipo, el cual es manifiesto por la vocación y ocupación de la autora. Cuando hablamos de Complejo de Edipo, nos referimos al hecho, que según las etapas psicosexuales de Freud, entre los 5-7 años, es normal que el niño se “enamore” de su madre y la niña de su padre; ya que entre los 3-5 años, ocurrió la etapa de identificación de género. (Conflictiva en el caso de la homosexualidad).
Entonces, cuando esta etapa persiste en la vida adulta, se observan formas “aceptables” de acercamiento con el padre; en este caso, a través de la actividad literaria. (9)
En la biografía de Ventura Ramos Alvarado, encontramos que fue Maestro de Educación Primaria y Periodista autodidacta, siendo el director del Editorial del periódico Tiempo por trece años y observamos en la línea de vida de María Eugenia algo similar: Estudió en la Escuela Normal Mixta, egresando como Maestra de Educación Primaria y se ha dedicado a actividades periodísticas e inclusive apoyaba al poeta Oscar Acosta en el suplemento vida de el diario El Heraldo.
En el poema Retrato, habla claramente de su padre y así mismo lo expresa: “Así era mi papá a esa edad, nunca cambió, siempre creyó que Honduras podía ser un país mejor”.

RETRATO 
En este país
vive un viejo de ochenta años,
enfermo, casi sordo,
lleno de rituales y de afectos.

Con su andador de niño
va de su cuarto al comedor,
pelea con su mujer y con las nietas,
va al patio, regresa.

Desde su escritorio
sueña con un país mejor,
el verdadero,
se conmueve, se indigna
y con la furia de su espera
lanza páginas en llamas
contra los enemigos de la patria.

Freud sostenía que los seres humanos nos movemos en un vaivén entre dos principios: El de la vida (Eros) y el de la muerte (Tanatos) y que dependiendo de las circunstancias de la vida, es que hay cercanía hacia uno u otro extremo. Explica que las conductas autodestructivas (beber, fumar, comer, en exceso, “chivear”, estar en relaciones de pareja patológicas, entre otras cosas), nos acercan al principio de la muerte; pero que el estar pleno, satisfecho con lo que se hace y realizando actividades para crecer; nos acerca al principio del Eros o vida. (9).
Esto es importante mencionarlo, porque en la autora se reflejan en diferentes momentos de su vida: En su poema Ausencia, refiere que es autobiográfico, ya que tuvo que salir del país, por razones políticas y familiares (en la época de los 80) y sentía nostalgia por su tierra, lo cual a través del análisis de Freud, estaría acercándola al polo o extremo de tanatos:

AUSENCIA 
Alguien se fue
y dejó todos los cuadernos
abiertos en la página 21,
servidos el café
y los frijoles
en la mesa,
caliente
la cama sin hacer,
el perro
esperando su comida,
una cita de amor
puesta a secar en la ventana
y en los vacíos del ropero
el olor de los sueños.

Aquí se evidencia lo ya mencionado: La tristeza por las pérdidas, que en términos psicoanalíticos, es una reminiscencia de la pérdida del objeto primario de amor: La madre o cuidador primario: Por ello son tan importantes los primeros tres años de vida de un niño o una niña, porque es en ese período de tiempo en el que se forma la personalidad y se introyectan las figuras parentales. En este caso se observa que la escritora las tiene bien cimentadas. Añora el calor de hogar (café, frijoles, mesa caliente, cama sin hacer, etc). Y los placeres de la vida (cita de amor). Incluso ella en la entrevista que se le realizó, menciona ese hecho, que le gusta disfrutar la vida y lo hace tomándose un buen café, paseando, leyendo, etc. Con pequeñas cosas y pequeños momentos. (8)
Las ideas revolucionarias que ha tenido la escritora, son un proceso propio; pero además de identificación con su padre, ya que él tuvo influencia Marxista y esto se observa en los poemas Base U.S. Army y De este país y de estas gentes.
U.S. ARMY 
Nadie conoce el volcán
pero todos saben de su existencia.
Allí donde la neblina es más densa
y una angustia de hierro
oprime los pulmones,
los omnipotentes señores de la tierra
multiplican los alambres de púas
para que ningún pájaro osado
pueda traspasar esa vergüenza.

Freud también habla sobre los impulsos sexuales y agresivos; y los matices que ambos pueden tener, en el sentido que la sexualidad no siempre puede ser expresada como tal, por lo que puede canalizarse en actividades placenteras como comer, pasear, bailar, contar chistes, viajar, reír, JUGAR (esta última es, según Freud, una de las primeras manifestaciones de vivencia sexual). En el poema SUEÑO, observamos este hecho claramente:
SUEÑO 
Anoche me acosté
pensando en soledades
y en ruedas de molino,
pero por la mañana
tuve un sueño gracioso
y me despertaron los pasos
de mi propia risa.

Poco a poco, nos vamos acercando a la etapa adulta de la escritora, la cual está llena de eventos cotidianos que cuando son negativos pueden llevar a crisis existenciales y a pasar al extremo del tanatos (muerte) y por ende desarrollar cuadros emocionales, como la depresión, y se pueden observar algunos signos en su poema Elegía:

ELEGÍA 
Aunque sea igual que siempre 
y quisiéramos decirle a un ser humano
“hermano, te amo tanto”
cuando ya no puede escucharnos;
aunque la impotencia nos convierta
en árboles vacíos
igual que si un rayo nos tocara,
quién sabe cuanto tiempo
andaremos buscando,
regando los rincones
como si esperáramos
que germinen semillas,
hasta que un día
nos deslumbre la certeza
de que ellos están vivos
y nosotros somos los muertos.

Freud realiza importantes aportes a la literatura, en lo que él llamó: “Psicoanálisis aplicado”.
Freud, al advertir el papel decisivo que desempeña en el varón el deseo de poseer en exclusiva a su madre y de eliminar al padre rival, recordó el antiguo mito de Edipo y descubrió que los mismos conflictos psíquicos que había hallado en los individuos se encontraban en manifestaciones colectivas del espíritu, como los mitos de los pueblos. A este carácter universal del mito se debe el análisis de su existencia en el arte dramático y épico. En la escritora, lo observamos en sus poemas dedicados al país. (1,10)
En la Interpretación de los sueños, relacionó los mitos con los sueños, señalando que ambos revelan sentimientos demasiado dolorosos para nuestra conciencia. La escritora relata en la entrevista realizada, que soñaba con su padre o que estaba en otro lugar, donde había justicia, entre otras cosas.
La psicobiografía es otro aporte de Freud a la literatura y en la escritora es evidente, como ya lo mencionamos anteriormente, varios poemas reflejan su partida del país, nostalgia, añoranza de su figura paterna, sueños, tristezas, etc. Es difícil, desvincular al autor de su obra, aunque eso es lo que debería poder hacer un buen escritor. (Según los expertos en literatura), aunque Freud defiende la psicobiografía de una forma extrema, ya que parte de que somos un solo individuo y que no nos podemos fragmentar ni disociar; de hecho menciona los tres componentes del aparato psíquico: El SUPER YO (Las reglas morales, sociales, etc), El YO (El criterio de realidad) y el ID (Instintos sexuales y agresivos). Sostiene que tenemos que expresar esos componentes en alguna esfera de nuestra vida y que los escritores lo hacen a través de sus obras, que no implica necesariamente el haberlo vivido; pero sí el haberlo deseado y un ejemplo claro de ello, es Sor Juana Inés de la Cruz y el erotismo de sus poemas. En el caso de la escritora en estudio, encontramos que la mayoría de su obra está dominada por el SUPER YO y el YO; de hecho, no encontramos en la muestra de poemas estudiados, alguno con alusiones sexuales, lo cual no implica que no existieran. (1,2,10)
En cuanto a la psicobiografía, la escritora lo resume así: -¿Qué tanto expresa su obra sus vivencias? Y ella respondió: “todo”.
Ha publicado dos libros: Uno de poesía, el cual como ya observamos es autobiográfico y encierra una época temprana de su vida (albores de la adolescencia y adultez joven) en la década de los ochentas; y otro de narrativa en la década de los noventas, siendo un libro de cuentos, llamado: Una cierta nostalgia, con énfasis en lo oscuro, en la muerte, enfocando otra época en la vida de la autora (época de pérdidas: Fallecimiento de su padre, divorcio, etc); sin embargo lo interesante de esta obra, es que pese al ambiente lúgubre y sombrío de la autora, lo dedicó a su única hija, que actualmente tiene 23 años; es decir que en este libro de cuentos convergen: EROS y TANATOS.
Finalmente, podemos concluir que la escritora tuvo unas relaciones objetales adecuadas, identificación con su género, con persistencia del Edipo, con períodos de acuerdo a las circunstancias que oscilan entre el principio de la vida y el de la muerte, este último asociado a crisis existenciales y estados emocionales bajos y los de vida asociados a actividades lúdicas, de recreación y creativas como escribir.
En cuanto al aparato psíquico, no se observan muchas manifestaciones del ID (impulsos sexuales y agresivos), si no más expresiones del SUPER YO y del YO. (Reglas, análisis racional).
La escritora tiene predominancia del principio de la vida y actualmente lo está manifestando con proyectos asociados a poetas jóvenes en la ciudad de San Pedro Sula.
El psicoanálisis nos ayuda a entender las razones del por qué de las cosas; sin embargo no las define ni estigmatiza.

Bibliografía:
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7. Ramos V. Bibliografía facebook
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