De izquierda a derecha, las escritoras Carolina Torres, Jessica Isla, María Eugenia Ramos, y el escritor Gustavo Campos, en las instalaciones del Centro Cultural de España en Tegucigalpa. |
«[Sus] cuentos (...) [son] siempre
un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos,
autobiografías revisadas que le van descubriendo poco a poco lo que él mismo
es, nunca nada es directo, uno tiene que desenvolver el cuento, muñeca rusa,
caja de sorpresas». Estas palabras, escritas por Elena Poniatowska a propósito
del trabajo del recientemente fallecido escritor veracruzano Sergio Pitol,
calzan muy bien para describir las técnicas narrativas que Gustavo Campos
despliega en El libro perdido de Eduardo
Ilussio Hocquetot.
Cuando me aproximé a la obra por
primera vez, en la versión original que obtuvo el premio centroamericano de
novela convocado por la Sociedad Literaria de Honduras, pensé que me encontraba
frente a una colección de relatos, pero —y me disculpo por el prejuicio— no
pensé que fuera realmente una novela. Afortunadamente, Gustavo me pidió que se
la diagramara para hacer una autoedición, en vista de las dificultades que
siguen existiendo en Honduras en el campo editorial. Y en el ejercicio de
diagramar, trabajo que me apasiona, pude leerla desde otra perspectiva, valoré
el esfuerzo que como autor implica trabajar en una propuesta novedosa y, sobre
todo, la disfruté enormemente.
Durante el proceso de maquetación,
que duró varios días porque sobre la marcha se hicieron cambios sustanciales,
intercambiamos decenas de mensajes con Gustavo, y le escribí varios solo para
contarle que estaba riéndome a carcajadas mientras leía alguno de los capítulos.
En un país signado por la corrupción, la violencia, la pobreza, la misoginia, la
homofobia y la estupidez sin límites de quienes nos desgobiernan, reírse es un
imperativo para seguir viviendo. Y por eso quiero apuntar la que, en mi opinión,
es la primera cualidad de este libro, y a la vez uno de sus ejes transversales:
el humor. El autor se ríe y nos hace reír de él mismo, de las vicisitudes de su
alter ego, el «famoso» escritor Eduardo Ilussio, y del hecho —mejor
dicho, la ilusión— de querer ser escritor y vivir como tal en un país donde la
sensibilidad se considera un defecto.
Ello no significa que se trata de
una comedia; sería, en todo caso, una tragicomedia, pues junto con los motivos
para reír están presentes las razones para indignarnos. Gustavo no teme hacer
uso de una variedad de recursos para que recordarnos esa brutal realidad de la
que somos parte, incluyendo la nota periodística, datos estadísticos, recuentos
de presentaciones de otros libros, la recapitulación minuciosa y con fechas de
los asaltos de que ha sido objeto en San Pedro Sula, que no hace mucho era la
ciudad más violenta del mundo.
Como ejemplo de este ir y venir
entre la imaginación y la realidad, en el primer capítulo el «famoso escritor»
da una conferencia en una universidad desconocida, responde con ironía las preguntas
de los periodistas, confiesa que cambió de nombre para evitar a los acreedores,
a la pregunta de qué prefiere, si leer o escribir, contesta que cocinar, y,
sobre todo, que escribe para dejar de
escribir.
Todo muy ajustado a nuestra
realidad —aunque también es parodia de otras ficciones—, solo que en clave de
humor: nuestras universidades, a pesar de sus pretensiones académicas, son
desconocidas en el mundo, los acreedores nos persiguen, quienes escribimos
somos personas de carne y hueso que no siempre nos podemos dar el lujo de dejar
de comer para adquirir libros. En medio
de estas realidades presentadas desde la ironía, un periodista pregunta si es
cierto que a los escritores no les gusta trabajar, y Eduardo Illusio se
convierte en Gustavo Campos para dar una apasionada respuesta de página y media
con cifras sobre la industria del libro en Honduras, comparándolas con el resto
de Centroamérica, y denunciando la falta de políticas culturales del Estado.
Justo cuando podríamos empezar a
preocuparnos porque tanta cifra podría conllevar aburrimiento, hay una amable
referencia en clave de broma al grupo de teatro y música Pandas con Alzheimer,
sin mencionarlos explícitamente, y cito:
«—¿Qué tan cierto es el rumor de que usted ha besado pandas? —Aunque usted no lo crea son muy
amigables (responde
Illusio). Pero lo más increíble es que padecen de Alzheimer, gracias a ello me
ahorro futuros reclamos derivados de nuestros affaires. También he besado
mujeres cocodrilo». Y con
ello encontramos otro eje transversal de la novela: los vínculos de su autor
con los círculos literarios y artísticos de Honduras, incluyendo menciones de
autores y obras concretas.
Finalmente, un tercer eje
transversal de la novela es la metaliteratura, una constante en la obra de Gustavo
Campos. Sin embargo, en este libro la novedad es que, gracias al humor, los
personajes, no solo de la literatura, sino también del cine y de la ciencia,
como se aprecia en más de un capítulo, cobran vida propia y el texto se libera
del lastre de la pedantería. Campos no solo cita a grandes creadores
universales de la literatura y el cine, sino que lo hace a través de sí mismo,
como poeta, como narrador y como ensayista. Por ejemplo, Madeleine le escribe
cartas a su padre (es decir, Gustavo, autor del poemario Bajo el árbol de Madeleine) y los meidosems, seres espectrales
dibujados por el poeta belga Henri Michaux, que ya antes habían aparecido en
los relatos de Gustavo Campos publicados con el título de Katastrophé, reaparecen filtrados y digeridos para formar parte de
un desfile alucinante en el que todo es imaginación y al mismo tiempo todo es
real. Este ejercicio metaliterario da pie
al título e hilo conductor de la obra, un libro apócrifo del que Gustavo da
aquí y allá páginas al azar, como se
titula uno de los capítulos. Es el azar también, aparentemente, lo que
conduciría el texto y la lectura; pero debajo subyacen hilos que se enredan y
desenredan para desembocar en una arquitectura literaria de múltiples niveles.
Acertadamente ha dicho el narrador
hondureño Dennis Arita: «El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot es una obra insólita en la literatura hondureña:
es una miscelánea que salta del cuento al diario, del diario al poema, del
poema al fragmento que resulta imposible clasificar, pero incluso al entrar en
esos territorios de la escritura no lo hace de la manera acostumbrada. El
texto es "una sucesión, un gesto, pero jamás una novela", se nos advierte al
comienzo de "Vidas posibles", segunda sección del libro. Y su autor busca
escribir algo más que una novela: quiere transgredir, mediante la numeración
aparentemente caprichosa de ciertas páginas, por ejemplo, el propio acto de
redactar un libro. Gustavo Campos alcanza con Hocquetot una meta que
parece imposible: crear un texto en perpetua transformación».
De
alguna manera, yo no estaba equivocada cuando en una primera lectura de esta
obra pensé hallarme frente a un conjunto de relatos. Cada capítulo se puede
leer de forma independiente porque tiene vida propia, aunque Illusio es un
personaje recurrente en la mayoría. Pero tampoco se equivocó el jurado
calificador que le otorgó un premio centroamericano de novela en 2016. Es una
novela, es un conjunto de relatos, es un testimonio en clave tanto de humor
como de escepticismo y desesperanza. Lo que yo consideré un defecto
cuando leí el texto la primera vez, en realidad es su mayor cualidad. Gustavo,
que escribe para dejar de escribir, escribió
no solo una novela, sino un texto que encaja en múltiples definiciones y a la
vez en ninguna.
Zambullámonos, pues, en la aventura que nos propone Gustavo Campos, bajo la advertencia de que en este libro no solo encontraremos personajes conocidos y conoceremos a otros nuevos, sino que, además, corremos el riesgo de encontrarnos a nosotros mismos, convertidos en actores de una obra bufa con dimensiones de tragedia universal.
Tegucigalpa, 22 de abril de 2018.
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