23 de enero de 2011

Entre las cenizas

Foto: Yuri Villavicencio Fernández


Bajo los árboles, la cabaña abandonada asoma borrosa a la luz de la luna. En contraste con el fragor de la guerra que se libra cuarenta kilómetros al norte, el pequeño bosque está sumergido en una calma forzada, como un navío hundido bajo el agua. De repente, un rumor ahogado de cascos irrumpe de la sombra, se descuelga entre las ramas de los pinos y ahuyenta a los espíritus de los muertos que buscan cobijo entre las raíces húmedas. Cargando sus armas polvorientas y sus banderas rotas, un puñado de guerreros vencidos, leales al rey Pedro, regresan a su tierra, escoltando a Miguel, el príncipe heredero.Ante la cabaña abandonada, los hombres se detienen y celebran un breve conciliábulo. Poco después, la pequeña tropa continúa la marcha, pero cuatro jinetes desmontan y encienden antorchas. El de mayor edad, un noble de alto rango a juzgar por sus vestiduras, empuja la puerta desvencijada con el pomo de su espada. Tras una leve resistencia, la puerta cede. Bajo la luz de las antorchas, la cabaña se abre sin pudor para mostrar la desnudez de sus paredes y el silencio colgado de las vigas como un murciélago. Dos soldados se adelantan para sacudir vigorosamente la pobre yacija. El lecho, una mesa, dos rústicos bancos, una alacena y un viejo arcón, son todo el mobiliario de la cabaña. El colchón harapiento y las sábanas grises de polvo son arrojadas fuera y en su lugar se colocan las ricas y pesadas mantas con el escudo real. –Dormid, Alteza –dice con voz respetuosa el hombre de mayor edad–. Los soldados y yo velaremos vuestro sueño afuera. El príncipe está demasiado cansado para responder. Se despoja de su espada y se arroja vestido en el improvisado lecho. A una señal del noble, los soldados colocan una antorcha encendida en una argolla de la pared y salen sin hacer ruido.

Horas después, el príncipe despierta con la sensación de que no está solo. Pero en la estancia no se ve a nadie. La antorcha, a punto de apagarse, ilumina débilmente el hogar lleno de cenizas. El príncipe siente lástima de sí mismo, derrotado, solo, sin más compañía que estos tres hombres leales, esperando en esa cabaña sucia y desordenada los refuerzos prometidos. El príncipe contempla abstraído la capa de ceniza que cubre el suelo. De pronto, sobre la ceniza aparecen las huellas de unos pies delicados, aunque no se ve a nadie. Sin temor (sabe que no hay razón para tenerlo), el príncipe se incorpora a medias. Las huellas avanzan hacia la chimenea. A su paso, los objetos dispersos en la habitación van colocándose en su lugar. Todo queda limpio y ordenado.El príncipe sonríe. Tal como lo imaginaba, a la pálida luz de la antorcha comienza a definirse la figura de una mujer joven. Como flotando entre las cenizas, ella se acerca al lecho y se sienta al lado del príncipe. Él extiende la mano para disfrutar del roce de ese pelo suave, tan diferente de las ásperas crines de los caballos, le acaricia el rostro, se detiene unos segundos en la humedad de esos labios frescos y finalmente desciende por el cuello. El príncipe atrae hacia sí ese cuerpo hecho para hacerle olvidar el miedo, el cansancio, el fracaso y el olor terrible de la guerra. –Gracias por venir, Cenicienta –le murmura al oído.
Es de madrugada. Sobre el jergón, Cenicienta tiene los ojos abiertos y abraza a su muñequita de trapo. De espaldas a ella, el príncipe duerme. El frío ronda en las afueras y de vez en cuando desliza sus dedos pálidos por los postigos. La puerta se entreabre y por la rendija entra un perrito. Es del tamaño de un juguete. Es un juguete. Pero está vivo. Cenicienta reconoce el inicio de la pesadilla que la acecha desde niña, el fantasma implacable de la soledad que asume diferentes formas para acosarla. El perrito se detiene en el centro de la habitación. Por más esfuerzos que hace, Cenicienta no puede cerrar los ojos. El perrito comienza a ladrar, pero su ladrido solo es audible para Cenicienta. Ella lo sabe, está perdida. Esos crueles dientecillos la rasgarán, esa lengua fina lamerá su sangre. No habrá piedad para ella hasta que ese cuerpo que acaba de aliviar la tristeza del príncipe heredero pierda el último hálito de vida y se funda entre las cenizas del hogar. Aunque sabe lo inútil de su intento, Cenicienta llama al príncipe angustiosamente. Con una sola palabra, él podría salvarla. Al sentir otra presencia humana, la pesadilla quedará derrotada, regresará para siempre al mundo de las tinieblas. Pero el príncipe duerme. Sólo la llegada de sus hombres podrá despertarlo. Para entonces, sobre el jergón solo estará la muñequita de trapo, pero eso no lo inquietará mucho. En cuanto suba a su caballo, olvidará para siempre esa noche.


(De Una cierta nostalgia, Editorial Iberoamericana, Tegucigalpa, 2010. Segunda edición.)

© María Eugenia Ramos