Por Isolda Arita
Periodista, directora de la Editorial Guaymuras
Periodista, directora de la Editorial Guaymuras
Publicado en la Revista Envío, Año 8, No. 24
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| Foto: Diario La Tribuna, 24 de enero de 2011. | 
El segundo  semestre de 2009 es difícil de olvidar. Todo fue agitación,  incertidumbre, ira popular, violencia policial, cinismo oficial,  polarización social, solidaridad internacional, intervención foránea. La  rutina se rompió de tajo y, por unas semanas, los ojos del mundo se  centraron en la desventurada Honduras con una atención sólo comparable a  la captada después del huracán Mitch. Esta vez, el huracán y tormenta  tropical fue de tipo político. Nada menos que un golpe de Estado en  pleno siglo XXI; algo inaudito para la comunidad internacional, pero no  tan extraño para quienes nacimos aquí en alguna de las primeras seis  décadas del siglo pasado.
Como ya se ha reiterado, en  esta ocasión lo inusual fue la respuesta ciudadana. La avalancha de  gente en las calles rechazando el golpe de Estado, por lo que aguantó  palos, gases, prisión y balas por más de cien días, conmovió a propios y  extraños. Tanto así, que un abogado italiano, en una entrevista que  circuló por internet a finales de 2009, afirmó que Honduras se  encontraba en “una situación básicamente revolucionaria”, “hay un  ambiente revolucionario en Honduras, que es bastante similar a la  atmósfera en la Rusia revolucionaria, justo antes de la Revolución  Bolchevique…”, sentenció.
Soñar es, más que un derecho,  una necesidad. Lo peligroso es olvidar que “los sueños, sueños son”,  como una y otra vez lo demuestra la grosera realidad. Eugenio Sosa  explica muy bien, en este mismo número, el desenlace —a corto plazo— de  la debacle, y lo resume así: “…la salida inmediata a la crisis política  favoreció a las fuerzas que propiciaron el golpe de Estado”.
No  hubo fuerza humana, ni divina —que por lo visto favoreció a los  golpistas—, que apartaran a Micheletti y compañía de su agenda, ni de su  odiosa costumbre de saquear el erario. El hecho irrefutable es que a  partir de enero de 2010 tenemos un nuevo gobierno y que el país herido,  maltrecho e indigente, busca retomar su rutina, lo cual es inevitable.
MÁS DE LO MISMO, PERO PEOR
La  mejor prueba de nuestro retorno a la “normalidad” es que los hospitales  continúan sin medicinas, como antes del golpe; los docentes de primaria  y secundaria ya volvieron (¿o continuaron?) con sus paros; el sindicato  de la UNAH libra su trifulca anual por un nuevo contrato colectivo; el  periodismo se ha convertido en un oficio de alto riesgo; el sicariato  aflora como un oficio lucrativo, al igual que las funerarias; los  incendios forestales proliferan, pues son parte del paisaje veraniego;  la población capitalina lucha cuerpo a cuerpo por un balde agua; el  empleo formal escasea más que el agua, y las bases nacionalistas están  al borde de un ataque de nervios porque no les entra en la cabeza que no  hay cómo pagarles un salario del extinto presupuesto general de la  República.
La explicación es sencilla: el Partido  Liberal, en su administración de dos etapas —Zelaya: enero 2006-junio  2009 y Micheletti: junio 2009-enero 2010—, volteó y raspó las ollas; el  primero en una fiesta inolvidable que ansiaba prolongar y, el segundo,  sabiendo que tenía los días contados, organizó una “fuerza de tarea” que  ya la hubieran querido tener los vándalos cuando invadieron Roma.
Las  penurias de antaño se agravaron como evidencia de que siempre podemos  estar peor; los responsables de aliviarlas —tanto en el Estado como en  la sociedad— han tenido otras prioridades que sobra enumerar aquí. Hemos  colapsado como colectividad que debiera forjar y compartir un destino  común. En el escenario nacional hay muchas brújulas, y todas marcan un  norte distinto.
BUSCANDO EXPLICACIONES
¿Por  qué el país se hunde en la medida que intenta avanzar, cual si fuera  una carreta de bueyes atascada en un lodazal? Hasta la medida más loable  y bienintencionada se convierte en un bumerán en el momento menos  pensado; de ahí que larga es la cadena de las frustraciones, y el lastre  del atraso pesa cada día más.
Muchas son las  explicaciones fundamentadas en la historia, la política y la economía  que se han formulado, pero, definitivamente, no alcanzan para entender  las honduras de nuestro atraso. No obstante, si observamos con más  detenimiento el pasado y el presente, es posible percibir un sustrato  común a la mayoría de los actores sociales y políticos, que quizás puede  ayudar a entender nuestra incapacidad para construir un contrato social  de largo aliento fundado en la búsqueda del bien común.
Ese  sustrato común es la llamada cultura política que, de manera muy  simple, se puede entender como el conjunto de valores, conocimientos,  sentimientos, creencias, opiniones, actitudes y comportamientos que los  individuos tienen sobre la vida política. Los estudiosos de este tema  (Almond y Verba, entre muchos más) afirman que la cultura política es  resultado de la historia colectiva combinada con las experiencias  personales de los individuos. Por tanto, conecta la esfera pública con  la privada, lo macro con lo micro.
Pese a las críticas  que se le han hecho a la teoría culturalista —generalmente los aspectos  políticos y socioeconómicos pesan más—, el factor cultural o subjetivo  es demasiado importante como para soslayarlo. Olvidarlo, especialmente  en momentos de crisis, puede llevarnos a una visión sesgada y  distorsionada de la realidad y, por tanto, a decisiones equivocadas. En  nuestro país este fenómeno, como tantos otros, merece ser estudiado de  manera más acuciosa y sistemática. De ahí que muchas afirmaciones al  respecto pueden caer en la especulación, los prejuicios o meras  intuiciones. No obstante, varios cientistas sociales ya han incursionado  en ello y coinciden en señalar algunos rasgos de la cultura política  hondureña que, al parecer, se han exacerbado a lo largo de nuestra vida  republicana (1).
Entre estos rasgos destacan el  caudillismo, el autoritarismo, el clientelismo y la corrupción, a los  que me atrevo a agregar el corporativismo. Ninguno de estos es exclusivo  de los hondureños y las hondureñas. Todos los pueblos, en algún momento  de su historia, se han visto atrapados por alguno de ellos; lo que  varía es su evolución en el tiempo y las consecuencias que provocan en  el destino de las naciones. Por ello es que no está demás ver a Honduras  también desde esta perspectiva.
EL CAUDILLISMO REVERDECIÓ
Quien  dijo que Tiburcio Carías era el último caudillo del siglo XX, aun con  el adjetivo de “frutero”, se equivocó. Claro, no contaba con la  aparición en escena de José Manuel Zelaya Rosales, quien se erige como  el último caudillo del siglo XX ya que, si lo pensamos mejor, el ciclo  de la historia política hondureña que se inauguró en la década de 1980,  no terminó en diciembre de 1999. Se cerró en junio de 2009. Y clausuró  con un caudillismo reverdecido por la figura de Zelaya Rosales, un  terrateniente de “pura sangre” que, con su atuendo de rico hacendado y  hablar populachero, demostró el arraigo de la cultura rural —con sus  debilidades y bondades— en una buena porción de la ciudadanía, aunque  viva en las ciudades.
No es objeto de estas líneas  describir el camino por el cual Zelaya deviene en caudillo, porque el  caudillo no nace sino que lo hacen la gente y sus circunstancias, sin  demeritar las condiciones personales que se necesitan para ello. Lo que  sí es notorio es que, a partir de 2008, empieza a cambiar su relación  con los grupos organizados del movimiento popular, que le dan su  bendición y apoyo incondicional cuando, en agosto de ese año, incorpora a  Honduras a la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) y hace  una visita oficial a Cuba.
SACUDIENDO LA MEMORIA INMEDIATA
Desde  el inicio de su mandato, Zelaya tuvo comportamientos caudillescos  teñidos de corrupción. Para refrescar la memoria, recuérdese la  destrucción de la institucionalidad de la Estrategia para la Reducción  de la Pobreza (ERP) para concentrar el manejo de esos recursos en la Red  Solidaria (léase Primera Dama); la entrega de 90 millones de lempiras a  las Fuerzas Armadas, sin recibo —como él mismo lo reconoció en una  entrevista radial cuando ya había sido expulsado del país—, para la  construcción de una autopista a Palmerola que se quedó en el limbo; las  amenazas para que el Congreso eligiera a dos magistrados de su confianza  a la Corte Suprema de Justicia; el nombramiento de un comisionado  “vicepresidente”, ante la irresponsable renuncia de quien había sido  electo para el cargo, en fin…
Y cuando se dio cuenta de  que su gestión se acercaba a su final, tardíamente se le ocurrió apelar  a la “democracia participativa” organizando una consulta, que después  llamó encuesta, “para determinar de forma legitima si la sociedad  hondureña está de acuerdo con la convocatoria a una Asamblea Nacional  Constituyente que dicte y apruebe una nueva Constitución Política”,  según reza uno de los considerandos del Decreto Ejecutivo PCM 05-2009.
En  la cadena nacional del 24 de marzo de 2009, por la que el Poder  Ejecutivo comunicó su decisión, Patricia Rodas, en ese momento canciller  de la República y una de las más cercanas colaboradoras del presidente,  dijo entre muchas otras cosas: “…la voluntad de la reelección no  pertenece al individuo, como en el pasado con tiranos y golpistas. La  voluntad de la elección y de la reelección pertenece al soberano y el  individuo no puede dar la espalda ni oponerse a la voluntad del pueblo, y  la mayoría evidentemente se mide por la mayoría, es decir, todo aquello  que supera la mitad, es mayoría; vamos hacia una democracia más directa, lo ha dicho nuestro presidente  (…)” (2).
Así,  la propuesta de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente para  redactar una nueva constitución no emanó del pueblo y sus  organizaciones, ni es resultado de la ruptura del orden constitucional,  como se argumenta ahora. Esta iniciativa nació de las entrañas del Poder  Ejecutivo, porque “lo ha dicho nuestro presidente”. Y como lo dijo el  presidente, la idea prendió como fósforo en zacatera porque Manuel  Zelaya ya era un caudillo para buena parte de la ciudadanía, y al  caudillo se le sigue con los ojos cerrados, el puño en alto y la otra  mano extendida.
Nada de lo anterior justifica el golpe  de Estado —mucho menos los asesinatos y violaciones a la dignidad humana  cometidos posteriormente—, pero sí es importante no olvidarlo para  entender por qué, pese a todos sus desafueros, Zelaya es ahora, para no  pocos compatriotas y extranjeros, “un líder de talla continental solo  comparable con Morazán”, “el mejor presidente que ha tenido Honduras”,  aquel que con sus palabras y sus hechos, “convoca al futuro de libertad y  justicia que soñamos”, “el líder indiscutible”, etc. etc. etc.
DEL CAUDILLO AL MITO NO HAY MÁS QUE UN PASO
Georges  Sorel dijo que el mito es “una organización de imágenes capaces de  evocar instintivamente todos los sentimientos”. No es un acto racional,  sino afectivo y voluntario, que se relaciona, decía Sorel, “con las más  fuertes tendencias de un pueblo, de un partido, de una clase”. Los mitos  políticos emergen en períodos de crisis en la vida y en el pensamiento  de las sociedades. En tal sentido, siguiendo al mismo autor, tienen gran  valor para analizar las situaciones, pues permiten “acceder al  imaginario grupal y detectar no sólo la situación vivida sino también  cómo es vivida la situación; es decir, las expectativas y temores que  suscita”.
Uno de los tantos impactos de este golpe de  Estado, y con el que no contaban los golpistas, es la transformación del  caudillo en mito. Zelaya se convirtió en mito por el acto voluntario de  sus seguidores que, en menos de seis meses, lo proclaman como el líder  de una “revolución truncada”, como el presidente desterrado que se  espera con ansias porque “al pueblo no le falla”. Frustraciones de larga  data, orfandad de liderazgos, esperanzas en un mañana mejor y, sobre  todo, la carencia de un proyecto propio de la llamada “izquierda”  hondureña, se conjugaron, primero, para seguir al caudillo y, luego,  para dar vida al mito.
La escritora Helen Umaña (3) es,  quizás, quien ha expresado mejor este hecho cuando, en estos agitados  días, escribió: (…) Manuel Zelaya Rosales ya pertenece a la Historia y  su nombre jamás podrá ser borrado a la hora del recuento de los sucesos  esenciales del siglo XXI en Honduras, en Latinoamérica y en el mundo.  Para corroborarlo, pensemos en los innumerables textos que proclaman su  condición de símbolo: canciones, poemas, caricaturas, fotografías y  dibujos… grafican e interpretan diversos significados que conectan con  las más sentidas necesidades de estas latitudes del centro de América  (…) Y todos han surgido no por manipulación forzada sino para dar salida  al cúmulo de sentimientos que su figura convoca: cariño, admiración,  solidaridad, compañerismo, indignación, agradecimiento, lealtad… Sin  vuelta de hoja, como dice la certera metáfora popular, la forma hidalga y  digna con que el Presidente Constitucional reaccionó al golpe de  Estado, lo catapultó a un nivel que los autores de este delito ni  siquiera sospechaban".
Y más adelante, afirma: "Los  sectores más oscurantistas del país lo expulsaron, a punta de bayonetas,  de Casa Presidencial, pero no de la Historia. En similar paralelo, en  1842, Francisco Morazán fue derrotado políticamente y asesinado por las  fuerzas más reaccionarias de su época. El paso del tiempo reivindicó  totalmente su nombre y comprobó la razón que le asistía. Igual sucedió  con Jacobo Árbenz en Guatemala y Salvador Allende en Chile (…) (4).
EL MITO ES UNA FORMA DE OLVIDO COLECTIVO
En  otra parte de su artículo, Helen sostiene que quizás el espíritu  aguerrido de Zelaya “se remonte a la época de la colonia, cuando sus  ancestros empezaron a roturar la tierra y a vivir de sus productos  generosos. Criollo auténtico, entre sus antepasados está el cura José  Simeón Zelaya que, en 1756, inició la construcción del templo mayor de  Tegucigalpa...”. Y en el siguiente párrafo menciona a otros olanchanos  ilustres, quienes tal vez influyeron en el “espíritu anticonformista”  del ex presidente.
Sin embargo, nadie parece recordar  que en el frondoso árbol genealógico de Zelaya también se encuentran  señores de “horca y cuchillo”, como el viajero William Wells calificó a  uno de sus antepasados a mediados del siglo XIX; que sus ancestros —y él  mismo—, depredaron los bosques olanchanos; y que el 25 de junio de  1975, en la hacienda de su padre, fueron asesinadas catorce personas,  incluidos dos sacerdotes, que participarían en la Marcha del Hambre,  demandando adjudicación de tierras, solo para mencionar algunos hechos  del pasado.
Si bien nadie debe pagar por los delitos de  sus progenitores, también es cierto que, si pretendemos validar una  figura aludiendo a sus antepasados “ilustres”, pues también es obligado  hablar de las “ovejas negras” porque, de lo contrario, ¿cómo emitir  juicios equilibrados? Todos estamos hechos de luces y de sombras y  Manuel Zelaya no es la excepción. Pero, como se trata de un mito, su  figura, codificada en la silueta de un sombrero, tiene que resplandecer.
Según  Friedrich Tenbruck, los mitos políticos son el medio de legitimación  política y de integración de un partido, de una asociación o de una  comunidad; al mismo tiempo, producen “poder de actuación colectiva”.  Así, son parte dela memoria colectiva que se desarrolla “sobre todo, a  partir del marco colectivo del recuerdo”, y la sociedad del presente  determina qué se recuerda del pasado y qué es preferible olvidar.  Obviamente, los forjadores del mito Zelaya tienen una memoria muy  selectiva…
EL PERVERSO CLIENTELISMO POLÍTICO
Otro  de los rasgos sobresalientes de nuestra cultura política es el  clientelismo. José A. González, en su esclarecedor libro El clientelismo  político (Anthropos, 1997), sostiene que el basamento de este fenómeno  es “la lucha por los recursos” por lo que enraíza fácilmente en  sociedades donde los bienes sociales, naturales y económicos son  escasos.
Según este autor, “el cliente” desea evitar la  incertidumbre, por lo que se somete a un “proyecto seguro, aun a cambio  de su libertad personal, en el mejor de los casos sólo de opinión. Esta  opción le permitirá el acceso a bienes escasos, como el agua, la tierra  o el trabajo remunerado”. Hay un contrato implícito del cliente con la  jerarquía, cuya lógica es “asegurarse la subsistencia, e incluso los  excedentes, frente a los azares cotidianos”.
Desde esta  perspectiva, es fácil entender el clientelismo político. Lo difícil es  vivirlo, soportarlo, y menos aceptarlo, cuando se observan los estragos  que provoca en las finanzas y la administración pública, en la  eficiencia del Estado y en la dignidad del ciudadano que, gracias al  clientelismo, se ha convertido en un verdadero mercenario de la  política.
¿DÓNDE TERMINA EL CLIENTELISMO Y EMPIEZA LA CORRUPCIÓN?
Uno  de los amargos frutos de nuestra “democracia” y sistema de partidos es  el fortalecimiento de redes clientelares especializadas en el chantaje y  la corrupción. Cada cuatro años, cuando se produce cambio de gobierno,  es usual observar y escuchar contingentes de activistas políticos (del  partido vencedor) exigiendo su cuota porque “trabajaron por el partido”.
Azuzados  por los medios de comunicación y por los cabecillas de las respectivas  facciones partidarias, “los activistas” se han convertido en el  principal enemigo de toda autoridad que pretenda hacer un buen gobierno.  Su descaro no tiene medida. El caso del alcalde de San Pedro Sula, Juan  Carlos Zúñiga —que se dio a la obligada tarea de sanear las finanzas  municipales despidiendo al personal innecesario y a paracaidistas de  toda laya—, es un ejemplo patético de la degradación a que puede llegar  el cliente político. En lugar de apoyarlo, sus ex seguidores lo han  acosado, e incluso denigrado, porque ellos “trabajaron en la campaña” y  merecen un empleo. No les importa que la alcaldía esté quebrada. La  distorsión es tal que, para ellos, el “héroe” es Rodolfo Padilla  Suncery, el ex alcalde que depredó los bienes municipales y ahora es  prófugo de la justicia.
Como bien lo afirma González,  el clientelismo conspira contra la norma de supuesta igualdad de todos  los ciudadanos, es una distorsión de la democracia y la corrupción es  uno de sus efectos. De ahí que no existe línea divisoria entre  clientelismo y corrupción: ambos se alimentan mutuamente con lo que nos  pertenece a todos.
Pero, como advierte Adalberto Medina  Méndez (ContraPeso.info) el clientelismo no se conforma con “arrodillar  a los más débiles”, a los más necesitados de recursos: "Muchos  industriales, desde hace algún tiempo, ya forman parte del club. Ellos  son tan mercenarios como los otros. Solo que la ambición en este caso no  pasa por la mera supervivencia, sino por enriquecerse cosechando  privilegios. No deben esmerarse por ser eficientes, buenos empresarios,  ni mucho menos. Solo son especialistas deambuladores de los pasillos  oficiales".
La simbiosis entre clientelismo y  corrupción encuentra su complemento idóneo en el caudillismo. El  caudillo dispone de recursos y de poder —por cierto ajenos— que  distribuye en consonancia con los favores que necesita obtener (votos,  manifestantes, opinión favorable, lealtades), especialmente entre los  más vulnerables.
Para alcanzar el estatus de caudillo  no basta con ser campechano ni invitar a comer del mismo plato. Es  preciso repartir bienes, aunque ello signifique el desangramiento del  erario. Sólo de esta forma el caudillo logra que sus actos de corrupción  sean minimizados y hasta olvidados. Quienes recibieron alguna migaja  del festín se encargan de generar una corriente de opinión favorable al  caudillo, cumpliendo así con otra de las perversas misiones del  clientelismo político: legitimar la corrupción y la impunidad.
EL INSACIABLE CORPORATIVISMO
El  corporativismo se entiende como una forma de gobierno en el que las  corporaciones o gremios organizados “poseen diversos niveles de  influencia y poder que siempre se esfuerzan por acrecentar con la  intención doble de lograr beneficios para su grupo y mantener la  estructura que significa su modo de vida” (5). Puede hablarse de  corporaciones sindicales, patronales, profesionales, académicas,  eclesiásticas, militares y demás.
El diccionario de  ContraPeso.info explica que “cada una de éstas trabaja con el objetivo  de lograr beneficios propios, con escasa o nula consideración a las  repercusiones que eso cause en otras personas. Bajo este arreglo, un  gobierno o Estado gobierna mandando sobre los líderes de esas  corporaciones. Allí, la persona tiene una influencia nula si actúa  individualmente, pues debe pertenecer a alguna de las corporaciones o  gremios”.
Por estas razones es que cada vez es más  difícil distinguir entre clientelismo y corporativismo, a tal punto, que  muchos estudiosos los consideran sinónimos: ¿no es acaso el  corporativismo un instrumento para luchar por el acceso a los recursos?  Por ello, al igual que el clientelismo, se traduce en el intercambio de  favores entre grupos organizados y la autoridad. Y, al igual que el  clientelismo, la corrupción es su fiel compañera.
NOSOTROS GANAMOS, Y EL RESTO QUE SE FRIEGUE
El  corporativismo es parte de la cultura política porque asume que la base  de la sociedad son los grupos organizados y no el individuo. Es más, la  cultura corporativista considera legítimo —y así se lo hace creer a los  demás— anteponer los beneficios gremiales al interés general, y excluye  del acceso a los recursos a quienes no están agremiados (6). En suma,  es otra puñalada trapera a la supuesta igualdad de los ciudadanos.
En  nuestro país, el corporativismo es poderoso. En realidad, no hay  gobernabilidad posible si el gobierno de turno no llega a arreglos —que  no son más que concesiones—, con los grupos más poderosos: empresarios,  militares, maestros, transportistas, empleados del sector salud y otros  sindicatos del sector público. Y lo anterior, Manuel Zelaya lo captó al  vuelo. Por eso trató bien a las Fuerzas Armadas, duplicando la partida  de la Secretaría de Defensa: de L 949.9 millones en 2005, a L 1,807.4  millones en 2008. También, temporalmente, les cedió la gerencia de la  Empresa Nacional de Energía Eléctrica. Además, con fondos de la ERP, se  congració a manos llenas con maestros, médicos, enfermeras, policías y  demás empleados públicos. Así, los gremios consiguieron lo que querían, y  hasta más, pero los pobres de Honduras perdieron una oportunidad  histórica que no se volverá a presentar.
UN CASO DIGNO DE ESTUDIO
Uno  de los casos más ilustrativo del corporativismo en Honduras es el que  priva en el campo de la educación pública. Este es un tema digno de  estudio, porque los beneficios del gremio docente son los únicos que  tienen rango constitucional, lo cual prácticamente los convierte en  “pétreos”. Por ejemplo, el artículo 165, además de garantizarles “su  estabilidad en el trabajo, un nivel de vida acorde con su elevada misión  y una jubilación justa”, establece que se emitirá el Estatuto del  Docente.
El artículo 164 exime a los maestros de  educación primaria “de toda clase de impuestos sobre los sueldos que  devengan”; pero, como si esto no bastara, en noviembre de 2000 —cuando  el país aún no se recuperaba de los estragos provocados por el huracán  Mitch— el generoso Congreso Nacional, durante el gobierno liberal de  Carlos Flores, interpretó el artículo para incluir en este beneficio a  todos los profesionales “que administran, organizan, dirigen, imparten o  supervisan la labor educativa en los distintos niveles de nuestro  sistema educativo nacional…”.
Claramente, lo estipulado  en ambos artículos corresponde a una ley secundaria; pero había que  blindar el trato diferenciado a los docentes de forma tal, que cualquier  intento de revisión o reforma significara, para el gobierno que se  atreviera a hacerlo, un costo político demasiado alto que, sin duda,  ninguno está dispuesto a pagar.
El Estatuto del Docente  Hondureño fue aprobado en 1997, en las postrimerías del gobierno  liberal de Carlos Roberto Reina. El presidente del Congreso Nacional era  Carlos Flores Facussé, candidato del Partido Liberal a la Presidencia  de la República para las elecciones que se realizaron ese año, y que él  ganó. El momento político para aprobar este Estatuto fue más que  oportuno para el Partido Liberal, especialmente para su candidato, y los  docentes supieron aprovecharlo.
Aquí no se está  cuestionando la validez de tal instrumento, pues hay mucha tela que  cortar al respecto, pero sí es pertinente llamar la atención sobre los  beneficios que contempla, lo cual explica por qué al Estado le cuesta  tanto cumplir. Sólo para dar un ejemplo, ¿quién, además de los docentes,  recibe en Honduras un 69% sobre su sueldo base, como “compensación por  calificación académica”, al obtener un título de Educación Superior? (7)
El  corolario de todo esto es que, abusando de los exiguos fondos del  Estado, el Partido Liberal y sus gobiernos han ganado el apoyo de las  organizaciones magisteriales, y los docentes se han agenciado  privilegios que el resto de los asalariados hondureños ni se atreven a  soñar. Ambos ganan, pero los estudiantes reciben una educación que da  lástima, parafraseando a Eduardo García Gaspar, cuando se refiere al  caso mexicano.
EL PODER SIMBÓLICO DEL CORPORATIVISMO
Si  nos atenemos a las reflexiones del sociólogo Pierre Bourdieu, los  diferentes tipos de capital (económico, social, cultural) funcionan como  capital simbólico, en la medida que son reconocidos como legítimos en  un espacio social determinado. En consecuencia, el capital simbólico  está hecho de todas las formas de reconocimiento social.
El  capital simbólico constituye la base del poder simbólico, pues las  relaciones de dominación deben ser reconocidas como legítimas. En la  medida que un Estado, clase social, religión, organización o grupo  capitaliza poder simbólico y actúa en consecuencia, dice este autor, sus  prácticas serán “percibidas y apreciadas, por el que las cumple, y  también por los otros, como justas, correctas, adecuadas, sin ser de  ninguna manera el producto de la obediencia a un orden en un sentido  imperativo, a unas normas, o a las reglas del derecho”.
Las  organizaciones, gremios y corporaciones libran una permanente lucha por  el poder simbólico —especialmente mediante el discurso—, ya que en ello  está en juego la realización de sus intereses. Cuando logran imponer,  aunque sea en una porción de la sociedad, una visión que legitima su  poder y su posición social privilegiada, entonces es cuando pueden  presentar sus intereses particulares como intereses generales.
Es de reconocer que en Honduras el corporativismo ha sabido librar la batalla por el poder simbólico.
Aunque  este poder está claramente distribuido entre los diferentes grupos y  clases sociales, lo cierto es que el corporativismo se ha agenciado el  reconocimiento social necesario para que otros defiendan sus  privilegios, aunque en última instancia sean afectados por los mismos.
Para  el caso —con toda justeza—, el movimiento social y popular ha venido  exigiendo que las empresas de comida rápida paguen el impuesto sobre la  renta. Sin embargo, ninguno de los que se arrogan la representación de  los “intereses populares” se atreve a decir que los docentes,  especialmente los de educación media y superior, también deben pagarlo.  ¿Por qué? Obviamente, este sector considera legítimos los privilegios  del gremio magisterial, al igual que el empresariado considera legítimos  los privilegios de las empresas mencionadas. Cada cual se defiende con  su cuota de poder simbólico.
¿Y LA UNAH?
Imposible  no mencionar en este apartado la tragedia de la Universidad Nacional  Autónoma de Honduras, “puesta de rodillas” —como sentenció la rectora  Julieta Castellanos—, por su voraz sindicato. De huelga en huelga y de  toma en toma, éste ha llevado a la Universidad, muchas veces por medios  violentos, al caos y al deterioro de sus funciones esenciales; por  supuesto, ante la mirada calculadora del bipartidismo y con la  complicidad de no pocos miembros de la comunidad universitaria porque,  para que el corporativismo crezca como hiedra venenosa, se necesitan  dos, como mínimo.
Sobre la UNAH, nada mejor que leer el  mensaje de Isbela Orellana, catedrática universitaria de San Pedro  Sula, quien recuerda que “…el Sitraunah fue asaltado en 1997 por los  actuales directivos del mismo. Este asalto lo perpetraron en pleno  congreso contra los que dirigían el sindicato. Las trabajadoras y  trabajadores que utilizaron para realizar el asalto se convirtieron ese  día en unos agresivos gladiadores, que solo la Providencia divina pudo  impedir que agredieran a nuestros compañeros y compañeras…”.
Luego  narra que, como producto de ese asalto, están expulsados del sindicato  todos los que lo dirigieron en la década de los 80, a muchos de los  cuales —ella incluida— no se les siguió ningún procedimiento… Más  adelante explica lo difícil que es “compartir con quienes en muchos  momentos utilizan lo popular para defender los actos de corrupción de un  sindicato que no responde a los intereses de toda la comunidad  universitaria y que, además, en innumerables ocasiones, espacio y  tiempo, ha avalado los actos de corrupción cometidos por el Dr.  Sagastume, Oswaldo Ramos, Ana Belén Castillo, Omar Casco, Guillermo  Pérez y toda “la pandilla que desde 1981 desgobiernó la UNAH (…)”.
Lo  que cuenta Isbela Orellana no es novedad. Ella misma lo dice: “Hoy,  como en otras oportunidades se ha explicado esta situación”. Pero todo  cae en saco roto. Puede más el discurso de “la defensa de las conquistas  laborales”, “la defensa del fuero sindical”, el cumplimiento de un  contrato colectivo adulterado, con el que el Sitraunah se ha construido  su poder simbólico. De nuevo, desde la perspectiva corporativista y  clientelar, la UNAH no es patrimonio de la nación, sino del Sitraunah y  sus cómplices.
La autora termina su mensaje con unas  líneas que deben llamar, a más de alguien, a la reflexión: “…el golpe de  Estado y estar en la Resistencia ha servido para que muchos se laven la  cara y esto es, precisamente, lo que hacen los corruptos que dirigen el  Sitrafuud” (8).
UN EJERCICIO INCÓMODO
Hay  muchos otros rasgos de la cultura política hondureña que vale la pena  escudriñar con rigurosidad. Por ejemplo el providencialismo, por el cual  el Estado laico es solo otra ficción constitucional. Estudiar y  reflexionar a fondo sobre nuestra cultura política es una tarea  pendiente, especialmente en estos momentos que con tanto ímpetu se habla  de “refundar Honduras” mediante una Asamblea Nacional Constituyente.
Esto  puede convertirse en un ejercicio incómodo, sobre todo para las  personas y organizaciones aglutinadas en el Frente Nacional de  Resistencia Popular (FNRP), que conciben la refundación del país como  “un camino de transformación económica y política frente a la cultura de  dominación, que beneficie a nuestro pueblo y que nos lleve a la  constitución de una Honduras con justicia, humanidad, solidaridad,  soberanía, autodeterminación y equidad”.
Lamentablemente,  el caudillismo, el clientelismo, el corporativismo, la corrupción, son  rasgos de la cultura dominante que han permeado a los llamados sectores  subalternos que, en no pocos casos, los asumen como propios y los  legitiman con su discurso y su conducta.
Honduras está  en una encrucijada, con una innegable energía social que no está  dispuesta a dejar pasar la coyuntura propiciada por el golpe de Estado.  Por tanto, estamos en un momento en que surgen muchas preguntas para las  que aún no hay respuestas. En cualquier caso, no hay que olvidar que  los ídolos de pies de barro se desmoronan a las primeras lluvias.
NOTAS
(1)  Han abordado este tema desde distintas disciplinas y con mayor o menor  grado de intensidad, entre otros, Ramón Rosa, Lucas Paredes, Ramón  Oquelí, Mario Argueta, Marvin Barahona, Darío Euraque, Leticia Salomón,  Rina Villars y Rocío Tábora.
(2) No hace  falta mucha perspicacia para captar el sentido de estas palabras. Por lo  dicho, “el soberano” (el pueblo) tenía la “voluntad” de reelegir a  Zelaya; esto nos lleva, inevitablemente, a recordar el “clamor popular”  que se propició para que el general Carías continuara en el poder, lo  cual lo “obligó” a reformar la Constitución en 1936 para quedarse por  doce años más. Los caudillos no son muy innovadores porque, a fin de  cuentas, el fenómeno es el mismo. Las cursivas son mías.
(3)  Helen Umaña, Premio Nacional de Literatura 1989, es una de las pocas  escritoras nacionales que se ha dedicado al ensayo y la crítica  literaria. Más de una decena de obras respaldan su trabajo incansable y  pulcro en pos de escudriñar y difundir la literatura hondureña. Por  tanto, su evidente adhesión a la figura de Zelaya —al igual que otros  intelectuales—, es prueba irrefutable de los alcances del referido mito.
(4)  Helen Umaña, “El día que los golpistas dijeron la verdad”, San Pedro  Sula, 16 de diciembre de 2009, texto leído durante la entrega de los  premios de locución a Radio Progreso, Radio Globo y Cholusat Sur,  difundido en internet.
(5) Véase Leonardo  Girondella Mora, en http://contrapeso.info/, 17 de octubre de 2008.  Aunque sobre este tema hay una abundante literatura, la persona  interesada podrá encontrar en este sitio información precisa y sencilla  al respecto.
(6) Por ejemplo, el Art. 5  del Reglamento del Estatuto del Docente Hondureño establece, como uno de  los requisitos para ingresar a la carrera docente, presentar:  “Constancia de afiliación y solvencia extendida por la Organización  Magisterial que pertenezca al docente” (sic).
(7) Para tener una idea clara de estos y otros beneficios, véanse los artículos 50, 51 y 52 del Estatuto del Docente Hondureño.
(8)  Isbela Orellana, testimonio del 22 de marzo de 2010 que circuló por  internet, en respuesta a un mensaje del ex rector de la UNAH, Juan  Almendares, en el que demanda, sin ninguna reserva, entre otras cosas,  “el respeto al fuero sindical y a la vida y dignidad de la clase  trabajadora de la UNAH…”. Cuando la autora habla del Sitrafuud, alude  directamente al Frente Unido Universitario Democrático (FUUD), el frente  de la ultraderecha en la UNAH, con el que el actual Sitraunah ha  compartido poder y canonjías. Las cursivas son mías.
