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16 de junio de 2021

Representación de la violencia de género en cuatro cuentos hondureños del siglo XXI


Alegoría de la libertad. María Izquierdo, 1937.

Introducción

«¿Cómo se puede narrar la violencia, sobre todo cuando alcanza niveles de desmesura y horror que arrasan con todo lo que de humano hay en el hombre?», se pregunta el crítico uruguayo Gustavo Lespada (2015), refiriéndose a la violencia en la literatura latinoamericana reciente. Desde otra perspectiva, cabría preguntarse: ¿es posible dejar de narrar esa violencia sin límites que atraviesa la historia y la cultura de esta región del mundo, con denominadores comunes y particularidades específicas por época y país? ¿Y cómo abordarla desde el lenguaje propio de la narrativa de ficción, claramente diferenciado del discurso sociológico?

La violencia abarca un amplio espectro, que incluye entre sus manifestaciones más visibles la guerra, la represión estatal, la pobreza, el hambre, el crimen organizado y la violencia de género, término que, según Naciones Unidas, «se utiliza principalmente para subrayar el hecho de que las diferencias estructurales de poder basadas en el género colocan a las mujeres y niñas en situación de riesgo frente a múltiples formas de violencia», y además describe «la violencia dirigida contra las poblaciones LGBTQI+, relacionada con las normas de masculinidad/ feminidad o las normas de género» (ONU Mujeres, s.f.).

El presente artículo analiza el tratamiento de la violencia de género en el cuento hondureño del siglo XXI, específicamente la violencia contra las mujeres y las niñas, en cuatro narraciones publicadas entre los años 2012 y 2019, correspondientes a tres autoras y un autor: Mimí Díaz Lozano, Jessica Sánchez, Rebeca Becerra Lanza y Kalki Martínez. Para los fines de este artículo, se ha considerado relevante el contexto biográfico de las autoras y el autor, si bien se entiende que estas circunstancias no determinan el valor literario que se pueda atribuir a las obras.

Los cuentos se presentan en orden cronológico, atendiendo a la fecha de su publicación.

«La prisionera», de Jessica Sánchez

Nacida en Lima, Perú, en 1974, la escritora hondureña Jessica Sánchez es licenciada en Letras y una voz reconocida de los movimientos feministas en el ámbito hondureño y latinoamericano. Su gestión en cargos directivos de sociedad civil ha contribuido a generar espacios para la organización y creación artística de las mujeres, incluyendo concursos literarios y la fundación de una Escuela de Narrativas Feministas. Como defensora de derechos humanos, brinda acompañamiento a mujeres víctimas de violencia de género, de la que ella misma es sobreviviente (entrevista de Óscar Estrada, 2016).

Infinito cercano (2010) recoge siete cuentos en los que tres generaciones de mujeres enfrentan una violencia cotidiana, manifiesta en golpes y humillaciones, pero también en secretos y silencios. En palabras de Gustavo Campos, el mérito del libro reside en que su trama biográfica encuentra su sentido en la construcción imaginaria y la memoria, retratando a «mujeres prisioneras de un modelo de sociedad, pero también su liberación» (Campos, 2012). 

En estos cuentos encontramos imágenes intensas y bien construidas que evidencian la capacidad de la autora de convertir al lenguaje de la ficción narrativa la memoria y la denuncia de un modelo de sociedad que normaliza la violencia, como se puede apreciar en estos ejemplos: «Palabras gruesas y obscenas, que hubiera jurado ante peligro de muerte no oírlas jamás de su boca, salían atropelladas, ruidosas, como pasajeros de un autobús desbordado saliendo por las puertas, por las ventanas, por las grietas del techo». «—Apagá esa luz. —No puedo, madre, está prendida en mis párpados».

En «La prisionera», narrado en primera persona, la protagonista es una mujer que tiene el hogar conyugal por cárcel. Su carcelero y verdugo es el hombre que prometió amarla y acompañarla; sin embargo, la promesa de felicidad se convierte pronto en amenazas, golpes, y la angustia de comprender que para sobrevivir es necesario escapar. La víctima se sumerge en un silencio sumiso; sin embargo, de alguna manera está preparando las condiciones para su liberación, a costa de un dolor extremo, expresado en la metáfora de limar los barrotes con sus propios dientes, percibiendo el sabor a óxido y sangre.

Finalmente, toma la decisión de dejar todo atrás e iniciar muy lejos una nueva vida. Sin embargo, el pasado subsiste en pesadillas recurrentes que la hacen retornar una y otra vez a la prisión. Pese a todo, el epílogo de la historia es esperanzador: «De los carceleros mejor ni hablar, ellos están muertos y a los muertos se les oye desde lejos, se les pone flores, velas y, por último, se brinda, hasta se baila en su honor. Nosotras, por otro lado, seguimos vivas y brillantes. Estamos fuera».

«Virgen», de Kalki Martínez

El escritor Kalki Martínez nació en 1980 en San Pedro Sula. Ha escrito poesía y cuento. Ejerció la docencia durante muchos años en su ciudad natal, hasta que recientemente se vio forzado a migrar junto a su familia, como resultado de la misma violencia de la que ha dado testimonio: «...la conozco [la violencia], la he padecido, me he revestido y disfrazado en ella para sobrevivir. Ahí perdí la inocencia, me corrompí, entrené mi alma y mi comportamiento» (Martínez, 2018, en entrevista de Leda Lozier).

Virgen y otros cuentos (2017) aborda el fenómeno de la violencia instaurada en San Pedro Sula, ciudad considerada en 2012 y 2013 como la más violenta del mundo (Conexihon, 2013), e incluida en 2018, junto con Tegucigalpa, entre las 50 ciudades más violentas del mundo (Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, 2019). Sus personajes son «jóvenes separados por la violencia de los barrios sampedranos»; al inicio del libro, son «muchachos normales», pero a medida que se suceden los relatos se convierten en «muchachos brutales que han perdido la inocencia, están en guerra con el mundo y no entienden el porqué de su malestar. La violencia es lo único que parece satisfacerlos y los hace sentirse distintos e importantes» (Arita, 2018).

Las maras y pandillas, como lo señala el propio Martínez en la entrevista antes citada, han sufrido una mutación en Honduras desde sus inicios en los años noventa, hasta el crimen organizado, especialmente la extorsión y el sicariato. Un estudio reciente señala que entre 2010 y 2019 comenzaron a tener «una vida híbrida, entre la clandestinidad y lo público». La inestabilidad política y el deterioro institucional han permitido que «pandilleros y simpatizantes se infiltren en cuerpos policiales, militares, juzgados y en puestos de gobierno» (Asociación para una Sociedad Más Justa, 2020).

«Virgen», el cuento que da título al libro, narra la historia de Suyapa, una joven pandillera, desde el punto de vista de un adolescente que la ha amado por mucho tiempo de forma platónica. La joven ha sido asesinada, y la visión de su cuerpo expuesto a la curiosidad morbosa de los habitantes del barrio desencadena en el muchacho los recuerdos de su amistad con ella, que era el centro del deseo masculino, pero también objeto que pasaba de mano en mano. Por medio de estos recuerdos, intercalados con eventos presentes, el autor presenta el panorama de un vecindario sometido por completo al poder de las maras.

El feminicidio, según Rita Segato (2013) «utiliza el significante cuerpo femenino para indicar la posición de lo que puede ser sacrificado en aras de un bien mayor, de un bien colectivo, como es la constitución de una fratría mafiosa». El sacrificio del cuerpo de Suyapa se describe sin concesiones, con detalles como los abundantes tatuajes, heridas, signos de violación. Los pájaros han empezado a devorar el cadáver. Tanto en vida como después de muerta es revictimizada por los comentarios soeces de todo el barrio, especialmente de los hombres. La ejecución de Suyapa, haya sido o no responsabilidad directa de la mara, constituye el corolario de lo que se podría considerar una fraternidad masculina que la sentenció desde que a los nueve años fue violada por su padre. En contraste con este contexto de cosificación, la genuina amistad entre el protagonista y Suyapa pone un toque de ternura.

El simbolismo del cuento va más allá, considerando que en el título se asocian las connotaciones del estereotipo de la virginidad en el marco de una sociedad patriarcal, como también el hecho de que el nombre de la joven asesinada es la advocación de la virgen de Suyapa, representativa del imaginario en el que se sustenta la idea de la nación hondureña (véase Amaya, 2005). El cuerpo utilizado y finalmente asesinado de Suyapa podría compararse con el estado actual de un país saqueado hasta la destrucción por una clase gobernante cuyos vínculos con el narcotráfico han sido reconocidos internacionalmente (véanse, por ejemplo, los informes de Insight Crime).

«En el lago», de Mimí Díaz Lozano

Mimí Díaz Lozano en su juventud. Foto: UNAM.

Mimí Díaz Lozano nació en Tegucigalpa el 21 de mayo de 1928 y falleció en San Pedro Sula el 14 de mayo de 2021. Se tituló como licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Hija de la reconocida escritora Argentina Díaz Lozano, vivió persecución política desde temprana edad, cuando sus padres fueron enviados al exilio por el régimen de Tiburcio Carías Andino. A lo largo de su vida mantuvo una militancia activa por la consecución de ideales revolucionarios, incluyendo la lucha por la liberación de sus hijos en Honduras durante la década de los ochenta (Comité de Familiares de Detenidos-Desaparecidos en Honduras, 2021).

Su único libro de cuentos, Sendas en el abismo, publicado por primera vez en México en 1959, ha sido calificado como «un libro clave de la literatura hondureña» que «merece ubicarse dentro de las mejores narrativas del país, pues constituye un signo de modernidad literaria en las letras hondureñas» (Funes, 2009); sin embargo, su valía ha pasado desapercibida.

Más de sesenta años después, fue México también el país que contribuyó a revalorar a Mimí Díaz Lozano. En 2020, se publicó Vindictas, antología de cuentistas latinoamericanas del siglo XX, en el marco de un proyecto conjunto de la Universidad Nacional Autónoma de México y la Editorial Páginas de Espuma, que reivindica a autoras injustamente relegadas. La autora seleccionada por Honduras, luego de considerar otras propuestas, fue Díaz Lozano, con su cuento «Ella y la noche».

Durante el proceso de recopilación de datos para la presentación de la propuesta de autoras hondureñas para Vindictas, la autora de este artículo pudo constatar el casi total desconocimiento que existe en Honduras de la obra de Mimí Díaz Lozano. Sesenta años después de su primera publicación, se imprimió una reedición de su obra, con el nombre Sendas en el abismo y otros cuentos, mediante un esfuerzo estrictamente familiar, lo cual explica la ausencia de cuidado editorial, especialmente en los cuentos inéditos agregados, lo que se refleja incluso en evidentes errores ortográficos. No se tiene un dato preciso sobre la fecha en que fueron escritos estos nuevos cuentos; sin embargo, de acuerdo con su hijo Ruy Díaz, son posteriores al año 2000 (Díaz, comunicación personal, 13 de mayo de 2021). Esta circunstancia, y la persistencia de la violencia como eje de sus relatos, convertirían a la autora en un puente entre la narrativa hondureña del siglo XX y la del siglo XXI.

De los cuentos agregados en la edición de 2019, se ha seleccionado para esta muestra «En el lago», narrado en primera persona, en la voz de un pescador. El personaje, solitario, vive junto a un lago, donde recibe las visitas de su sobrina, una niña que se presume pronta a entrar en la adolescencia. Por medio de las palabras cariñosas que el protagonista le dedica, nos enteramos de que la niña es huérfana de madre (la hermana del personaje), y de que su madrastra le aplica castigos físicos extremos, además de obligarla a hacer trabajos domésticos.

A primera vista, el ejercicio de minuciosa recreación del paisaje y la reconstrucción fonética del habla rural hondureña que aparecen en el cuento son más propios del costumbrismo, lo cual representaría un retroceso, considerando que justamente el gran aporte de Mimí Díaz Lozano en 1959 fue su carácter de «precursora de las innovaciones narrativas que surgieron a finales de la década de los sesenta en el país [...] cuando la mayor parte de los narradores hondureños todavía seguían apegados a la expresión romántica-modernista vertida en moldes criollistas» (Umaña, 2009).

Sin embargo, a medida que transcurre la lectura, la autora logra transmitir una sensación de inquietud que, en un espacio brevísimo (el cuento apenas tiene poco más de una cuartilla), llega a convertirse en terror, cuando identificamos el grado de violencia oculto detrás del paisaje bucólico y el canto de los pájaros. La sensación de horror e impotencia que produce la lectura se incrementa cuando en los últimos párrafos nos enteramos de que el protagonista del cuento ejerce de forma continuada abuso sexual contra su sobrina, justificándose en una pretendida demostración de afecto.

La tensión y la fuerza narrativa, así como la magistral construcción del personaje del abusador por medio del monólogo, permiten trascender la anécdota. De tal manera, el relato es significativo y cumple un elemento esencial de los buenos cuentos identificado por Julio Cortázar (1971): «algo estalla en ellos mientras los leemos y nos propone una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada».

«Sopa marinera», de Rebeca Becerra Lanza



Rebeca Becerra Lanza nació en Tegucigalpa en 1970. Es licenciada en Literatura y tiene una amplia trayectoria como escritora. En 1992 obtuvo el Premio Único de Poesía Centroamericana Hugo Lindo, con su libro Piedra y luna. Pertenece a una familia de reconocida militancia en las luchas políticas y sociales. Su hermano Eduardo fue desaparecido y posteriormente asesinado en la década de los ochenta, siendo presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios de Honduras. Rebeca Becerra ha denunciado persecución política y laboral a raíz del golpe de Estado de 2009, incluyendo vigilancia en su domicilio, amenazas de muerte y detención ilegal por varias horas, junto con una de sus hijas, en ese entonces de seis años de edad (Kaos en la Red, 2010).

En su libro de cuentos Enigma del gato ciego (2019) se encuentran «las huellas de la profunda incertidumbre contemporánea en un espacio global en donde el ser humano ha perdido las certezas que le inyectaban fe y optimismo» (Umaña, 2017). «Sopa marinera» narra la historia de una mujer que se prepara, después de veinte años, para reencontrarse con el hombre que fue su pareja. Entusiasmada y ansiosa, le cocina una sopa marinera, platillo símbolo de la gastronomía caribeña. Mientras tanto, recuerda que el hombre, un músico de temperamento volátil, tiene antecedentes de alcoholismo y fue abusado sexualmente durante su infancia. Ella, por su parte, atrapada en el ciclo de una relación violenta, se ha esforzado durante el tiempo transcurrido desde su separación por adquirir habilidades que él practica: «No quise convertirme en él, pero también aprendí a tocar la quena».

La protagonista se esmera en organizar todos los detalles del encuentro de manera que a él le resulten satisfactorios: el color del mantel, las flores. Se angustia porque la mesa es cuadrada y a él le gustan redondas. Viéndose ante el espejo, en simbólica alusión a su búsqueda de identidad, recuerda episodios del pasado en los que el hombre la agredió físicamente, ahorcándola, golpeándola en el rostro, pateándola. El cuento describe minuciosamente el ciclo clásico de violencia doméstica: después de cada episodio, el hombre lloraba, pedía perdón y terminaban haciendo el amor «como locos».

La violencia psicológica también se aborda en el cuento, incluyendo la pérdida de identidad de la protagonista en su afán de complacer las preferencias masculinas. Acudiendo al recurso de la minuciosa descripción de los ingredientes y procesos necesarios para preparar la sopa, la autora establece un paralelo con las circunstancias que se suman para completar la receta de una relación desigual.

Finalmente, se produce el reencuentro, pero resulta decepcionante para la protagonista, al constatar que para el hombre la relación no ha tenido el significado trascendente que tuvo para ella. Desesperada, encuentra fuerzas para reclamarle y devolverle de algún modo los golpes recibidos. Casi a las puertas de una reconciliación, decide terminar de una vez por todas con el ciclo. La muerte del agresor, aunque sea a costa de la vida de la víctima, representa también una forma de liberación.

Conclusiones

Las escritoras y el escritor incluidos en este artículo no solo escriben sobre, sino desde la violencia que han experimentado de primera mano: violencia doméstica, política, y violencia generada por maras y pandillas en el marco de un Estado fallido. Los cuatro cuentos están narrados en primera persona, y en tres de ellos se hace alusión directa al abuso sexual infantil, tanto de niñas como de niños.

La literatura, como el arte en general, se crea en un marco histórico y social determinado. De allí que la violencia, en un país como Honduras, sea una constante en la narrativa, incluyendo la violencia de género en todas sus manifestaciones. Pero además de la violencia expresa, hay otra subyacente, manifiesta en la reproducción de un canon literario y académico que reduce el panorama de la literatura, y especialmente de la narrativa, a determinados autores y muy pocas autoras, prácticamente ninguna, a partir de una lectura generalmente masculina.

El prólogo de la antología Vindictas apunta la necesidad de «desestabilizar y cuestionar un canon sujeto a un espacio heteropatriarcal blanco, que fundamenta una lectura excluyente y, por tanto, crea una invisibilidad». Mimí Díaz Lozano, fallecida recientemente, es el caso emblemático de una obra que, a pesar de su brevedad, representa un aporte que trasciende en el tiempo; sin embargo, ha sido prácticamente ignorada en los círculos literarios hondureños, con excepción de unas pocas miradas más inclusivas, como las de Helen Umaña y José Antonio Funes.

Los cuatro cuentos aquí reseñados tienen un tratamiento literario que satisface la idea de significación vinculada con la intensidad y la tensión (Cortázar, 1971). Este rasgo distintivo se manifiesta también en narraciones producidas recientemente por autoras emergentes que abordan la violencia de género. Por otra parte, es importante señalar que dentro de la academia hay nuevas generaciones de investigadoras, como también algunos investigadores, que ya no solo se plantean como tema de estudio la obra producida por autores hombres. Por tanto, cabe la esperanza de que en un futuro no muy lejano se logre superar el estigma relacionado con la discriminación de género, mediante la construcción de nuevos espacios y paradigmas para la publicación y difusión de obras literarias.

Referencias

Amaya, Jorge Alberto (2005). «Los estudios culturales en Honduras: la búsqueda de algunas fuentes culturales para la reconstrucción del imaginario nacional hondureño». En Diálogos Revista Electrónica de Historia vol. 6 n.° 2 agosto 2005 - febrero 2006. https://cutt.ly/Mb3YrbW

Arita, Dennis (2018). «La vida es un juego violento». En diario La Tribuna, 1 de febrero de 2018. https://cutt.ly/ubJY04x  

Asmann, Parker (2021). «Incierto futuro para presidente de Honduras tras cadena perpetua para su hermano». Insight Crime. https://cutt.ly/yb3YwLX

Asociación para una Sociedad Más Justa (2020). Estudio de la situación de las maras y pandillas en Honduras 2019. PNUD.

Basile, Teresa, coord. (2015). Literatura y violencia en la narrativa latinoamericana reciente [en línea]. La Plata [AR]: Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP-CONICET). Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria. (Colectivo crítico; 2) En Memoria Académica. Disponible en: https://cutt.ly/cbJUrL3

Becerra Lanza, Rebeca (2019). Enigma del gato ciego. Tegucigalpa: Editorial Universitaria.

Campos, Gustavo (2012). «Un retrato de la intimidad. Infinito cercano». En Página al Viento, boletín de la Editorial Universitaria, UNAH, n.° 3, oct.-nov. 2012. Disponible en https://cutt.ly/abJY31e

Comité de Familiares de Detenidos-Desaparecidos en Honduras (2021). «Despedimos a una gran luchadora revolucionaria». https://cutt.ly/gb3WnI1

Conexihon (2013). «San Pedro Sula, otra vez la ciudad más violenta del mundo». https://cutt.ly/7bXOgsk

Cortázar, Julio (1971). «Algunos aspectos del cuento». Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, edición digital a partir de Cuadernos Hispanoamericanos, n.° 255 (marzo 1971), pp. 403-406. https://cutt.ly/ib3WBUs

Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal, AC (2019). Las 50 ciudades más violentas del mundo 2018. https://cutt.ly/gb3Yfev

Díaz Lozano, Mimí (1959). Sendas en el abismo. México: Costa-Amic Editores.

Díaz Lozano, Mimí (2019). Sendas en el abismo y otros cuentos. Tegucigalpa.

Estrada, Óscar (2016). «Jessica Sánchez y el precipicio de cristal», entrevista, El Pulso, 30 de noviembre de 2016. https://cutt.ly/kbJY4LQ  

Funes, José Antonio (2009). «Libros clave de la narrativa hondureña (X). Sendas en el abismo», en Rinconete, Instituto Cervantes. https://cutt.ly/MbXOckM

Kaos en la Red (2010). «Honduras: Rebeca Becerra denuncia amenazas a muerte por parte de golpistas». https://cutt.ly/Zb3DNs9

Lozier, Leda (2018). «Virgen y otros cuentos, el mundo de violencia urbana en Honduras». Entrevista a Kalki Martínez. Diario La Tribuna, 1 de diciembre de 2018. https://cutt.ly/obJY5M2

Martínez, Kalki (2017). Virgen y otros cuentos. San Pedro Sula: Editorial Tres Orillas.

ONU Mujeres (s.f.) Tipos de violencia contra las mujeres y las niñas. https://cutt.ly/MbXP5lF

Sánchez, Jessica (2010). Infinito cercano. Guatemala: Editorial Letra Negra.

Segato, Rita (2013). La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Territorio, soberanía y crímenes de segundo estado. Buenos Aires: Tinta Limón. Disponible en https://cutt.ly/Xb1R7K1

Umaña, Helen (1999). Panorama crítico del cuento hondureño (1881-1999). Guatemala: Editorial Letra Negra.

Venegas, Socorro; Juan Casamayor, editores (2020). Vindictas. Cuentistas latinoamericanas. México: UNAM/Editorial Páginas de Espuma.

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Agradecimientos

La autora agradece a Carolina Torres, Dennis Arita, Suny Arrazola, Andrea Portillo Ramos y Dulce María Núñez Zaldívar las aportaciones brindadas para este artículo, como también a la Editorial Universitaria por haber facilitado una de sus publicaciones en forma digitalizada. 

24 de marzo de 2021

En memoria de Gustavo Campos

 

Jessica Isla, Gustavo Campos y María Eugenia Ramos.
Foto: publicada por Jessica Isla.

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Y busco.
Incansablemente busco.
Adonde vaya ofrezco un hermoso sol.
Gustavo Campos

Conocí a Gustavo Campos en 2010, cuando, por medio de una red social, me invitó a ir a San Pedro Sula a la presentación de su libro Los inacabados. Fue un evento concurrido, con la presencia de figuras reconocidas del medio literario de la ciudad y un público fervoroso que abarrotó la librería donde se presentó. Luego me acompañó a Tela, pues en las raras ocasiones en que visito la costa norte me ilusiona ir a ver el mar. Y allí empecé a conocer parte de su lado oscuro y sus obsesiones, que adormecía pasajeramente con el alcohol. Sin embargo, ese encuentro fue el inicio de una amistad que me permitió aproximarme a la literatura en una forma que antes no conocía.

Durante los años siguientes continuamos siendo amigos cercanos; incluso vivió en mi casa, en Tegucigalpa, durante dos temporadas, en diferentes épocas. Decidí apoyarlo con la esperanza,  quizás errónea, de que se ajustara a la «normalidad», de que retomara sus estudios o se dedicara a un oficio tal vez no muy glamoroso, pero que le permitiera generarse ingresos y seguir escribiendo sin tantos sobresaltos.

A finales de mayo de 2018 llegó a mi casa por unos días, para ponerse en tratamiento para sus adicciones por voluntad propia, y terminó quedándose por casi dos años. Me convertí durante ese período en su tutora, procurándole asistencia médica, aun con las terribles deficiencias del sistema de salud pública, y regañándolo cuando quería ceder a las tentaciones. Él tenía conciencia de la gravedad de su condición y de que era necesario a toda costa evitar el consumo de alcohol. Sin embargo, enfrentar las adicciones implica una guerra de por vida que no siempre se gana, y recayó en un par de ocasiones. La última recaída, en enero de 2020, fue tan grave que tuve que pedir a otros amigos de Gustavo que me relevaran en mis funciones de tutela, aceptando que mi ayuda en ese momento ya no era útil.

Hago una pausa y releo el verso en el que Gustavo se pregunta si conserva su sonrisa de niño. Y puedo decir que sí, sonreía y era feliz como un niño cuando lo invitaban a un helado de vainilla, cuando le ofrecían degustaciones en los supermercados, con muchas de esas cosas triviales que nos dan un poco de alegría entre tantas aguas oscuras.

Como escritor talentoso y tenaz, Gustavo deja un legado trascendente en su obra poética, narrativa y ensayística, extensa y de calidad notable, más aún considerando que aún no había cunmplido los 37 años. En vida, el reconocimiento que merecía se vio empañado por las clásicas camarillas literarias. Tuvo el valor de retirarse de un círculo donde predomina la misoginia, lo cual le costó exclusión y burlas. Sin embargo, esa decisión le permitió mejorar mucho como ser humano, incluso iniciar un proceso de deconstrucción de la cultura patriarcal en la que fue formado, y acercarse a otros espacios donde se le valoró y apreció.

El reconocimiento más notable que obtuvo en vida fue la publicación en España de su novela El libro perdido de Eduardo Ilussio, con la que obtuvo en 2016, en una versión distinta, un premio centroamericano de novela otorgado por la Sociedad Literaria de Honduras. Aunque su obra está incluida en diversas antologías centroamericanas y latinoamericanas, fue la primera vez que su nombre apareció en el catálogo de una editorial europea. Pero las instituciones hondureñas del ámbito académico tienen una gran deuda con su trabajo. Espero que Casasola Editores, tenga la oportunidad de reeditar la obra de Gustavo Campos para que tenga las nuevas relecturas y valoraciones que merece.

En enero de 2021, a pocos días de su 37 cumpleaños, que hubiera sido el 29 de enero, Gustavo Campos, nómada por elección propia, volvió a mudarse de ciudad, esta vez definitivamente, sin despedirse de quienes amaba, justo como presentía en su poesía profética. Pero un poco de él, de ese hermoso sol no siempre visible que “ofrecía a donde fuera”, como dicen sus versos, permanecen en quienes les conocimos.

(Publicado originalmente en la revista cultural centroamericana La Zebra).

4 de octubre de 2020

La cinta roja




I am shielded in my armour
Hiding in my room, safe within my womb
I touch no one and no one touches me.
I am a rock, I am an island.
And a rock feels no pain
And an island never cries.
Simon & Garfunkel

Mi abuela yace en el sofá, sumida en esa duermevela en la que se ha refugiado desde hace tiempo, y sé que no hay mucha diferencia entre que esté tendida allí o en un ataúd. Hace mucho que dejó de comer, de oír, de ver y de sentir otra cosa que no sea miedo y dolor. De vez en cuando algo de su antiguo ser vuelve a su mente, y entonces busca a las personas a su alrededor. ¿Estás allí?, pregunta con voz apenas audible. Sí, abuela, aquí estoy. ¿Qué necesita? Nada, contesta, es que pensé que me habían dejado sola.

Desde que enfermó tiene miedo de estar sola. Por eso se ha trasladado a la sala, donde reina la carcoma que comenzó en las vigas del techo y se ha apoderado de la casa, a tal punto que de algunos muebles solo queda el cascarón. Ha pedido que le acondicionen este viejo sofá, donde cada mañana acomoda sus pequeños huesos, sostenidos apenas por una piel frágil que ha empezado a descamarse. 

Vivo en un cuarto destinado a bodega, en la parte de atrás de esta casa donde crecí. Me he quedado aquí donde mi mamá me dejó, así como abandonó el piano, recuerdo de una época maravillosa en la que no había carcoma, y ella tocaba y cantaba canciones que yo adoraba escuchar. Pero un día me dijo: hay que seguir al corazón, y se fue. Yo tenía seis años, y durante todo ese tiempo pensé que ella era mi bonita hermana mayor, que me permitía verla cuando se peinaba ese cabello largo y lustroso, y me dejaba ponerme pintalabios a escondidas de mis tíos.

Cuando ella se fue, mis tíos me dijeron que no era mi hermana, que se había embarazado a saber de quién, y así fue como nací yo. Por mucho tiempo esperé que volviera, y mientras tanto intentaba tocar el piano para recordarla. Hasta que mi abuelo dijo un día: Mucha bulla hace ese niño con ese piano, y mandó que lo regalaran. De ella solo me quedó un pintalabios. Esperaba a que mis tíos se fueran para ponérmelo, y me miraba al espejo buscando los ojos de ella en los míos; pero nunca aparecieron.

Soy albañil desde que mi abuelo dispuso que le ayudara a uno de mis tíos, que es maestro de obra. Me gustó empezar a ganar algún dinero. Lo usaba para comprar pintalabios en algún puesto del mercado y me los llevaba a la bodega, que para entonces ya era también mi cuarto. El pintalabios que dejó mi mamá se gastó pronto, de tantas veces que me lo puse de niño, pero aún llevo conmigo el envase, y me gusta tocar de vez en cuando ese pequeño tubo vacío.

Mi abuelo murió hace unos años. Ni él ni nadie más en la casa volvieron a hablar de mi mamá. Cuando mi abuela enfermó, me dediqué a cuidarla porque mis tíos se van a trabajar. Me gusta quedarme a solas con ella porque puedo revisar sus cosas de antigua costurera, y hasta probarme vestidos de los que guarda en ese viejo ropero. Sin que ella se dé cuenta, me he llevado algunos a mi cuarto-bodega, para ponérmelos en esas largas horas en las que no tengo nada que hacer. Pero no tengo espejo de cuerpo entero. Tengo que verme por partes, y he llegado a pensar que así soy, una persona hecha de pedazos.

Hoy no estoy buscando vestidos, sino una cinta roja que combine con mi pintalabios, tal vez porque guardo el vago recuerdo de haber visto a mi mamá usando una en el pelo. Aunque tengo los dedos duros y callosos por el trabajo de albañil, me las arreglo para buscar con delicadeza entre tiras bordadas, antiguos retazos de tela, encajes y botones. Hay muchas cintas, pero ninguna es roja. Me acerco al sofá donde mi abuela dormita con la boca entreabierta. La llamo y abre a medias los párpados. ¿Tiene una cinta roja?, le pregunto. Inesperadamente, sus ojos están completamente abiertos, y me dice: Sí, buscala en la caja de madera que está detrás de mi cama. Sé que caja es, una de madera tallada. Desde niño he querido saber qué hay dentro, pero siempre está con llave. Antes de que le pregunte, la abuela me dice: La llave está en la mesa, detrás de la virgen.

El cuarto de mi abuela está lleno de imágenes de santos. Cuando era niño le tenía mucho miedo a ese cuadro donde está un señor de cara hosca, como la de mi abuelo, con sandalias y un vestido blanco, que sostiene una balanza, mientras a sus pies hay unas personas envueltas en llamas. Es el Justo Juez, me decía mi abuela. No le tengás miedo. Portate bien para que cuando llegue el juicio final no te vayas al infierno. Las vírgenes, en cambio, son mucho más amables, con sus vestidos que imagino de tela suave. Son varias, pero yo sé que cuando dice «la virgen» se refiere a la de Suyapa, que es su patrona.

Me emociona poder abrir la caja y ver qué hay adentro. Encuentro la llave exactamente donde dijo la abuela. Limpio el polvo acumulado en la madera e introduzco la llave en la cerradura. Cuesta que gire, pero finalmente se abre. Adentro lo único que hay es precisamente una cinta roja, y de alguna manera me doy cuenta de que es la misma que recuerdo haberle visto a mi mamá, cuando era niño.

Me paro frente al espejo grande del ropero. Me veo como soy: un hombre adulto, vestido con un pantalón de tela gastada y una camiseta. Mi cabello está largo, y eso me parece genial porque puedo ponerme la cinta. Tomo el cepillo de mi abuela y me peino cuidadosamente. Mis manos son duras, pero mi pelo no. Es suave, y tengo la esperanza de que se parezca al de mi mamá.

Después de cepillarme bien, me pongo la cinta y vuelvo a la sala. La abuela está despierta, me mira como asustada, y trata de incorporarse. Me acerco para ayudarla, porque no puede hacerlo sola. Entonces veo que está llorando, y eso me asusta. ¿Qué tiene, abuela? ¿Le duele algo? Mueve la cabeza para decir que no, y hace señas para que me agache. No sé si quiere quitarme la cinta, o es un gesto como el que acostumbra para bendecirme.

Era de ella, empieza a decir, y me cuesta entenderla entre sus lágrimas. No le pregunto quién es ella, porque ya sé que es mi madre. No sé de qué se acordó para que esté llorando, pero me quedo esperando en silencio. Entonces empieza a hablar, y sé que nada podrá detenerla. Tu mamá era linda y muy inteligente. Sacaba buenas calificaciones en el colegio. Ha dejado de llorar y hace silencio por un momento. Luego vuelve a hablar, con voz más fuerte. Yo tenía que haberla cuidado, y no lo hice. Tu abuelo dormía con tus tíos, porque desde que me embaracé de tu mamá dijo que yo le daba asco. Una madrugada me levanté para ir al baño, y vi que estaba abierta la puerta del cuarto de tu mamá. La fui a cerrar para que los perros no se metieran. El alumbrado de la calle daba justo a la ventana de ese cuarto, y pude ver que tu abuelo estaba en la cama, encima de tu mamá. Ella no se movía. Y tenía puesta esa cinta roja en el pelo. Entonces supe lo que le estaba haciendo. A ella. Mi niña.

Yo me he quedado con los ojos abiertos, sin ver a ninguna parte. Me he ido a algún otro lugar y desde allá oigo esa voz que llega de muy lejos. No hice ni dije nada, sigue mi abuela. Me obligué a olvidar lo que había visto. Cuando a tu mamá le empezó a crecer la barriga, supe que era de tu abuelo. Los tres lo sabíamos, pero nunca dijimos nada. Tu abuelo la sacó del colegio. Después de que naciste, ella se quedó mucho tiempo para cuidarte, hasta que un día se fue. Yo nunca la busqué. Solo guardé esa cinta bajo llave, para nunca más volver a verla.

Por fin ha dejado de hablar. Yo no digo nada. Se vuelve a acostar, y sé que esta vez no saldrá de esa duermevela, su refugio. Me doy cuenta de que no se puede morir porque está muerta desde hace mucho tiempo. Pero siento compasión por ese cuerpo vacío, como los muebles devorados desde adentro por la carcoma, como el envase del pintalabios que siempre llevo en el bolsillo del pantalón. Por fin entiendo qué quiere decir seguir al corazón. Y mi corazón me dice que me quite la cinta, y que se la ponga a mi abuela en el cuello, y que apriete hasta que cese el remedo de respiración que aún le queda.

¿Cómo se puede dejar de seguir al corazón?

María Eugenia Ramos

Cuadernos Hispanoamericanos, suplemento dedicado al cuento latinoamericano. Madrid, s.f.e. [septiembre 2020].

10 de diciembre de 2017

El mundo perturbador de "Una cierta nostalgia"

Afiche del Centro Cultural de España en Tegucigalpa para la presentación
de la cuarta edición de Una cierta nostalgia, Tegucigalpa, febrero de 2017.


Dennis Arita*


Publicado originalmente en 1998 en un diario de Tegucigalpa, Una cierta nostalgia ha tenido tres ediciones en forma de libro; la última, de 2016, bajo el sello de la Editorial Guaymuras, en la que también Ramos asumió el diseño de cubierta y páginas interiores, dando muestra de su delicadeza en estos menesteres.
Debido a la dificultad de abarcar en unas cuantas páginas la profusión de temas y símbolos que sugiere cada nueva lectura de Una cierta nostalgia, prefiero limitarme a cuatro de los motivos que se repiten en las narraciones del libro: las amenazas, los sueños, la locura y los espejos.
Las amenazas
Estamos rodeados de amenazas: la amenaza de quedarnos solos, de morir violentamente, de vagar por un mundo donde comunicarse es imposible. La literatura ha explorado desde hace siglos esos temores primigenios de la humanidad, dándoles formas de monstruos, páramos oscuros, cavernas, espacios que nos aplastan con su inmensidad o nos espantan con su estrechez, funcionarios malvados, tribunales incomprensibles y horrorosos laberintos. Las historias que la literatura nos cuenta para describir las amenazas que nos acechan todos los días son a veces claras como los antiguos mitos o herméticas y oscuras como las novelas de Kafka. En los mejores libros, los causantes de nuestros miedos se pueden ocultar bajo máscaras inesperadas y estar al acecho en sitios insólitos.
Los cuentos de Una cierta nostalgia describen eficazmente algunos de nuestros temores más poderosos, los muchos enemigos que nos desafían y que en ocasiones no sabemos reconocer porque dentro llevamos sembrados otros miedos que nos ciegan y nos impiden medir la fuerza con que esas amenazas nos hacen sus esclavos. A veces, parecen sugerir las narraciones de Una cierta nostalgia, no hay peor enemigo que el que llevamos dentro.
Para hablarnos de nuestros miedos, Ramos usa en sus relatos una escritura límpida y tersa que no parece anunciar los materiales tenebrosos con los que trabaja e imagina situaciones límites en las que sus personajes, casi siempre mujeres, deben luchar contra los monstruos que las asedian desde fuera y contra otros que se abren paso desde los rincones oscuros de la mente.
La soledad, todos lo sabemos, nos intimida y es capaz de carcomer nuestra cordura. No hay día que no estemos inventando maneras de no sentirnos solos, formas de declarar nuestra repugnancia al vacío. Como a nosotros, a los personajes de Una cierta nostalgia les da temor sentirse solos y son capaces de todo por huir de la amenaza de la incomunicación y el desamparo; pueden incluso, como Marta, en El círculo, décimo cuento del libro, desdoblarse, transformarse brevemente en otra persona que no está sola, que tiene una historia compartida, una casa, un marido, unos hijos. El problema de Marta, como el de todos los que intentan evadir la soledad por medios ilegítimos, es que de ese modo pueden deslizarse poco a poco y sin darse cuenta hacia el territorio de la locura. Ramos describe con delicadeza y habilidad consumada el paso de las fantasías a la brutal realidad de los seres solitarios.
Amenazada también está la Cenicienta de Entre las cenizas, cuarta pieza del volumen, y su soledad se parece a la de Marta porque, como en El círculo, la burbuja evanescente donde transcurre su existencia toca apenas por un momento el mundo, hecho de guerras y exilio, del príncipe Miguel, quien la sueña una noche tan solo para poseerla, dejándola al final más desamparada que nunca, incapaz de vencer al “fantasma implacable” que la tortura cada noche.
La misma clase de aislamiento padece Sonia en La partida, quinto relato del libro: en un mundo arrasado por un temblor apocalíptico, Sonia y sus dos compañeros masculinos, el “censor implacable” Pablo y el amoroso Francisco, deben dejar atrás la casa donde ya les resulta imposible impedir que se escapen sus recuerdos. La huida de fuerzas enigmáticas se parece a la de los hermanos en Casa tomada, de Cortázar. Sonia, igual que Cenicienta y Marta, está aislada y la barrera que le impide comunicarse toma la forma, en el relato, de un vidrio que los separa.
Los hombres en la vida de estas tres mujeres se parecen a Marcos en Cuando se llevaron la noche, séptimo relato del volumen; al comienzo del cuento, Marcos duerme o tal vez se imagina “lejos, tal vez caminando sobre alguna duna” y, aunque descansa en la misma cama que la narradora en primera persona del relato, en realidad no está con ella. Misteriosas entidades, como en La partida, asedian la casa donde ella y Marcos se han citado para hacer el amor y rompen su relación, al parecer definitivamente.
Tan poderosa como la amenaza de la soledad es la de la muerte y es difícil nombrar un miedo peor que el de morir violenta, injusta y anónimamente, como le ocurre a Isaías, protagonista de El vuelo del abejorro, primera historia del libro; sin embargo, el relato nos revela que, en efecto, sí hay una peor forma de morir: que se burlen de nosotros antes de liquidarnos, que primero nos atemoricen, luego nos den un respiro, una esperanza fugaz, y al final nos destrocen revelándonos una maldad sin límites. Como una especie de contrapunto irónico, el segundo cuento del libro, Para elegir la muerte, anuncia desde su título lo que no pudo hacer Isaías en El vuelo del abejorro: Samuel sí escoge la forma de su muerte, pero no es una muerte común, es la muerte “sin recompensa”, diferente a la de quienes mueren por amor o por fe, pero semejante a la de quienes entregan la vida por una causa sin la satisfacción de contemplar los frutos de su ofrenda definitiva.
Ambas narraciones están unidas también por la crítica social; entre los pliegues de la fábula se desliza el fantasma de la represión política. Aunque el primer relato no nos aclara de dónde procede la violencia que acaba con la vida de Isaías y el segundo solo lo sugiere con la mención de la clase de muerte escogida por Santana (“había elegido morir como desaparecido político”) y en la manera enigmática de describir la muerte elegida por Samuel, en el tercer cuento de la colección, Domingo por la noche, las implicaciones políticas están expuestas con toda claridad: una patrulla detiene a dos mujeres que vienen de repartir volantes contra la represión y una tercera mujer, esposa de un doctor aliado de las fuerzas represivas, las salva de la violación, la tortura y, tal vez, la muerte.
Domingo por la noche nos presenta, así, al hombre como otra amenaza y a las mujeres sometidas al hambre masculina de poder. Esta forma de describir a los hombres como criaturas poseídas por intereses y motivos oscuros y a las mujeres como víctimas de los caprichos varoniles se magnifica y adquiere dimensiones fantásticas en Los visitantes, octava narración del libro de Ramos. La protagonista anónima de Los visitantes escapa de “tres jóvenes bien vestidos” que pretenden llevársela por la fuerza y regresa a casa con la ayuda de dos seres extraterrestres, uno de los cuales muestra misteriosos atributos masculinos que fascinan a la jovencita.
No debe extrañarnos que la protagonista de Los visitantes prefiera soñar (como insinúa el final del relato) con un hermoso galán de otros mundos en vez de caer en manos de una pandilla de borrachos; como las muchas soñadoras que pueblan las páginas de Una cierta nostalgia, ella escoge sus fantasías en vez de “la carga de una existencia respetable”. Soñar despiertos o dormidos se convierte de esa manera en una forma de imponerse a la realidad y las mujeres, protagonistas mayoritarias de las historias de Una cierta nostalgia, pueden soñar para crear mundos alternos en los que, si bien fugazmente, son felices. Al menos es así hasta el momento en que sus sueños se convierten en pesadillas.
Sueños
Si el mundo real está erizado de amenazas constantes que alzan su horrible rostro en cada esquina, a los personajes de los cuentos de Una cierta nostalgia les queda por lo menos el consuelo de soñar. En una muestra de sarcasmo tal vez involuntario de Ramos, los soñadores que aparecen en sus narraciones se dividen en hombres que están literalmente dormidos y mujeres que sueñan para crear mundos donde a veces alcanzan un simulacro de la felicidad y otras veces son víctimas de sus sueños transformados en pesadillas; son, de cierta manera, representaciones de la escritora que sueña ficciones.
Una muestra asombrosa de la manera como Ramos maneja el material onírico es Entre las cenizas, primera incursión del libro en el terreno de algo que podríamos llamar fantasía pura: en una interesante reelaboración de un famoso cuento de hadas, Ramos describe cómo el príncipe Miguel sueña con Cenicienta cuando, de vuelta de una derrota en la guerra, se alberga en una destartalada cabaña en medio del bosque. El príncipe se parece a los demás ejemplares de su sexo que pasan por las páginas del libro de Ramos: es un ser de preocupaciones primitivas, interesado más en satisfacer sus deseos que en ponerse en los zapatos, sean o no de cristal, de una mujer. Miguel se duerme y sueña con Cenicienta, pero sueña con ella solo para poseerla y, una vez que ha terminado el acto, el sueño parece también terminar; sin embargo, Ramos, en una vuelta de tuerca prodigiosa, hace que Cenicienta continúe el sueño del príncipe y que tenga un sueño dentro del sueño iniciado por el hombre, aunque el suyo no es solo un sueño placentero, sino una “pesadilla que la acecha desde niña” bajo la forma de un animalito de juguete que le destroza el cuerpo a dentelladas.
En Entre las cenizas, Ramos maneja con eficacia varios planos y logra un texto sorprendente que supera su prestigiosa ascendencia fantástica y se convierte en una alegoría de la incomunicación. Los planos oníricos de los dos personajes se tocan durante un breve lapso, pero, al final, Cenicienta queda sola y perdida.
Otra forma de la pesadilla acecha a Adriana en El viaje, novena pieza del libro. La narración es una nueva muestra de la habilidad técnica de Ramos al barajar el plano onírico y el plano real, desplazándose con sutileza de uno a otro y estableciendo al comienzo elementos que revelan todo su significado en el poderoso cierre del relato. El sueño de Adriana es también premonitorio; en una metamorfosis sorprendente, el reloj soñado por ella se transforma, en la realidad del cuento, en otro artefacto mecánico: un automóvil. Adriana se parece a la Sonia de La partida; ambas son criaturas de duros hábitos (“detestaba el desorden”), y está sometida al inflexible código materno (“mirarse al espejo era pecado, decía su madre”; “llorar cuando se muere alguien es un pecado”) que a lo mejor determina de algún modo la simbología de sus sueños.
A veces, los sueños en las narraciones de Ramos entran en un espacio inestable donde los personajes podrían estar perdiendo la razón o moviéndose en ámbitos puramente fantásticos. Ese es el caso de Marta en El círculo y la chica anónima de Los visitantes; tal es el rico poder de sugestión de ambas piezas del libro que no sabemos si las dos mujeres sueñan despiertas, están entrando en el territorio de lo irreal o se han vuelto locas.
Locura
En el cuento fantástico El horla, publicado en 1882 por Guy de Maupassant, el narrador en primera persona nos describe a una abominable criatura que lo espanta cada noche; el lector no es capaz de decidir si la entidad es auténtica o es solo el producto de los desvaríos del narrador.
Si es posible hablar de realidad e irrealidad en una ficción, en cuanto maneja primordialmente elementos imaginarios, entonces, la delicada articulación de lo real y lo irreal en la narración del maestro francés se parece a lo que Ramos consigue en algunas de las historias de Una cierta nostalgia: Carmen, en La otra, sexto relato del libro, está tan obsesionada con su belleza reflejada en los espejos y con el supuesto engaño de su novio que comienza a perder el control de su mente e imagina que en el fondo de su espejo favorito acecha la otra. Los espacios real e irreal se contaminan y, al final de la narración, un espejo ha desaparecido fantásticamente de la casa de Carmen; esta contaminación de planos es parecida a la de Entre las cenizas, donde la muñequita de trapo del sueño se materializa asombrosamente “sobre el jergón” donde el príncipe pasó la noche.
Si estamos dispuestos a entrar en el juego propuesto por la ficción en La otra, los hechos del relato deberían entonces tomarse al pie de la letra porque nos los cuenta un narrador objetivo y omnisciente; juzgamos que Carmen ciertamente ha enloquecido, pero la fantástica desaparición del espejo deja la puerta abierta a la posibilidad de que la irrealidad haya invadido el espacio real propuesto por la narración. En cambio, Cuando se llevaron la noche es narrado en primera persona por una mujer anónima, quien, después de escuchar golpes en el techo de la casa donde duerme con su amante, descubre aterrorizada que “se llevaron la noche”. La posible dimensión fantástica del relato tiene quizá menos importancia que la explicación siquiátrica o las connotaciones simbólicas: la noche que “se llevaron” adquiere de golpe muchos significados.
La ventana en Cuando se llevaron la noche, el espejo en La otra y la puerta del autobús en El círculo son como portales por donde los personajes pueden perderse en una dimensión alterna o, más probablemente, en la locura. Marta, en El círculo, atraviesa la puerta del bus y con ese acto trivial parece pasar temporalmente al cuerpo de otra mujer menos solitaria y tal vez más feliz.
Espejos
Narciso, nos cuenta el mito griego, era un joven tan enamorado de él mismo que se ahogó al caer en el estanque donde se contemplaba.
El relato La otra es un eco del antiguo mito, pero en este caso es una mujer la que se deja seducir por su propia imagen reflejada en un espejo. El misterio esencial de los espejos, la posibilidad fantástica de que por una luna se asome otro universo, mejor o peor que el monótono mundo de todos los días, es parte del encanto y el miedo que La otra nos provoca.
No solo la imaginación popular ha fantaseado con la idea de que las superficies reflexivas son umbrales fantásticos. En A través del espejo, de Lewis Carroll, Alicia viaja a un mundo de posibilidades infinitas atravesando una lámina de vidrio pintado.
Es cierto que, en la fantasía de Carroll, Alicia pasa por situaciones bizarras del otro lado del espejo, pero ninguna de sus experiencias en el mundo alterno tiene el aura de desolación que deben afrontar las protagonistas de los cuentos de Ramos cuando contemplan su reflejo. Así, en El círculo, Marta se duerme en el autobús y se sueña como una niña cerca de una fuente; el encanto de esa imagen se rompe cuando Marta se asoma a la fuente y ve “una sombra oscura reflejada en el agua”. El miedo de Marta a las superficies reflexivas no es exclusivamente suyo; alguno de nosotros debe haber sentido algo parecido más de una vez. Los espejos pueden ser imaginados como portales fantásticos, pero tienen una facultad más espantosa: nos devuelven la imagen de nosotros que a veces no quisiéramos ver.
La fidelidad
La lectura de Una cierta nostalgia nos deja un sentimiento contradictorio: estamos ante un libro de prosa luminosa, pero donde personajes solitarios y amenazados, en precario equilibrio entre la locura y las realidades alternas, deambulan por paisajes sombríos y, en ocasiones, destruidos por cataclismos.
Parece que en un mundo como el que describe Ramos no hay sitio para la esperanza: los personajes están separados unos de otros y se mueven en sus respectivas burbujas, infladas de sueños, visiones y fantasías. Nadie entiende a nadie e incluso la muerte es un producto vendido por misteriosas corporaciones.
Domingo por la noche es el único cuento del libro que, a pesar de su argumento perturbador, ofrece la solidaridad como una salida; sin embargo, no es un hombre quien equilibra la balanza solidarizándose con las mujeres que están a punto de ser violadas: es otra mujer quien las salva.
En Una cierta nostalgia, María Eugenia Ramos, fiel a su ideario, no se traiciona nunca ofreciendo salidas fáciles.

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* Narrador hondureño nacido en La Lima, Honduras, en 1969. Ha publicado los libros de relatos Final de invierno (2008) y Música del desierto (2011).

Fuente: Carátula, revista cultural centroamericana, # 81, diciembre de 2017. Ver la publicación original aquí.

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