4 de octubre de 2020

La cinta roja




I am shielded in my armour
Hiding in my room, safe within my womb
I touch no one and no one touches me.
I am a rock, I am an island.
And a rock feels no pain
And an island never cries.
Simon & Garfunkel

Mi abuela yace en el sofá, sumida en esa duermevela en la que se ha refugiado desde hace tiempo, y sé que no hay mucha diferencia entre que esté tendida allí o en un ataúd. Hace mucho que dejó de comer, de oír, de ver y de sentir otra cosa que no sea miedo y dolor. De vez en cuando algo de su antiguo ser vuelve a su mente, y entonces busca a las personas a su alrededor. ¿Estás allí?, pregunta con voz apenas audible. Sí, abuela, aquí estoy. ¿Qué necesita? Nada, contesta, es que pensé que me habían dejado sola.

Desde que enfermó tiene miedo de estar sola. Por eso se ha trasladado a la sala, donde reina la carcoma que comenzó en las vigas del techo y se ha apoderado de la casa, a tal punto que de algunos muebles solo queda el cascarón. Ha pedido que le acondicionen este viejo sofá, donde cada mañana acomoda sus pequeños huesos, sostenidos apenas por una piel frágil que ha empezado a descamarse. 

Vivo en un cuarto destinado a bodega, en la parte de atrás de esta casa donde crecí. Me he quedado aquí donde mi mamá me dejó, así como abandonó el piano, recuerdo de una época maravillosa en la que no había carcoma, y ella tocaba y cantaba canciones que yo adoraba escuchar. Pero un día me dijo: hay que seguir al corazón, y se fue. Yo tenía seis años, y durante todo ese tiempo pensé que ella era mi bonita hermana mayor, que me permitía verla cuando se peinaba ese cabello largo y lustroso, y me dejaba ponerme pintalabios a escondidas de mis tíos.

Cuando ella se fue, mis tíos me dijeron que no era mi hermana, que se había embarazado a saber de quién, y así fue como nací yo. Por mucho tiempo esperé que volviera, y mientras tanto intentaba tocar el piano para recordarla. Hasta que mi abuelo dijo un día: Mucha bulla hace ese niño con ese piano, y mandó que lo regalaran. De ella solo me quedó un pintalabios. Esperaba a que mis tíos se fueran para ponérmelo, y me miraba al espejo buscando los ojos de ella en los míos; pero nunca aparecieron.

Soy albañil desde que mi abuelo dispuso que le ayudara a uno de mis tíos, que es maestro de obra. Me gustó empezar a ganar algún dinero. Lo usaba para comprar pintalabios en algún puesto del mercado y me los llevaba a la bodega, que para entonces ya era también mi cuarto. El pintalabios que dejó mi mamá se gastó pronto, de tantas veces que me lo puse de niño, pero aún llevo conmigo el envase, y me gusta tocar de vez en cuando ese pequeño tubo vacío.

Mi abuelo murió hace unos años. Ni él ni nadie más en la casa volvieron a hablar de mi mamá. Cuando mi abuela enfermó, me dediqué a cuidarla porque mis tíos se van a trabajar. Me gusta quedarme a solas con ella porque puedo revisar sus cosas de antigua costurera, y hasta probarme vestidos de los que guarda en ese viejo ropero. Sin que ella se dé cuenta, me he llevado algunos a mi cuarto-bodega, para ponérmelos en esas largas horas en las que no tengo nada que hacer. Pero no tengo espejo de cuerpo entero. Tengo que verme por partes, y he llegado a pensar que así soy, una persona hecha de pedazos.

Hoy no estoy buscando vestidos, sino una cinta roja que combine con mi pintalabios, tal vez porque guardo el vago recuerdo de haber visto a mi mamá usando una en el pelo. Aunque tengo los dedos duros y callosos por el trabajo de albañil, me las arreglo para buscar con delicadeza entre tiras bordadas, antiguos retazos de tela, encajes y botones. Hay muchas cintas, pero ninguna es roja. Me acerco al sofá donde mi abuela dormita con la boca entreabierta. La llamo y abre a medias los párpados. ¿Tiene una cinta roja?, le pregunto. Inesperadamente, sus ojos están completamente abiertos, y me dice: Sí, buscala en la caja de madera que está detrás de mi cama. Sé que caja es, una de madera tallada. Desde niño he querido saber qué hay dentro, pero siempre está con llave. Antes de que le pregunte, la abuela me dice: La llave está en la mesa, detrás de la virgen.

El cuarto de mi abuela está lleno de imágenes de santos. Cuando era niño le tenía mucho miedo a ese cuadro donde está un señor de cara hosca, como la de mi abuelo, con sandalias y un vestido blanco, que sostiene una balanza, mientras a sus pies hay unas personas envueltas en llamas. Es el Justo Juez, me decía mi abuela. No le tengás miedo. Portate bien para que cuando llegue el juicio final no te vayas al infierno. Las vírgenes, en cambio, son mucho más amables, con sus vestidos que imagino de tela suave. Son varias, pero yo sé que cuando dice «la virgen» se refiere a la de Suyapa, que es su patrona.

Me emociona poder abrir la caja y ver qué hay adentro. Encuentro la llave exactamente donde dijo la abuela. Limpio el polvo acumulado en la madera e introduzco la llave en la cerradura. Cuesta que gire, pero finalmente se abre. Adentro lo único que hay es precisamente una cinta roja, y de alguna manera me doy cuenta de que es la misma que recuerdo haberle visto a mi mamá, cuando era niño.

Me paro frente al espejo grande del ropero. Me veo como soy: un hombre adulto, vestido con un pantalón de tela gastada y una camiseta. Mi cabello está largo, y eso me parece genial porque puedo ponerme la cinta. Tomo el cepillo de mi abuela y me peino cuidadosamente. Mis manos son duras, pero mi pelo no. Es suave, y tengo la esperanza de que se parezca al de mi mamá.

Después de cepillarme bien, me pongo la cinta y vuelvo a la sala. La abuela está despierta, me mira como asustada, y trata de incorporarse. Me acerco para ayudarla, porque no puede hacerlo sola. Entonces veo que está llorando, y eso me asusta. ¿Qué tiene, abuela? ¿Le duele algo? Mueve la cabeza para decir que no, y hace señas para que me agache. No sé si quiere quitarme la cinta, o es un gesto como el que acostumbra para bendecirme.

Era de ella, empieza a decir, y me cuesta entenderla entre sus lágrimas. No le pregunto quién es ella, porque ya sé que es mi madre. No sé de qué se acordó para que esté llorando, pero me quedo esperando en silencio. Entonces empieza a hablar, y sé que nada podrá detenerla. Tu mamá era linda y muy inteligente. Sacaba buenas calificaciones en el colegio. Ha dejado de llorar y hace silencio por un momento. Luego vuelve a hablar, con voz más fuerte. Yo tenía que haberla cuidado, y no lo hice. Tu abuelo dormía con tus tíos, porque desde que me embaracé de tu mamá dijo que yo le daba asco. Una madrugada me levanté para ir al baño, y vi que estaba abierta la puerta del cuarto de tu mamá. La fui a cerrar para que los perros no se metieran. El alumbrado de la calle daba justo a la ventana de ese cuarto, y pude ver que tu abuelo estaba en la cama, encima de tu mamá. Ella no se movía. Y tenía puesta esa cinta roja en el pelo. Entonces supe lo que le estaba haciendo. A ella. Mi niña.

Yo me he quedado con los ojos abiertos, sin ver a ninguna parte. Me he ido a algún otro lugar y desde allá oigo esa voz que llega de muy lejos. No hice ni dije nada, sigue mi abuela. Me obligué a olvidar lo que había visto. Cuando a tu mamá le empezó a crecer la barriga, supe que era de tu abuelo. Los tres lo sabíamos, pero nunca dijimos nada. Tu abuelo la sacó del colegio. Después de que naciste, ella se quedó mucho tiempo para cuidarte, hasta que un día se fue. Yo nunca la busqué. Solo guardé esa cinta bajo llave, para nunca más volver a verla.

Por fin ha dejado de hablar. Yo no digo nada. Se vuelve a acostar, y sé que esta vez no saldrá de esa duermevela, su refugio. Me doy cuenta de que no se puede morir porque está muerta desde hace mucho tiempo. Pero siento compasión por ese cuerpo vacío, como los muebles devorados desde adentro por la carcoma, como el envase del pintalabios que siempre llevo en el bolsillo del pantalón. Por fin entiendo qué quiere decir seguir al corazón. Y mi corazón me dice que me quite la cinta, y que se la ponga a mi abuela en el cuello, y que apriete hasta que cese el remedo de respiración que aún le queda.

¿Cómo se puede dejar de seguir al corazón?

María Eugenia Ramos

Cuadernos Hispanoamericanos, suplemento dedicado al cuento latinoamericano. Madrid, s.f.e. [septiembre 2020].

1 comentario:

Anónimo dijo...

LA CINTA ESCARLATA
EN UN CUENTO DE MARIA EUGENIA RAMOS

En una edición reciente de los Cuadernos hispanoamericanos la narradora hondureña María Eugenia Ramos publicó un cuento llamado La cinta roja, narración que trata sobre Arturo, un albañil que alcanza la edad adulta viviendo en casa de sus abuelos maternos; su madre lo dejó allí desde que era un bebé, bajo los cuidados de la abuela que, previo a ser ahorcada por el mismo Arturo, con una cinta escarlata, le revela a su nieto (quien fantasea con ser una mujer igual que su madre) que él es un vástago concebido en estupro y en una relación incestuosa entre su abuelo y la hija, mamá de Arturo.

El cuento de Ramos recrea un tipo de opresión muy común dentro del ámbito familiar, situación que recuerda aquella obra del teatro de Jean-Paul Sartre donde se afirma que “el infierno son los otros” (A puerta cerrada).

La abuela narra la opresión que padeció al interior del hogar la madre de Arturo, vejada por su propio padre cuya figura parece que también aterró a Arturo durante las noches de su infancia durmiendo en el cuarto de atrás, lugar donde él no solo mantiene oculto los vestidos dejados por su madre al huir en busca de libertad, sino también su condición y tendencia homoerótica, condición que desde su niñez lo afligió (mea culpa) hasta lo indecible cada vez que entró al dormitorio (especie de lugar santísimo) de su abuela, y presenciaba el cuadro del Justo Juez, cuya mirada lo sojuzgaba, inmisericordemente.

Siempre se habla de lo “kafkiano” relativo solo a lo absurdo; también, lo “kafkiano” tiene que ver con el poder tirano que unos ejercen sobre otros en cualquier ámbito social, y el sentimiento de culpa que, producto de esa tiranía, padece en su interior cada uno de los personajes.

Ambas situaciones se transpiran leyendo entre líneas este cuento donde el abuelo o patriarca violenta a los demás que no solo sufren dicho atropello; además, padecen una pena dolorosa si infringen los mandatos paternos. En ese sentido, la abuela sufre más al revelar el secreto de lo que el padre ha hecho; sin embargo parece no sopesar el daño que su marido ocasionó en la sensibilidad de su hija al violarla ni tampoco escatima el castigo moral que carga estoicamente en su consciencia su nieto concebido incestuosamente.
Asimismo, en este cuento la soledad es un martirio que lacera el corazón del nieto y de la abuela. Viven juntos, pero sus existencias son dos islas aferradas al vacío. Su convivencia los ha endurecido, insensibilizados, los ha vuelto simples marionetas de un destino aciago.

Algo más. Es ineludible leer este cuento como un texto que linda con la protesta hecha a una sociedad patriarcal que veja, mancilla y devora a su simiente. El cuento parece denunciar el clima monstruoso que la familia tradicional crea en su seno donde anidan la humillación, el castigo y la delación.

Nacida en Tegucigalpa en 1959, María Eugenia Ramos ha escrito poesía, cuentos y ensayos de valoración crítica.