3 de marzo de 2016

El asesinato de Berta Cáceres: ¿la gota que colma el vaso?

Berta Cáceres (primera de derecha a izquierda), participando en un ritual de la cultura lenca.
Fotografía: Diario El Heraldo

Esta madrugada, cinco días antes de conmemorarse el Día Internacional de la Mujer, las primeras planas de los medios de comunicación más importantes del mundo publicaron la noticia del asesinato de Berta Cáceres, dirigente del pueblo lenca de Honduras. Es la muerte anunciada de una tenaz defensora de los derechos humanos y del medio ambiente, cuya lucha era respetada no solo en este país de sombras, sino en el exterior, donde se le había reconocido con el premio Goldman y había tenido la oportunidad de presentarse ante líderes mundiales, entre ellos, el papa Francisco.

Debido a las amenazas constantes de que era objeto, se le habían otorgado medidas cautelares por orden de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Pero en Honduras las medidas cautelares son de poca ayuda, especialmente cuando los órganos policiales responsables de aplicarlas tienen tan escasa credibilidad. De más está decir lo patética que resulta la excusa de la policía encargada de velar por la seguridad de Berta: que ella “no había informado de su cambio de domicilio”.

Atribuir a la delincuencia común este asesinato, que se suma a tantos otros cometidos contra dirigentes y activistas de pueblos indígenas y defensores del medio ambiente, desafía la paciencia de una nación bajo permanente amenaza, no solo del crimen organizado, sino de la complicidad que permea a los órganos de seguridad y justicia del Estado. No son pocos los casos en los que las víctimas de delitos prefieren no presentar denuncia, ante el temor de que quien la recibe trabaje para los mismos que están detrás de los hechores. Y si la presentan, se exponen a recibir presiones veladas o directas para la retiren.

Proveniente de una familia donde aprendió desde temprano el sentido de justicia, Berta estaba perfectamente consciente del riesgo que corría, triplicado por ser mujer, miembro de una etnia y habitante de una de las regiones con mayor marginalidad y pobreza de Honduras, lo que es mucho decir si consideramos que el país entero no ha logrado salir de los escalones más bajos en materia de desarrollo en América Latina. Sin embargo, siguió adelante y su perseverancia logró detener, al menos temporalmente, los proyectos de madereras y centrales hidroeléctricas, cuyos efectos amenazan la existencia de las comunidades lencas asentadas en ese lugar.

Es poco probable que sus asesinos materiales sepan hasta dónde llega la sombra de la mujer que mataron; pero los autores intelectuales sí lo saben, y apuestan una vez más a acallar con la violencia las voces de quienes disienten del proyecto de convertir a Honduras en una maquila gigantesca. Sabemos a qué le apuestan quienes la mataron. La pregunta es: ¿a qué apostamos quienes lloramos su muerte?

Hasta ahora, un rasgo común que nos ha caracterizado, debido al estado de indefensión en que vivimos, ha sido la desesperanza. La falta de liderazgos suficientemente creíbles ha hecho que algunas y algunos de cierta manera caigamos en el derrotismo. Sin embargo, el asesinato de Berta, paradójicamente, viene a ser la campanada de atención que nos despierte y empuje a buscar puntos en común, hallar tablas de salvación que nos permitan salir a flote, superar el dolor y la muerte y construir trincheras desde donde fortalezcamos un proyecto de país con equidad e inclusión.

El Estado de Honduras, por su parte, debe asumir su responsabilidad en este y otros asesinatos. De no hacerlo voluntariamente, igual terminará enfrentando en su momento las decisiones de los órganos internacionales de justicia. Y la primera muestra de su buena intención sería ratificar la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación hacia la mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), instrumento indispensable para avanzar hacia la equidad en una sociedad tan profundamente marcada por brechas sociales y de género.

Berta Cáceres, en la vida y en la muerte, es una de las grandes referentes en nuestra historia, una muestra de que la utopía entendida como la lucha por un país y un mundo mejores sigue siendo posible. Aunque sea insuficiente consuelo ante el dolor de la pérdida, su madre, sus hijas, hijo y la gente que la acompañó en su lucha deben saber que nos deja un legado incalculable: la esperanza.

Tegucigalpa, 3 de marzo de 2016.

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