16 de junio de 2021

Representación de la violencia de género en cuatro cuentos hondureños del siglo XXI


Alegoría de la libertad. María Izquierdo, 1937.

Introducción

«¿Cómo se puede narrar la violencia, sobre todo cuando alcanza niveles de desmesura y horror que arrasan con todo lo que de humano hay en el hombre?», se pregunta el crítico uruguayo Gustavo Lespada (2015), refiriéndose a la violencia en la literatura latinoamericana reciente. Desde otra perspectiva, cabría preguntarse: ¿es posible dejar de narrar esa violencia sin límites que atraviesa la historia y la cultura de esta región del mundo, con denominadores comunes y particularidades específicas por época y país? ¿Y cómo abordarla desde el lenguaje propio de la narrativa de ficción, claramente diferenciado del discurso sociológico?

La violencia abarca un amplio espectro, que incluye entre sus manifestaciones más visibles la guerra, la represión estatal, la pobreza, el hambre, el crimen organizado y la violencia de género, término que, según Naciones Unidas, «se utiliza principalmente para subrayar el hecho de que las diferencias estructurales de poder basadas en el género colocan a las mujeres y niñas en situación de riesgo frente a múltiples formas de violencia», y además describe «la violencia dirigida contra las poblaciones LGBTQI+, relacionada con las normas de masculinidad/ feminidad o las normas de género» (ONU Mujeres, s.f.).

El presente artículo analiza el tratamiento de la violencia de género en el cuento hondureño del siglo XXI, específicamente la violencia contra las mujeres y las niñas, en cuatro narraciones publicadas entre los años 2012 y 2019, correspondientes a tres autoras y un autor: Mimí Díaz Lozano, Jessica Sánchez, Rebeca Becerra Lanza y Kalki Martínez. Para los fines de este artículo, se ha considerado relevante el contexto biográfico de las autoras y el autor, si bien se entiende que estas circunstancias no determinan el valor literario que se pueda atribuir a las obras.

Los cuentos se presentan en orden cronológico, atendiendo a la fecha de su publicación.

«La prisionera», de Jessica Sánchez

Nacida en Lima, Perú, en 1974, la escritora hondureña Jessica Sánchez es licenciada en Letras y una voz reconocida de los movimientos feministas en el ámbito hondureño y latinoamericano. Su gestión en cargos directivos de sociedad civil ha contribuido a generar espacios para la organización y creación artística de las mujeres, incluyendo concursos literarios y la fundación de una Escuela de Narrativas Feministas. Como defensora de derechos humanos, brinda acompañamiento a mujeres víctimas de violencia de género, de la que ella misma es sobreviviente (entrevista de Óscar Estrada, 2016).

Infinito cercano (2010) recoge siete cuentos en los que tres generaciones de mujeres enfrentan una violencia cotidiana, manifiesta en golpes y humillaciones, pero también en secretos y silencios. En palabras de Gustavo Campos, el mérito del libro reside en que su trama biográfica encuentra su sentido en la construcción imaginaria y la memoria, retratando a «mujeres prisioneras de un modelo de sociedad, pero también su liberación» (Campos, 2012). 

En estos cuentos encontramos imágenes intensas y bien construidas que evidencian la capacidad de la autora de convertir al lenguaje de la ficción narrativa la memoria y la denuncia de un modelo de sociedad que normaliza la violencia, como se puede apreciar en estos ejemplos: «Palabras gruesas y obscenas, que hubiera jurado ante peligro de muerte no oírlas jamás de su boca, salían atropelladas, ruidosas, como pasajeros de un autobús desbordado saliendo por las puertas, por las ventanas, por las grietas del techo». «—Apagá esa luz. —No puedo, madre, está prendida en mis párpados».

En «La prisionera», narrado en primera persona, la protagonista es una mujer que tiene el hogar conyugal por cárcel. Su carcelero y verdugo es el hombre que prometió amarla y acompañarla; sin embargo, la promesa de felicidad se convierte pronto en amenazas, golpes, y la angustia de comprender que para sobrevivir es necesario escapar. La víctima se sumerge en un silencio sumiso; sin embargo, de alguna manera está preparando las condiciones para su liberación, a costa de un dolor extremo, expresado en la metáfora de limar los barrotes con sus propios dientes, percibiendo el sabor a óxido y sangre.

Finalmente, toma la decisión de dejar todo atrás e iniciar muy lejos una nueva vida. Sin embargo, el pasado subsiste en pesadillas recurrentes que la hacen retornar una y otra vez a la prisión. Pese a todo, el epílogo de la historia es esperanzador: «De los carceleros mejor ni hablar, ellos están muertos y a los muertos se les oye desde lejos, se les pone flores, velas y, por último, se brinda, hasta se baila en su honor. Nosotras, por otro lado, seguimos vivas y brillantes. Estamos fuera».

«Virgen», de Kalki Martínez

El escritor Kalki Martínez nació en 1980 en San Pedro Sula. Ha escrito poesía y cuento. Ejerció la docencia durante muchos años en su ciudad natal, hasta que recientemente se vio forzado a migrar junto a su familia, como resultado de la misma violencia de la que ha dado testimonio: «...la conozco [la violencia], la he padecido, me he revestido y disfrazado en ella para sobrevivir. Ahí perdí la inocencia, me corrompí, entrené mi alma y mi comportamiento» (Martínez, 2018, en entrevista de Leda Lozier).

Virgen y otros cuentos (2017) aborda el fenómeno de la violencia instaurada en San Pedro Sula, ciudad considerada en 2012 y 2013 como la más violenta del mundo (Conexihon, 2013), e incluida en 2018, junto con Tegucigalpa, entre las 50 ciudades más violentas del mundo (Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, 2019). Sus personajes son «jóvenes separados por la violencia de los barrios sampedranos»; al inicio del libro, son «muchachos normales», pero a medida que se suceden los relatos se convierten en «muchachos brutales que han perdido la inocencia, están en guerra con el mundo y no entienden el porqué de su malestar. La violencia es lo único que parece satisfacerlos y los hace sentirse distintos e importantes» (Arita, 2018).

Las maras y pandillas, como lo señala el propio Martínez en la entrevista antes citada, han sufrido una mutación en Honduras desde sus inicios en los años noventa, hasta el crimen organizado, especialmente la extorsión y el sicariato. Un estudio reciente señala que entre 2010 y 2019 comenzaron a tener «una vida híbrida, entre la clandestinidad y lo público». La inestabilidad política y el deterioro institucional han permitido que «pandilleros y simpatizantes se infiltren en cuerpos policiales, militares, juzgados y en puestos de gobierno» (Asociación para una Sociedad Más Justa, 2020).

«Virgen», el cuento que da título al libro, narra la historia de Suyapa, una joven pandillera, desde el punto de vista de un adolescente que la ha amado por mucho tiempo de forma platónica. La joven ha sido asesinada, y la visión de su cuerpo expuesto a la curiosidad morbosa de los habitantes del barrio desencadena en el muchacho los recuerdos de su amistad con ella, que era el centro del deseo masculino, pero también objeto que pasaba de mano en mano. Por medio de estos recuerdos, intercalados con eventos presentes, el autor presenta el panorama de un vecindario sometido por completo al poder de las maras.

El feminicidio, según Rita Segato (2013) «utiliza el significante cuerpo femenino para indicar la posición de lo que puede ser sacrificado en aras de un bien mayor, de un bien colectivo, como es la constitución de una fratría mafiosa». El sacrificio del cuerpo de Suyapa se describe sin concesiones, con detalles como los abundantes tatuajes, heridas, signos de violación. Los pájaros han empezado a devorar el cadáver. Tanto en vida como después de muerta es revictimizada por los comentarios soeces de todo el barrio, especialmente de los hombres. La ejecución de Suyapa, haya sido o no responsabilidad directa de la mara, constituye el corolario de lo que se podría considerar una fraternidad masculina que la sentenció desde que a los nueve años fue violada por su padre. En contraste con este contexto de cosificación, la genuina amistad entre el protagonista y Suyapa pone un toque de ternura.

El simbolismo del cuento va más allá, considerando que en el título se asocian las connotaciones del estereotipo de la virginidad en el marco de una sociedad patriarcal, como también el hecho de que el nombre de la joven asesinada es la advocación de la virgen de Suyapa, representativa del imaginario en el que se sustenta la idea de la nación hondureña (véase Amaya, 2005). El cuerpo utilizado y finalmente asesinado de Suyapa podría compararse con el estado actual de un país saqueado hasta la destrucción por una clase gobernante cuyos vínculos con el narcotráfico han sido reconocidos internacionalmente (véanse, por ejemplo, los informes de Insight Crime).

«En el lago», de Mimí Díaz Lozano

Mimí Díaz Lozano en su juventud. Foto: UNAM.

Mimí Díaz Lozano nació en Tegucigalpa el 21 de mayo de 1928 y falleció en San Pedro Sula el 14 de mayo de 2021. Se tituló como licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Hija de la reconocida escritora Argentina Díaz Lozano, vivió persecución política desde temprana edad, cuando sus padres fueron enviados al exilio por el régimen de Tiburcio Carías Andino. A lo largo de su vida mantuvo una militancia activa por la consecución de ideales revolucionarios, incluyendo la lucha por la liberación de sus hijos en Honduras durante la década de los ochenta (Comité de Familiares de Detenidos-Desaparecidos en Honduras, 2021).

Su único libro de cuentos, Sendas en el abismo, publicado por primera vez en México en 1959, ha sido calificado como «un libro clave de la literatura hondureña» que «merece ubicarse dentro de las mejores narrativas del país, pues constituye un signo de modernidad literaria en las letras hondureñas» (Funes, 2009); sin embargo, su valía ha pasado desapercibida.

Más de sesenta años después, fue México también el país que contribuyó a revalorar a Mimí Díaz Lozano. En 2020, se publicó Vindictas, antología de cuentistas latinoamericanas del siglo XX, en el marco de un proyecto conjunto de la Universidad Nacional Autónoma de México y la Editorial Páginas de Espuma, que reivindica a autoras injustamente relegadas. La autora seleccionada por Honduras, luego de considerar otras propuestas, fue Díaz Lozano, con su cuento «Ella y la noche».

Durante el proceso de recopilación de datos para la presentación de la propuesta de autoras hondureñas para Vindictas, la autora de este artículo pudo constatar el casi total desconocimiento que existe en Honduras de la obra de Mimí Díaz Lozano. Sesenta años después de su primera publicación, se imprimió una reedición de su obra, con el nombre Sendas en el abismo y otros cuentos, mediante un esfuerzo estrictamente familiar, lo cual explica la ausencia de cuidado editorial, especialmente en los cuentos inéditos agregados, lo que se refleja incluso en evidentes errores ortográficos. No se tiene un dato preciso sobre la fecha en que fueron escritos estos nuevos cuentos; sin embargo, de acuerdo con su hijo Ruy Díaz, son posteriores al año 2000 (Díaz, comunicación personal, 13 de mayo de 2021). Esta circunstancia, y la persistencia de la violencia como eje de sus relatos, convertirían a la autora en un puente entre la narrativa hondureña del siglo XX y la del siglo XXI.

De los cuentos agregados en la edición de 2019, se ha seleccionado para esta muestra «En el lago», narrado en primera persona, en la voz de un pescador. El personaje, solitario, vive junto a un lago, donde recibe las visitas de su sobrina, una niña que se presume pronta a entrar en la adolescencia. Por medio de las palabras cariñosas que el protagonista le dedica, nos enteramos de que la niña es huérfana de madre (la hermana del personaje), y de que su madrastra le aplica castigos físicos extremos, además de obligarla a hacer trabajos domésticos.

A primera vista, el ejercicio de minuciosa recreación del paisaje y la reconstrucción fonética del habla rural hondureña que aparecen en el cuento son más propios del costumbrismo, lo cual representaría un retroceso, considerando que justamente el gran aporte de Mimí Díaz Lozano en 1959 fue su carácter de «precursora de las innovaciones narrativas que surgieron a finales de la década de los sesenta en el país [...] cuando la mayor parte de los narradores hondureños todavía seguían apegados a la expresión romántica-modernista vertida en moldes criollistas» (Umaña, 2009).

Sin embargo, a medida que transcurre la lectura, la autora logra transmitir una sensación de inquietud que, en un espacio brevísimo (el cuento apenas tiene poco más de una cuartilla), llega a convertirse en terror, cuando identificamos el grado de violencia oculto detrás del paisaje bucólico y el canto de los pájaros. La sensación de horror e impotencia que produce la lectura se incrementa cuando en los últimos párrafos nos enteramos de que el protagonista del cuento ejerce de forma continuada abuso sexual contra su sobrina, justificándose en una pretendida demostración de afecto.

La tensión y la fuerza narrativa, así como la magistral construcción del personaje del abusador por medio del monólogo, permiten trascender la anécdota. De tal manera, el relato es significativo y cumple un elemento esencial de los buenos cuentos identificado por Julio Cortázar (1971): «algo estalla en ellos mientras los leemos y nos propone una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada».

«Sopa marinera», de Rebeca Becerra Lanza



Rebeca Becerra Lanza nació en Tegucigalpa en 1970. Es licenciada en Literatura y tiene una amplia trayectoria como escritora. En 1992 obtuvo el Premio Único de Poesía Centroamericana Hugo Lindo, con su libro Piedra y luna. Pertenece a una familia de reconocida militancia en las luchas políticas y sociales. Su hermano Eduardo fue desaparecido y posteriormente asesinado en la década de los ochenta, siendo presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios de Honduras. Rebeca Becerra ha denunciado persecución política y laboral a raíz del golpe de Estado de 2009, incluyendo vigilancia en su domicilio, amenazas de muerte y detención ilegal por varias horas, junto con una de sus hijas, en ese entonces de seis años de edad (Kaos en la Red, 2010).

En su libro de cuentos Enigma del gato ciego (2019) se encuentran «las huellas de la profunda incertidumbre contemporánea en un espacio global en donde el ser humano ha perdido las certezas que le inyectaban fe y optimismo» (Umaña, 2017). «Sopa marinera» narra la historia de una mujer que se prepara, después de veinte años, para reencontrarse con el hombre que fue su pareja. Entusiasmada y ansiosa, le cocina una sopa marinera, platillo símbolo de la gastronomía caribeña. Mientras tanto, recuerda que el hombre, un músico de temperamento volátil, tiene antecedentes de alcoholismo y fue abusado sexualmente durante su infancia. Ella, por su parte, atrapada en el ciclo de una relación violenta, se ha esforzado durante el tiempo transcurrido desde su separación por adquirir habilidades que él practica: «No quise convertirme en él, pero también aprendí a tocar la quena».

La protagonista se esmera en organizar todos los detalles del encuentro de manera que a él le resulten satisfactorios: el color del mantel, las flores. Se angustia porque la mesa es cuadrada y a él le gustan redondas. Viéndose ante el espejo, en simbólica alusión a su búsqueda de identidad, recuerda episodios del pasado en los que el hombre la agredió físicamente, ahorcándola, golpeándola en el rostro, pateándola. El cuento describe minuciosamente el ciclo clásico de violencia doméstica: después de cada episodio, el hombre lloraba, pedía perdón y terminaban haciendo el amor «como locos».

La violencia psicológica también se aborda en el cuento, incluyendo la pérdida de identidad de la protagonista en su afán de complacer las preferencias masculinas. Acudiendo al recurso de la minuciosa descripción de los ingredientes y procesos necesarios para preparar la sopa, la autora establece un paralelo con las circunstancias que se suman para completar la receta de una relación desigual.

Finalmente, se produce el reencuentro, pero resulta decepcionante para la protagonista, al constatar que para el hombre la relación no ha tenido el significado trascendente que tuvo para ella. Desesperada, encuentra fuerzas para reclamarle y devolverle de algún modo los golpes recibidos. Casi a las puertas de una reconciliación, decide terminar de una vez por todas con el ciclo. La muerte del agresor, aunque sea a costa de la vida de la víctima, representa también una forma de liberación.

Conclusiones

Las escritoras y el escritor incluidos en este artículo no solo escriben sobre, sino desde la violencia que han experimentado de primera mano: violencia doméstica, política, y violencia generada por maras y pandillas en el marco de un Estado fallido. Los cuatro cuentos están narrados en primera persona, y en tres de ellos se hace alusión directa al abuso sexual infantil, tanto de niñas como de niños.

La literatura, como el arte en general, se crea en un marco histórico y social determinado. De allí que la violencia, en un país como Honduras, sea una constante en la narrativa, incluyendo la violencia de género en todas sus manifestaciones. Pero además de la violencia expresa, hay otra subyacente, manifiesta en la reproducción de un canon literario y académico que reduce el panorama de la literatura, y especialmente de la narrativa, a determinados autores y muy pocas autoras, prácticamente ninguna, a partir de una lectura generalmente masculina.

El prólogo de la antología Vindictas apunta la necesidad de «desestabilizar y cuestionar un canon sujeto a un espacio heteropatriarcal blanco, que fundamenta una lectura excluyente y, por tanto, crea una invisibilidad». Mimí Díaz Lozano, fallecida recientemente, es el caso emblemático de una obra que, a pesar de su brevedad, representa un aporte que trasciende en el tiempo; sin embargo, ha sido prácticamente ignorada en los círculos literarios hondureños, con excepción de unas pocas miradas más inclusivas, como las de Helen Umaña y José Antonio Funes.

Los cuatro cuentos aquí reseñados tienen un tratamiento literario que satisface la idea de significación vinculada con la intensidad y la tensión (Cortázar, 1971). Este rasgo distintivo se manifiesta también en narraciones producidas recientemente por autoras emergentes que abordan la violencia de género. Por otra parte, es importante señalar que dentro de la academia hay nuevas generaciones de investigadoras, como también algunos investigadores, que ya no solo se plantean como tema de estudio la obra producida por autores hombres. Por tanto, cabe la esperanza de que en un futuro no muy lejano se logre superar el estigma relacionado con la discriminación de género, mediante la construcción de nuevos espacios y paradigmas para la publicación y difusión de obras literarias.

Referencias

Amaya, Jorge Alberto (2005). «Los estudios culturales en Honduras: la búsqueda de algunas fuentes culturales para la reconstrucción del imaginario nacional hondureño». En Diálogos Revista Electrónica de Historia vol. 6 n.° 2 agosto 2005 - febrero 2006. https://cutt.ly/Mb3YrbW

Arita, Dennis (2018). «La vida es un juego violento». En diario La Tribuna, 1 de febrero de 2018. https://cutt.ly/ubJY04x  

Asmann, Parker (2021). «Incierto futuro para presidente de Honduras tras cadena perpetua para su hermano». Insight Crime. https://cutt.ly/yb3YwLX

Asociación para una Sociedad Más Justa (2020). Estudio de la situación de las maras y pandillas en Honduras 2019. PNUD.

Basile, Teresa, coord. (2015). Literatura y violencia en la narrativa latinoamericana reciente [en línea]. La Plata [AR]: Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP-CONICET). Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria. (Colectivo crítico; 2) En Memoria Académica. Disponible en: https://cutt.ly/cbJUrL3

Becerra Lanza, Rebeca (2019). Enigma del gato ciego. Tegucigalpa: Editorial Universitaria.

Campos, Gustavo (2012). «Un retrato de la intimidad. Infinito cercano». En Página al Viento, boletín de la Editorial Universitaria, UNAH, n.° 3, oct.-nov. 2012. Disponible en https://cutt.ly/abJY31e

Comité de Familiares de Detenidos-Desaparecidos en Honduras (2021). «Despedimos a una gran luchadora revolucionaria». https://cutt.ly/gb3WnI1

Conexihon (2013). «San Pedro Sula, otra vez la ciudad más violenta del mundo». https://cutt.ly/7bXOgsk

Cortázar, Julio (1971). «Algunos aspectos del cuento». Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, edición digital a partir de Cuadernos Hispanoamericanos, n.° 255 (marzo 1971), pp. 403-406. https://cutt.ly/ib3WBUs

Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal, AC (2019). Las 50 ciudades más violentas del mundo 2018. https://cutt.ly/gb3Yfev

Díaz Lozano, Mimí (1959). Sendas en el abismo. México: Costa-Amic Editores.

Díaz Lozano, Mimí (2019). Sendas en el abismo y otros cuentos. Tegucigalpa.

Estrada, Óscar (2016). «Jessica Sánchez y el precipicio de cristal», entrevista, El Pulso, 30 de noviembre de 2016. https://cutt.ly/kbJY4LQ  

Funes, José Antonio (2009). «Libros clave de la narrativa hondureña (X). Sendas en el abismo», en Rinconete, Instituto Cervantes. https://cutt.ly/MbXOckM

Kaos en la Red (2010). «Honduras: Rebeca Becerra denuncia amenazas a muerte por parte de golpistas». https://cutt.ly/Zb3DNs9

Lozier, Leda (2018). «Virgen y otros cuentos, el mundo de violencia urbana en Honduras». Entrevista a Kalki Martínez. Diario La Tribuna, 1 de diciembre de 2018. https://cutt.ly/obJY5M2

Martínez, Kalki (2017). Virgen y otros cuentos. San Pedro Sula: Editorial Tres Orillas.

ONU Mujeres (s.f.) Tipos de violencia contra las mujeres y las niñas. https://cutt.ly/MbXP5lF

Sánchez, Jessica (2010). Infinito cercano. Guatemala: Editorial Letra Negra.

Segato, Rita (2013). La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Territorio, soberanía y crímenes de segundo estado. Buenos Aires: Tinta Limón. Disponible en https://cutt.ly/Xb1R7K1

Umaña, Helen (1999). Panorama crítico del cuento hondureño (1881-1999). Guatemala: Editorial Letra Negra.

Venegas, Socorro; Juan Casamayor, editores (2020). Vindictas. Cuentistas latinoamericanas. México: UNAM/Editorial Páginas de Espuma.

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Agradecimientos

La autora agradece a Carolina Torres, Dennis Arita, Suny Arrazola, Andrea Portillo Ramos y Dulce María Núñez Zaldívar las aportaciones brindadas para este artículo, como también a la Editorial Universitaria por haber facilitado una de sus publicaciones en forma digitalizada. 

24 de marzo de 2021

En memoria de Gustavo Campos

 

Jessica Isla, Gustavo Campos y María Eugenia Ramos.
Foto: publicada por Jessica Isla.

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Y busco.
Incansablemente busco.
Adonde vaya ofrezco un hermoso sol.
Gustavo Campos

Conocí a Gustavo Campos en 2010, cuando, por medio de una red social, me invitó a ir a San Pedro Sula a la presentación de su libro Los inacabados. Fue un evento concurrido, con la presencia de figuras reconocidas del medio literario de la ciudad y un público fervoroso que abarrotó la librería donde se presentó. Luego me acompañó a Tela, pues en las raras ocasiones en que visito la costa norte me ilusiona ir a ver el mar. Y allí empecé a conocer parte de su lado oscuro y sus obsesiones, que adormecía pasajeramente con el alcohol. Sin embargo, ese encuentro fue el inicio de una amistad que me permitió aproximarme a la literatura en una forma que antes no conocía.

Durante los años siguientes continuamos siendo amigos cercanos; incluso vivió en mi casa, en Tegucigalpa, durante dos temporadas, en diferentes épocas. Decidí apoyarlo con la esperanza,  quizás errónea, de que se ajustara a la «normalidad», de que retomara sus estudios o se dedicara a un oficio tal vez no muy glamoroso, pero que le permitiera generarse ingresos y seguir escribiendo sin tantos sobresaltos.

A finales de mayo de 2018 llegó a mi casa por unos días, para ponerse en tratamiento para sus adicciones por voluntad propia, y terminó quedándose por casi dos años. Me convertí durante ese período en su tutora, procurándole asistencia médica, aun con las terribles deficiencias del sistema de salud pública, y regañándolo cuando quería ceder a las tentaciones. Él tenía conciencia de la gravedad de su condición y de que era necesario a toda costa evitar el consumo de alcohol. Sin embargo, enfrentar las adicciones implica una guerra de por vida que no siempre se gana, y recayó en un par de ocasiones. La última recaída, en enero de 2020, fue tan grave que tuve que pedir a otros amigos de Gustavo que me relevaran en mis funciones de tutela, aceptando que mi ayuda en ese momento ya no era útil.

Hago una pausa y releo el verso en el que Gustavo se pregunta si conserva su sonrisa de niño. Y puedo decir que sí, sonreía y era feliz como un niño cuando lo invitaban a un helado de vainilla, cuando le ofrecían degustaciones en los supermercados, con muchas de esas cosas triviales que nos dan un poco de alegría entre tantas aguas oscuras.

Como escritor talentoso y tenaz, Gustavo deja un legado trascendente en su obra poética, narrativa y ensayística, extensa y de calidad notable, más aún considerando que aún no había cunmplido los 37 años. En vida, el reconocimiento que merecía se vio empañado por las clásicas camarillas literarias. Tuvo el valor de retirarse de un círculo donde predomina la misoginia, lo cual le costó exclusión y burlas. Sin embargo, esa decisión le permitió mejorar mucho como ser humano, incluso iniciar un proceso de deconstrucción de la cultura patriarcal en la que fue formado, y acercarse a otros espacios donde se le valoró y apreció.

El reconocimiento más notable que obtuvo en vida fue la publicación en España de su novela El libro perdido de Eduardo Ilussio, con la que obtuvo en 2016, en una versión distinta, un premio centroamericano de novela otorgado por la Sociedad Literaria de Honduras. Aunque su obra está incluida en diversas antologías centroamericanas y latinoamericanas, fue la primera vez que su nombre apareció en el catálogo de una editorial europea. Pero las instituciones hondureñas del ámbito académico tienen una gran deuda con su trabajo. Espero que Casasola Editores, tenga la oportunidad de reeditar la obra de Gustavo Campos para que tenga las nuevas relecturas y valoraciones que merece.

En enero de 2021, a pocos días de su 37 cumpleaños, que hubiera sido el 29 de enero, Gustavo Campos, nómada por elección propia, volvió a mudarse de ciudad, esta vez definitivamente, sin despedirse de quienes amaba, justo como presentía en su poesía profética. Pero un poco de él, de ese hermoso sol no siempre visible que “ofrecía a donde fuera”, como dicen sus versos, permanecen en quienes les conocimos.

(Publicado originalmente en la revista cultural centroamericana La Zebra).

4 de octubre de 2020

La cinta roja




I am shielded in my armour
Hiding in my room, safe within my womb
I touch no one and no one touches me.
I am a rock, I am an island.
And a rock feels no pain
And an island never cries.
Simon & Garfunkel

Mi abuela yace en el sofá, sumida en esa duermevela en la que se ha refugiado desde hace tiempo, y sé que no hay mucha diferencia entre que esté tendida allí o en un ataúd. Hace mucho que dejó de comer, de oír, de ver y de sentir otra cosa que no sea miedo y dolor. De vez en cuando algo de su antiguo ser vuelve a su mente, y entonces busca a las personas a su alrededor. ¿Estás allí?, pregunta con voz apenas audible. Sí, abuela, aquí estoy. ¿Qué necesita? Nada, contesta, es que pensé que me habían dejado sola.

Desde que enfermó tiene miedo de estar sola. Por eso se ha trasladado a la sala, donde reina la carcoma que comenzó en las vigas del techo y se ha apoderado de la casa, a tal punto que de algunos muebles solo queda el cascarón. Ha pedido que le acondicionen este viejo sofá, donde cada mañana acomoda sus pequeños huesos, sostenidos apenas por una piel frágil que ha empezado a descamarse. 

Vivo en un cuarto destinado a bodega, en la parte de atrás de esta casa donde crecí. Me he quedado aquí donde mi mamá me dejó, así como abandonó el piano, recuerdo de una época maravillosa en la que no había carcoma, y ella tocaba y cantaba canciones que yo adoraba escuchar. Pero un día me dijo: hay que seguir al corazón, y se fue. Yo tenía seis años, y durante todo ese tiempo pensé que ella era mi bonita hermana mayor, que me permitía verla cuando se peinaba ese cabello largo y lustroso, y me dejaba ponerme pintalabios a escondidas de mis tíos.

Cuando ella se fue, mis tíos me dijeron que no era mi hermana, que se había embarazado a saber de quién, y así fue como nací yo. Por mucho tiempo esperé que volviera, y mientras tanto intentaba tocar el piano para recordarla. Hasta que mi abuelo dijo un día: Mucha bulla hace ese niño con ese piano, y mandó que lo regalaran. De ella solo me quedó un pintalabios. Esperaba a que mis tíos se fueran para ponérmelo, y me miraba al espejo buscando los ojos de ella en los míos; pero nunca aparecieron.

Soy albañil desde que mi abuelo dispuso que le ayudara a uno de mis tíos, que es maestro de obra. Me gustó empezar a ganar algún dinero. Lo usaba para comprar pintalabios en algún puesto del mercado y me los llevaba a la bodega, que para entonces ya era también mi cuarto. El pintalabios que dejó mi mamá se gastó pronto, de tantas veces que me lo puse de niño, pero aún llevo conmigo el envase, y me gusta tocar de vez en cuando ese pequeño tubo vacío.

Mi abuelo murió hace unos años. Ni él ni nadie más en la casa volvieron a hablar de mi mamá. Cuando mi abuela enfermó, me dediqué a cuidarla porque mis tíos se van a trabajar. Me gusta quedarme a solas con ella porque puedo revisar sus cosas de antigua costurera, y hasta probarme vestidos de los que guarda en ese viejo ropero. Sin que ella se dé cuenta, me he llevado algunos a mi cuarto-bodega, para ponérmelos en esas largas horas en las que no tengo nada que hacer. Pero no tengo espejo de cuerpo entero. Tengo que verme por partes, y he llegado a pensar que así soy, una persona hecha de pedazos.

Hoy no estoy buscando vestidos, sino una cinta roja que combine con mi pintalabios, tal vez porque guardo el vago recuerdo de haber visto a mi mamá usando una en el pelo. Aunque tengo los dedos duros y callosos por el trabajo de albañil, me las arreglo para buscar con delicadeza entre tiras bordadas, antiguos retazos de tela, encajes y botones. Hay muchas cintas, pero ninguna es roja. Me acerco al sofá donde mi abuela dormita con la boca entreabierta. La llamo y abre a medias los párpados. ¿Tiene una cinta roja?, le pregunto. Inesperadamente, sus ojos están completamente abiertos, y me dice: Sí, buscala en la caja de madera que está detrás de mi cama. Sé que caja es, una de madera tallada. Desde niño he querido saber qué hay dentro, pero siempre está con llave. Antes de que le pregunte, la abuela me dice: La llave está en la mesa, detrás de la virgen.

El cuarto de mi abuela está lleno de imágenes de santos. Cuando era niño le tenía mucho miedo a ese cuadro donde está un señor de cara hosca, como la de mi abuelo, con sandalias y un vestido blanco, que sostiene una balanza, mientras a sus pies hay unas personas envueltas en llamas. Es el Justo Juez, me decía mi abuela. No le tengás miedo. Portate bien para que cuando llegue el juicio final no te vayas al infierno. Las vírgenes, en cambio, son mucho más amables, con sus vestidos que imagino de tela suave. Son varias, pero yo sé que cuando dice «la virgen» se refiere a la de Suyapa, que es su patrona.

Me emociona poder abrir la caja y ver qué hay adentro. Encuentro la llave exactamente donde dijo la abuela. Limpio el polvo acumulado en la madera e introduzco la llave en la cerradura. Cuesta que gire, pero finalmente se abre. Adentro lo único que hay es precisamente una cinta roja, y de alguna manera me doy cuenta de que es la misma que recuerdo haberle visto a mi mamá, cuando era niño.

Me paro frente al espejo grande del ropero. Me veo como soy: un hombre adulto, vestido con un pantalón de tela gastada y una camiseta. Mi cabello está largo, y eso me parece genial porque puedo ponerme la cinta. Tomo el cepillo de mi abuela y me peino cuidadosamente. Mis manos son duras, pero mi pelo no. Es suave, y tengo la esperanza de que se parezca al de mi mamá.

Después de cepillarme bien, me pongo la cinta y vuelvo a la sala. La abuela está despierta, me mira como asustada, y trata de incorporarse. Me acerco para ayudarla, porque no puede hacerlo sola. Entonces veo que está llorando, y eso me asusta. ¿Qué tiene, abuela? ¿Le duele algo? Mueve la cabeza para decir que no, y hace señas para que me agache. No sé si quiere quitarme la cinta, o es un gesto como el que acostumbra para bendecirme.

Era de ella, empieza a decir, y me cuesta entenderla entre sus lágrimas. No le pregunto quién es ella, porque ya sé que es mi madre. No sé de qué se acordó para que esté llorando, pero me quedo esperando en silencio. Entonces empieza a hablar, y sé que nada podrá detenerla. Tu mamá era linda y muy inteligente. Sacaba buenas calificaciones en el colegio. Ha dejado de llorar y hace silencio por un momento. Luego vuelve a hablar, con voz más fuerte. Yo tenía que haberla cuidado, y no lo hice. Tu abuelo dormía con tus tíos, porque desde que me embaracé de tu mamá dijo que yo le daba asco. Una madrugada me levanté para ir al baño, y vi que estaba abierta la puerta del cuarto de tu mamá. La fui a cerrar para que los perros no se metieran. El alumbrado de la calle daba justo a la ventana de ese cuarto, y pude ver que tu abuelo estaba en la cama, encima de tu mamá. Ella no se movía. Y tenía puesta esa cinta roja en el pelo. Entonces supe lo que le estaba haciendo. A ella. Mi niña.

Yo me he quedado con los ojos abiertos, sin ver a ninguna parte. Me he ido a algún otro lugar y desde allá oigo esa voz que llega de muy lejos. No hice ni dije nada, sigue mi abuela. Me obligué a olvidar lo que había visto. Cuando a tu mamá le empezó a crecer la barriga, supe que era de tu abuelo. Los tres lo sabíamos, pero nunca dijimos nada. Tu abuelo la sacó del colegio. Después de que naciste, ella se quedó mucho tiempo para cuidarte, hasta que un día se fue. Yo nunca la busqué. Solo guardé esa cinta bajo llave, para nunca más volver a verla.

Por fin ha dejado de hablar. Yo no digo nada. Se vuelve a acostar, y sé que esta vez no saldrá de esa duermevela, su refugio. Me doy cuenta de que no se puede morir porque está muerta desde hace mucho tiempo. Pero siento compasión por ese cuerpo vacío, como los muebles devorados desde adentro por la carcoma, como el envase del pintalabios que siempre llevo en el bolsillo del pantalón. Por fin entiendo qué quiere decir seguir al corazón. Y mi corazón me dice que me quite la cinta, y que se la ponga a mi abuela en el cuello, y que apriete hasta que cese el remedo de respiración que aún le queda.

¿Cómo se puede dejar de seguir al corazón?

María Eugenia Ramos

Cuadernos Hispanoamericanos, suplemento dedicado al cuento latinoamericano. Madrid, s.f.e. [septiembre 2020].

26 de abril de 2020

Mujer que cambió el curso del sol

Prólogo al libro Presente estás, homenaje póstumo a Amanda Castro

Foto: Patricia Toledo.

Este libro es un hermoso homenaje de la Red Lésbica Cattrachas, en conmemoración del décimo aniversario de la desaparición física de Amanda Castro, una de las hondureñas más sobresalientes de la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI. Poeta, escritora, académica, militante de la comunidad LGTBI y combatiente en múltiples trincheras, Amanda es de muchas formas el símbolo de esa otra Honduras que se resiste a la corrupción, a la dictadura, a la homofobia, a la misoginia; de esa Honduras que crea y construye, aun en un contexto de tiranía, corrupción y desesperanza.

Fallecida antes de cumplir los cincuenta años, Amanda Castro logró, sin embargo, dejar una obra académica y literaria que trascendió fronteras y obtuvo reconocimientos destacados. La editora del presente libro, Victoria Ochoa, aborda detalladamente esos logros, como también lo han hecho otras académicas, entre ellas Helen Umaña y Janet Gold. No me voy a detener, por tanto, en estos aspectos, sino más bien en su trayectoria de vida, definida por la constancia con la que enfrentó cada obstáculo que se le presentó: su condición de migrante en los Estados Unidos; su lesbianismo en un país heteronormado y reacio a cualquier asomo de diferencia; su diagnóstico de fibrosis quística con un pronóstico de vida muy corto; su compromiso con el arte y la cultura en un medio poco propicio para desarrollarse en estos campos; y, finalmente, un golpe de Estado que marcó un enorme retroceso en un país que ya históricamente arrastra muchos rezagos en materia política, económica, social y cultural.

Como migrante, Amanda Castro, a pesar de ser discriminada por “ser extranjera, de color y clase baja” [1], obtuvo un doctorado y un puesto destacado en la comunidad académica de Estados Unidos, que aprovechó para estudiar la cultura y sociedad hondureñas. La tesis para su doctorado en sociolingüística se tituló Usted porque no lo conozco o usted porque lo quiero mucho, trabajo que aborda las funciones semánticas del habla hondureña para analizar las variantes sociales e individuales de la sociedad.[2]

Como miembro de la comunidad LGTBI, Amanda Castro fue una de las primeras mujeres en reconocerse abiertamente, primero como bisexual, y posteriormente lesbiana. Desde su condición de escritora, académica y promotora cultural, abrió caminos para el reconocimiento del derecho a la diversidad desde los años noventa, cuando el tema era tabú en la conservadora sociedad hondureña, aun en los espacios considerados progresistas. En lo personal, le guardo gratitud por ser una de las primeras en enseñarme el significado de diversidad, y a entender que no existe una forma única ni binaria de ser humana.

En 1994, cuando Amanda trabajaba como catedrática de la Universidad de Colorado, en Estados Unidos, le diagnosticaron fibrosis quística, con un pronóstico de vida de solo cinco años. Terca, sin embargo, logró duplicar ese pronóstico, y durante dieciséis años más continuó escribiendo, investigando y promoviendo el trabajo cultural en Honduras y Centroamérica, por medio de la editorial que fundó, Ixbalam, y el colectivo artístico Siguatas (Ochoa, 2020).

Una de las artistas que colaboró con ella en diversos proyectos y fue su amiga muy cercana, Patricia Toledo, recuerda que Amanda Castro “creó talleres de creación literaria en Honduras y Nicaragua, promovió y participó activamente en el diseño de políticas orientadas a garantizar derechos y servicios a la comunidad artística de Honduras, organizó encuentros, presentaciones y coloquios (...) apoyó la lucha de los pueblos originarios de Honduras y los movimientos sociales de resistencia”.[3]

El golpe de Estado de junio de 2009 en Honduras desencadenó un movimiento social que, aun cuando no logró revertir esos hechos ni evitar el fraude y dictadura que se instauraron posteriormente, incubó una generación que no se calla, que cuestiona y exige mayor apertura, no solo a la dictadura, sino a las propias dirigencias formadas en una cultura patriarcal, heteronormada e impositiva. Amanda dedicó sus últimos meses de vida a combatir el golpe de Estado, y su ejemplo inspiró a esa generación cuestionadora, de la que forman parte profesionales y artistas de gran talento, que la consideran su maestra.

Y al mencionar la palabra “maestra”, me remonto a la primera vocación de Amanda, el magisterio, y al primer recuerdo que tengo de ella, con el uniforme ocre y beige de la extinta Escuela Normal Mixta de Tegucigalpa, donde ambas estudiamos y militamos en el movimiento estudiantil. Creo que es justamente esa primera vocación, el magisterio, entendido más allá de la docencia, como la pasión de formarse y contribuir a formar, la que le ha permitido a Amanda desafiar la muerte, y con ello “cambiar el curso del sol”, como dice en uno de sus versos.

Gracias a la Red Lésbica Cattrachas y a Victoria Ochoa por esta publicación, que en estos momentos de desesperanza nos recuerda que en Honduras tenemos precursoras y luchadoras que de muchas y diversas maneras han abierto caminos, no solo para que los sigamos recorriendo, sino para que abramos otros nuevos. El espíritu de Amanda Castro seguirá viviendo en cada escrito, cada pintura, cada canción, cada colectivo, cada nueva y propia manera de entender el mundo y luchar para convertirlo en un lugar mejor.
María Eugenia Ramos
Tegucigalpa, marzo de 2020.

Leer el libro completo aquí: Presente estás




[1] Cálix Barahona, Jackson (2012). “Entrevista con Amanda Castro en Tegucigalpa”, en The Free Library. https://www.thefreelibrary.com/Entrevista+con+Amanda+Castro+en+Tegucigalpa.-a0288872512
[2] Ídem.
[3] Estrada, Oscar (2020). “Amanda Castro, la Mujer Palabra”, en El Pulso, 20 de enero 2020. https://elpulso.hn/amanda-castro-la-mujer-palabra/

15 de abril de 2020

Alicia



Eugenia Alicia Suazo Bú en su nonagésimo cumpleaños, el 6 de septiembre de 2012, en su modesta casa del barrio La Guadalupe de Tegucigalpa, donde vivió durante casi sesenta años, hasta el momento de su muerte. La acompañamos, de izquierda a derecha, sus hijas María Gertrudis y María Eugenia, y su sobrina Marcia Flores. Detrás, su sobrino segundo Andy Rivera, y al frente su bisnieto Daniel Gutiérrez Ramos. Foto: Gustavo Campos.


Cuando hablo de esta maternidad insumisa, rebelde, desobediente, no se trata tanto de idealizar la maternidad como de darle ese valor político, social y económico que tiene y que le ha sido negado.
Esther Vivas

Mi mamá me enseñó a luchar.
Pinta callejera anónima

De acuerdo con mi prima Marcia, quien es el arca viva donde se depositan muchos de nuestros secretos familiares, el verdadero nombre de mi madre no era Alicia, sino Felícita. Como no le gustaba, en cuanto le fue posible se lo cambió por Eugenia Alicia, acudiendo al mecanismo de solicitar reposición de partida de nacimiento por medio de abogado, en una época en la que el trámite no requería demasiadas comprobaciones.
Tal es la razón por la que su tarjeta de identidad la declara nacida en 1928, en San Pedro Sula, y no en 1922, en Santa Cruz de Yojoa, que son su año y lugares reales de nacimiento; por tanto, legalmente habría muerto a los 91 años y no a los 97. Por mi prima, siendo adolescente, me enteré del cambio de nombre, pero entonces no le presté mucha atención a ese hecho. Ahora comprendo que fue un auténtico acto de rebeldía y de afirmación de sí misma, en una época en la que las mujeres no soñaban siquiera con atreverse a cambiar nada de lo que la sociedad, o la familia, les hubieran impuesto.
Salvo en trámites oficiales, no utilizaba su primer nombre, Eugenia, que según sus raíces griegas significa «la bien nacida, de buena estirpe»; sin embargo, me lo heredó a mí, y después a una de sus nietas. Sus hermanas y hermanos la llamaban Alicia, o «Alis» (Alice), probablemente debido a que, a pesar de las dificultades económicas familiares, logró estudiar y graduarse con honores en el centro educativo que es hoy Instituto Acasula, entonces prestigiosa academia de secretariado de San Pedro Sula, donde enseñaban inglés como segunda lengua. Fue discípula de la recordada educadora Carmen Castro, fundadora y en ese entonces directora de la institución.
Mi madre fue hija de Marcelino Suazo, un coronel de cerro, como se les llamaba por no haber asistido a ninguna academia militar, el segundo marido de mi abuela Ernestina Bú. Mi abuela era de Santa Bárbara, de piel blanca, como muchas de las mujeres de esa zona. En cambio, mi madre se parecía más a mi abuelo Marcelino, que era de piel oscura; además, tenía el cabello rizado. Por tal razón, solían decirle, cariñosa o despectivamente, según la situación, «la Negra».
Mi abuelo Marcelino, a quien no conocí sino en alguna antigua foto, forma parte de las leyendas de la familia. Siendo de filiación nacionalista, se opuso a la reelección de Tiburcio Carías Andino, quien lo habría mandado a matar. Mi mamá y mis tías juraban que una noche de tormenta, cuando mi abuelo estaba de viaje, se escucharon claramente los cascos de su caballo frente al portón de la casa. Salieron a abrir, pero no había nadie. A la mañana siguiente, a mi abuela le llevaron la noticia de que la noche anterior a su marido lo habían «venadeado», es decir, emboscado en un sendero de montaña.
Mi abuela Ernestina tuvo en total trece hijos, tres varones y diez mujeres, incluyendo dos «de crianza», como se les llamaba. Mi madre era de las hijas de en medio. De acuerdo con lo que ella misma nos contaba, era rebelde de niña, al punto de ser la víctima favorita de la faja de mi abuela, siempre ocupada y probablemente poco paciente con tantas criaturas a su cargo. Para escapar del castigo, se subía a los árboles, habilidad poco «femenina» en la Honduras de las primeras décadas del siglo XX.
No es de extrañar que mi abuela fuera anticariísta, siendo de familia liberal y habiendo quedado viuda por mandato del dictador. Pero imagino que no estaba preparada para que su hija Alicia, entonces soltera, llevara la militancia al punto de unirse a las huestes de mujeres que en los años cuarenta desafiaban al dictador, saliendo a marchar a las calles. Mi madre, junto a otras de sus compañeras, viajó de San Pedro Sula a Tegucigalpa, donde conoció a Visitación Padilla y fue su discípula. Cuando la Editorial Guaymuras me confió la tarea de narrar la vida de Visitación Padilla en forma de cuento infantil, me fue fácil hacerlo alrededor de la figura de una abuela —que es mi madre— y su nieta, que en la vida real se llama Alicia, pero es bisnieta de mi madre y tiene muchos menos años que la niña de mi historia.
Siendo participante activa en la lucha anticariísta, conoció a un hombre bastante mayor que ella, que ya había estado casado antes y tenía un hijo. Por coincidencia, él también había cambiado su nombre; sus documentos oficiales decían Buenaventura Ramos, pero él decidió acortarlo y fue, para todos los efectos, Ventura Ramos. Se unió a este hombre que, años después, fue mi padre, y por tanto, cuando yo nací, me convertí en una de las hermanas menores de su hijo Carlos Ventura. Según los estándares occidentales, mi padre no era atractivo físicamente; le decían «el Indio», y en efecto, era un campesino lenca que se había hecho maestro con grandes dificultades, y que después se convirtió en periodista autodidacta, marxista y ateo por convicción, característica esta última que yo heredé.
Aunque mi madre siguió siendo liberal y católica, lo siguió a su exilio en Guatemala. Allá, durante el golpe de Estado perpetrado por la CIA y Castillo Armas, nació mi hermana mayor, entre los bombardeos. Mientras mi padre —para entonces redactor de Nuestro Diario, el órgano oficial del gobierno democrático de Jacobo Arbenz— se asilaba en la embajada de Ecuador, mi madre subsistió con grandes penurias junto a su hija recién nacida, hasta que logró regresar a Honduras. Unos años después, mi padre también logró volver de su exilio y se reunieron como familia, en la que nací yo.
Mis primeros recuerdos de infancia son los de ambos, mi madre y mi padre, turnándose para leerme cuentos antes de dormir. Mi madre era una gran lectora y se caracterizaba por tener un amplio vocabulario y muy buena dicción. Su único título formal fue el de secretaria taquimecanógrafa, pero siempre tuvo pasión por aprender. Siempre la recuerdo combinando los quehaceres domésticos con la lectura. Estudió corte y confección y llegó a ser una modista muy solicitada por mujeres de buena posición económica. Durante mi niñez y adolescencia, siempre hizo la ropa que vestíamos mi hermana y yo, incluyendo abrigos —para cuando hacía frío en Tegucigalpa, en la época decembrina— confeccionados con muy buen gusto, combinando cuerina y lana; además, forrados y exquisitamente terminados. Debía tener ya más de cincuenta años cuando se inscribió en un curso libre de electricidad y fontanería que el Instituto Técnico Luis Bográn impartió para amas de casa.
Estas cualidades, aunadas a un liderazgo innato, hicieron de mi madre una referente familiar. A ella le pedían consejo sus hermanas y hermanos, mayores y menores. En mi casa vivieron muchos parientes, tanto del lado materno como paterno. Mi prima Marcia, hija de una de las hermanas menores de mi madre, es como mi tercera hermana, porque vivió durante unos años en mi casa. El apartamento donde yo vivo ahora fue originalmente una especie de sótano, resultado de la topografía de montaña del terreno donde mi padre construyó la casa familiar. Allí vivieron, en diferentes épocas, mi prima Justina y mi primo Aníbal, sobrinos de mi padre, ambos ya fallecidos, así como mi tía Lupe, con su esposo y sus hijas. Hoy me sorprende que, con el escaso salario de mi padre, complementado con los ingresos ocasionales de mi madre, vivíamos sin mayores estrecheces y podíamos apoyar a otros miembros de la familia; aunque en realidad no es de extrañar, porque no teníamos ningún lujo, ni siquiera comodidades dadas por hecho, como el televisor, que yo tuve por primera vez hasta que formé mi propia familia.
No fue sino hasta muchos años después que llegué a valorar las enormes dotes de ahorro con las que mi madre contrarrestaba la tendencia de mi padre a dejar su salario, primero en libros, por supuesto, y después en varias máquinas de escribir, muchos bolígrafos, que solía llevar visibles en los bolsillos de sus camisas, y que regalaba a sus estudiantes, y mucho whisky, el único lujo que se permitió mientras pudo. Íbamos a la escuela con el uniforme cuidadosamente remendado por mi madre, pero eso nunca dio lugar a que nos vieran de menos, porque nuestro medio social, en ese sentido, era mucho más indulgente que el actual.
Fue así como ambos, mi padre y mi madre, nos criaron con una visión del mundo menos centrada en comodidades materiales, y más en principios como la honestidad y el trabajo. Nos formaron en la solidaridad, no solo con la familia, sino con los movimientos sociales. Durante los años setenta, mi madre no estaba muy cómoda con que yo, a los catorce años, adquiriera un compromiso político, pero terminó resignándose. Nuestra modesta casa fue siempre lugar de reunión donde llegaban militantes de todas las edades, estudiantes y profesionales. Siendo mi padre un periodista respetado incluso por la derecha, mi hogar fue en ocasiones refugio de perseguidos políticos, como el ya fallecido Mario Sosa Navarro, dirigente del Partido Comunista, a quien recuerdo porque, siendo yo muy niña, era el señor que vivía en mi casa, de donde no salía, y que me hacía pajaritas de papel.
Fue muy doloroso para ella dejarnos ir, primero a mi hermana, a estudiar, en los años setenta, y después a mí, a principios de los ochenta, como parte de los grupos de jóvenes que no aceptábamos la aplicación de la doctrina de seguridad nacional ni la invasión de Honduras por tropas norteamericanas. Ella, como siempre lo hizo, colaboró con los movimientos revolucionarios de Centroamérica, llegando incluso a transportar en una ocasión un arma oculta en su cartera. Ahora se puede contar, sin temor de que nadie la persiga por esa razón. Años después, fue mi madre quien viajó para irnos a traer y garantizar que estuviéramos seguras, primero a mi hermana, con su hija recién nacida, y luego a mí, embarazada, en cuanto hubo condiciones para que cada una pudiera regresar.
Fallecido mi padre, el compromiso social de mi madre continuó siendo el mismo. Sin llegar a afiliarse a ningún otro partido, se alejó por completo del Liberal, corresponsable, junto con los militares, de las violaciones a los derechos humanos en Honduras en la década de los ochenta. Paradójicamente, fue durante un gobierno liberal de matices progresistas, el de Manuel Zelaya Rosales, que mi madre, y con ella sus hijas, empezamos a distanciarnos, no de las causas en las que siempre creímos, pero sí del caudillismo que caracterizó a su administración. No nos convencía en absoluto la trayectoria de un terrateniente, hijo del dueño de la hacienda donde se perpetró la matanza de Los Horcones, señalado de estar involucrado en la tala de bosques y tráfico de madera, que hizo carrera como político de profesión justamente en el partido corresponsable de la aplicación de la doctrina de seguridad nacional en Honduras. Con la socarronería propia de sus raíces de occidente, mi madre solía decir: «No puedo creer yo que alguien se acueste siendo reaccionario y se levante siendo revolucionario».
La última actividad política que recuerdo en la que mi hermana y ella participaron juntas fue acompañar la huelga de los fiscales, en 2008. El proyecto de la «cuarta urna» fue para nosotras, por principio anticontinuistas y antidictatoriales, el hecho que terminó de distanciarnos de lo que, para algunos sectores considerados de izquierda y buena parte de los gremios, era una revolución. Para nosotras sencillamente nunca lo fue.
Hoy reconozco que nuestra alergia al poder nos impidió entender en su momento que, por poco confiable que fuera la trayectoria y el estilo de gobierno de la administración liberal de Zelaya, significó un avance en cuanto a políticas sociales. No fuimos capaces de prever y no estábamos preparadas para responder cuando ocurrió el golpe de Estado de 2009, sin que ello de ninguna manera significara que lo apoyáramos, como con frecuencia se me acusa cada vez que cuestiono el caudillismo ciego y la mentalidad patriarcal de muchos de mis antiguos excompañeros.
En las elecciones de 2017, yo voté por el candidato de la alianza contra Juan Orlando Hernández, como la última y desesperada opción en ese momento para intentar detener la reelección anticonstitucional, y mi madre regresó a su antigua militancia liberal, votando por Luis Zelaya. Pero ambas coincidimos en nuestra oposición al fraude y a la dictadura.
Mi madre tuvo la fortuna de continuar siendo una mujer activa hasta más allá de los noventa años, con buena condición física y notable lucidez. Hasta hace dos años, incluso estando ya muy enferma, ella fue siempre quien preparó comidas exquisitas para las cenas familiares de Navidad y año nuevo. La celebración para la que no cocinó fue la que organizamos en casa para su nonagésimo cumpleaños, ocasión en la cual logramos reunir a varias de sus amistades y miembros de la familia. El escritor Gustavo Campos me ayudó a preparar un asado, y le llevé mariachis para que le cantaran Las mañanitas. La foto que acompaña este escrito es de ese día.
No fue sino hasta en los últimos dos o tres años de su vida que la afectó una enfermedad neurológica. Poco a poco se fue deteriorando su condición, y en el último año habíamos perdido ya a esa mujer brillante y guerrera, doblegada por un dolor constante que por momentos la hacía gritar.  Se refugió en su religión, aferrada a la esperanza de un milagro que la curara, ya que la medicina no tenía respuesta para su caso. A su avanzada edad, había sobrevivido a todos sus hermanos y hermanas, así como a prácticamente todas sus amistades. Había hecho otras nuevas, pero la dificultad para moverse, aunada al deterioro progresivo de la vista y la audición, le trajo aislamiento social, solo roto por sus bisnietos, y Olga, una de sus numerosas sobrinas, que la visitaba con sus hijas.
Estando ya muy enferma, recibió el ofrecimiento de una buena amiga, que sabía de nuestras estrecheces económicas y tenía un alto cargo en el primer período presidencial de Juan Orlando Hernández, sobre la posibilidad de recibir una pensión del Estado, en su condición de viuda del reconocido periodista Ventura Ramos. Mi padre, a pesar de haber trabajado durante décadas en el periodismo y la docencia, en sus últimos años en Diario Tiempo y en la Escuela de Periodismo de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, no logró dejarle a mi madre más que una mísera pensión por viudez del Seguro Social. Unánimemente nuestra respuesta fue que no, que muchas gracias, pero jamás recibiríamos una limosna de ese gobierno. Supongo que mi madre se lo expresó de forma más diplomática a la amiga, agradeciéndole la buena intención.
Mi hermana Gertrudis, que además de ser doctora en medicina heredó la vocación de cuidadora, consultó a numerosos especialistas sobre la enfermedad de mi madre, probó diversos tratamientos y estuvo pendiente de ella día y noche, con el apoyo de Gloria, una amiga que trabajó en mi casa cuando yo era niña, y que volvió para acompañarlas. A pesar de su esmero, mi madre dejó de comer y de dormir. Como resultado, su condición física empeoró, y ya estaba perdiendo la lucidez. Finalmente, el universo mostró un poco de misericordia. Unos minutos antes de la medianoche del domingo 12 de abril, repentinamente dejó de respirar. Cuando la ingresamos de emergencia a la clínica, en los primeros minutos del 13 de abril, ya había muerto. El acta de defunción certifica que tuvo un paro cardiorrespiratorio.
Tener un fallecimiento en la familia es difícil en cualquier circunstancia, pero lo es aún más cuando el país está en cuarentena debido a una pandemia. No pudimos honrarla como debió ser; de la morgue del hospital tuvimos que trasladarla al lugar de su entierro, y solo pudimos estar presentes sus dos hijas y una de sus nietas. Sin embargo, agradecemos infinitamente las muestras de solidaridad que centenares de personas, incluso algunas desconocidas, nos han hecho llegar por medio de redes sociales, llamadas y mensajes.
Creímos que ella, que gustaba tanto de las flores y las plantas, se iría sin una sola flor; pero una amiga generosa llegó a la puerta de la casa con dos hermosos arreglos florales, que dejamos sobre su tumba. Gracias, Gloria Rodríguez, por ese gesto. Gracias a la Cámara Hondureña del Libro, Mujeres Unidas en las Artes Leticia de Oyuela, Grupo de Sociedad Civil y Foro Nacional de Sida, por los acuerdos de duelo en los que públicamente nos han expresado sus condolencias.
Para ella, como ferviente católica que fue, los rituales religiosos eran muy importantes. Le agradezco al padre Ángel Castro el haberla visitado en nuestra casa, hace algún tiempo, por medio de la gestión de mi buena amiga Isolda Arita. Y hace aproximadamente un mes logré que llegara a confesarla un sacerdote de la iglesia La Guadalupe, parroquia a la que pertenecía. Espero haber contribuido así a que su tránsito haya sido sereno, y que, habiéndose ido en los últimos minutos de un Domingo de Resurrección, haya encontrado la luz en la que creía.
Habiendo llegado a tan avanzada edad, mi madre conoció varios mundos, temporal y geográficamente, y vivió bajo al menos tres dictaduras, incluyendo la que oficialmente fue «gobierno democrático», la de Roberto Suazo Córdova, y la actual de Juan Orlando Hernández, que nos tiene a merced de la corrupción, la impunidad y el crimen organizado.
No siempre estuvimos de acuerdo con Alicia, y en ocasiones se quejaba de que yo «le había sacado canas verdes», y que era «más rebelde que un varón». Pero me siento orgullosa de haber tenido como madre a una mujer como ella, que fue capaz de decidir su propio nombre, que desafió la autoridad materna subiéndose a los árboles, que combatió a una de las dictaduras más siniestras y prolongadas que hemos tenido, que puso su vida en riesgo en varias ocasiones por su país y por su gente. Sus luchas y contradicciones forman parte de lo que yo soy, como también forman parte de la historia de Honduras, donde siempre hemos existido mujeres tercas, empeñadas en construir, de todas las formas posibles, la esperanza.
María Eugenia Ramos
Tegucigalpa, 15 de abril de 2020.