Hace unos años yo tenía a una recién nacida en brazos y
pensaba: “¿qué voy a hacer con esta niña?” Eran tiempos duros, aún estaba
vigente en Honduras la doctrina de seguridad nacional, y yo apenas dos meses
atrás había regresado de años de exilio, con una panza de siete meses. Volví
pensando ingenuamente que la criatura que llevaba en el vientre debía nacer en
mi país, y también porque mi familia me extrañaba y me había brindado su ala
protectora.
Mi embarazo, especialmente en los primeros meses, no fue
agradable. Nunca lo describiría como una experiencia maravillosa. No tiene nada
de maravilloso, primero, darte cuenta de que estás embarazada cuando no tenés
estabilidad de ningún tipo, y segundo, vomitar varias veces al día, como pasó
durante los primeros tres meses. Según la creencia popular, los vómitos indican
que la criatura tendrá mucho pelo, y al menos en este caso la predicción fue
acertada, porque lo primero que vi de mi niña fue una gran mata de cabello
oscuro, parado como el de sus ancestros lencas.
Las cosas mejoraron en el último trimestre. Don Leo
Valladares, que posteriormente fue Comisionado Nacional de los Derechos
Humanos, intercedió para que pudiera regresar a Honduras. Él me recibió
personalmente en el aeropuerto; por ello le guardo gratitud eterna. Los días
previos al nacimiento estuvieron marcados siempre por la incertidumbre y el
temor, pero ya estaba en mi país y en mi casa.
A las doce de la noche de un 11 de septiembre (aniversario
del golpe de Estado en Chile) me ingresaron en el Hospital Materno Infantil,
hoy Hospital Escuela. Un amigo exdirigente estudiantil, quien hacía su
internado, ofreció estar pendiente de mí. En la práctica, no pudo hacer otra
cosa que saludarme con la mano desde la ventanilla, y velar desde afuera,
supongo. Fueron otros médicos los que nos atendieron a un grupo de
parturientas, entre ellas una niña de catorce años. Había gritos por todas
partes, y los médicos y las enfermeras hacían chistes, diciendo que estábamos
pagando el gusto que nos dimos en las navidades del año anterior.
Yo, otra vez ingenuamente, había estado leyendo sobre el
“parto sin dolor”, y pensé que con estar mentalizada sería suficiente. Resistí
unas horas, pero no soporté más cuando el médico metió su mano en mi vagina
para romper la fuente y acelerar el parto. Aun ahora puedo gritar fuerte cuando
me lo propongo, así que me imagino que mis alaridos estuvieron entre los más
destacados del concierto. Ya uno de los residentes jóvenes había previsto que
mi parto tendría que ser por cesárea, porque soy bajita y de caderas estrechas,
pero el médico jefe se empeñó en que tenía que ser “natural”. No fue sino hasta
la aparición de meconio, signo de sufrimiento fetal, que el médico jefe
entendió que la cesárea era inevitable.
No todo fue terrible, por supuesto. Entre los residentes de
obstetricia se encontraba un antiguo conocido, Rigoberto, con quien habíamos
sido compañeros en el grupo de teatro del Instituto Hibueras. Él me confortó
diciéndome: “yo te voy a hacer la cesárea, vas a ver que no te va a quedar mal
la cicatriz”. Sin embargo, el médico jefe se empeñó en que el estudiante no
podía hacerla, y él mismo me practicó un corte vertical desde el ombligo hasta
el pubis, como se acostumbraba en la época, que me dejó una cicatriz muy
abultada, que solo se suavizó con el tiempo. Mi hija nació a las doce del
mediodía de un 12 de septiembre, gritando a todo pulmón, con su cabello como
bandera, y lo primero que hizo cuando la pusieron sobre la camilla fue darse
vuelta, como presagio de lo valiente y obstinada que sería en lo adelante.
Parir era la parte fácil, como lo sabe toda mujer que ha
pasado por esa experiencia. Después vinieron las noches interminables de
desvelo, el quedarme dormida dando de mamar, la pila de pañales sucios, todo
ello acompañado del dolor de la cesárea. Fue como si un tren me hubiera pasado
encima. No, no fue agradable en lo absoluto. Le doy el crédito a Marlom, el
padre de mi hija, porque me acompañó y asumió sin reservas toda la carga, salvo
dar de mamar, porque no podía. No es un hombre ni un padre perfecto, porque
nadie lo es, pero mientras convivimos lo dio todo con la mejor voluntad, especialmente
en esa época.
Así que no, esa no fue una experiencia maravillosa. Pero hay
algo que sí es maravilloso. Con todos mis tropiezos, por alguna razón mi única
hija es inteligente, hermosa, valiente, perseverante, estudiosa, esforzada,
sensible y de buen corazón. Creció casi sin que me diera cuenta y es ahora mi
mejor amiga, la que está pendiente de mí, la que sabe lo que me llega al alma;
y, mejor aún, sabe ser ella misma, luchar por sus propios sueños. Desde niña ha
enfrentado adversidades y agresiones, ha sabido disfrutar cada etapa de su vida
y asumir cualquier desafío. Ella no necesita copiar lo que yo soy, no es una
versión de mí; es una mujer independiente que me hace cada día no solo
quererla, sino también admirarla.
En esta fecha celebro dos vidas: la de mi hija Andrea y la
de mi padre Ventura Ramos, “Tata” para la familia, que nos dejó físicamente el
12 de septiembre de 1992. Sé que estaría muy orgulloso de ver los logros de la
“mapachina”, como la llamó cariñosamente alguna vez, por su costumbre, cuando
bebé, de ver el mundo recostada en mi hombro, de tal manera que solo asomaban
sus ojos grandes y oscuros.
Feliz cumpleaños, Andrea María. No sabés lo orgullosa que me
siento de verte fuerte, empoderada y noble, de compartir y aprender de vos en
este recorrido. Ese es el significado de que yo te diga “mami” más veces de las
que te digo “hija”, porque los papeles se entrecruzan e intercambian, y mi
experiencia de vida se enriquece con la tuya.
Tu mami.
12 de septiembre de 2018.
Publicado en la revista digital de letras y artes La Zebra, septiembre de 2018.
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