1 de marzo de 2019

Carta a mi hija

María Eugenia Ramos y su hija Andrea, 1987.
Hace unos años yo tenía a una recién nacida en brazos y pensaba: “¿qué voy a hacer con esta niña?” Eran tiempos duros, aún estaba vigente en Honduras la doctrina de seguridad nacional, y yo apenas dos meses atrás había regresado de años de exilio, con una panza de siete meses. Volví pensando ingenuamente que la criatura que llevaba en el vientre debía nacer en mi país, y también porque mi familia me extrañaba y me había brindado su ala protectora.

Mi embarazo, especialmente en los primeros meses, no fue agradable. Nunca lo describiría como una experiencia maravillosa. No tiene nada de maravilloso, primero, darte cuenta de que estás embarazada cuando no tenés estabilidad de ningún tipo, y segundo, vomitar varias veces al día, como pasó durante los primeros tres meses. Según la creencia popular, los vómitos indican que la criatura tendrá mucho pelo, y al menos en este caso la predicción fue acertada, porque lo primero que vi de mi niña fue una gran mata de cabello oscuro, parado como el de sus ancestros lencas.

Las cosas mejoraron en el último trimestre. Don Leo Valladares, que posteriormente fue Comisionado Nacional de los Derechos Humanos, intercedió para que pudiera regresar a Honduras. Él me recibió personalmente en el aeropuerto; por ello le guardo gratitud eterna. Los días previos al nacimiento estuvieron marcados siempre por la incertidumbre y el temor, pero ya estaba en mi país y en mi casa.

A las doce de la noche de un 11 de septiembre (aniversario del golpe de Estado en Chile) me ingresaron en el Hospital Materno Infantil, hoy Hospital Escuela. Un amigo exdirigente estudiantil, quien hacía su internado, ofreció estar pendiente de mí. En la práctica, no pudo hacer otra cosa que saludarme con la mano desde la ventanilla, y velar desde afuera, supongo. Fueron otros médicos los que nos atendieron a un grupo de parturientas, entre ellas una niña de catorce años. Había gritos por todas partes, y los médicos y las enfermeras hacían chistes, diciendo que estábamos pagando el gusto que nos dimos en las navidades del año anterior.

Yo, otra vez ingenuamente, había estado leyendo sobre el “parto sin dolor”, y pensé que con estar mentalizada sería suficiente. Resistí unas horas, pero no soporté más cuando el médico metió su mano en mi vagina para romper la fuente y acelerar el parto. Aun ahora puedo gritar fuerte cuando me lo propongo, así que me imagino que mis alaridos estuvieron entre los más destacados del concierto. Ya uno de los residentes jóvenes había previsto que mi parto tendría que ser por cesárea, porque soy bajita y de caderas estrechas, pero el médico jefe se empeñó en que tenía que ser “natural”. No fue sino hasta la aparición de meconio, signo de sufrimiento fetal, que el médico jefe entendió que la cesárea era inevitable.

No todo fue terrible, por supuesto. Entre los residentes de obstetricia se encontraba un antiguo conocido, Rigoberto, con quien habíamos sido compañeros en el grupo de teatro del Instituto Hibueras. Él me confortó diciéndome: “yo te voy a hacer la cesárea, vas a ver que no te va a quedar mal la cicatriz”. Sin embargo, el médico jefe se empeñó en que el estudiante no podía hacerla, y él mismo me practicó un corte vertical desde el ombligo hasta el pubis, como se acostumbraba en la época, que me dejó una cicatriz muy abultada, que solo se suavizó con el tiempo. Mi hija nació a las doce del mediodía de un 12 de septiembre, gritando a todo pulmón, con su cabello como bandera, y lo primero que hizo cuando la pusieron sobre la camilla fue darse vuelta, como presagio de lo valiente y obstinada que sería en lo adelante.

Parir era la parte fácil, como lo sabe toda mujer que ha pasado por esa experiencia. Después vinieron las noches interminables de desvelo, el quedarme dormida dando de mamar, la pila de pañales sucios, todo ello acompañado del dolor de la cesárea. Fue como si un tren me hubiera pasado encima. No, no fue agradable en lo absoluto. Le doy el crédito a Marlom, el padre de mi hija, porque me acompañó y asumió sin reservas toda la carga, salvo dar de mamar, porque no podía. No es un hombre ni un padre perfecto, porque nadie lo es, pero mientras convivimos lo dio todo con la mejor voluntad, especialmente en esa época.

Así que no, esa no fue una experiencia maravillosa. Pero hay algo que sí es maravilloso. Con todos mis tropiezos, por alguna razón mi única hija es inteligente, hermosa, valiente, perseverante, estudiosa, esforzada, sensible y de buen corazón. Creció casi sin que me diera cuenta y es ahora mi mejor amiga, la que está pendiente de mí, la que sabe lo que me llega al alma; y, mejor aún, sabe ser ella misma, luchar por sus propios sueños. Desde niña ha enfrentado adversidades y agresiones, ha sabido disfrutar cada etapa de su vida y asumir cualquier desafío. Ella no necesita copiar lo que yo soy, no es una versión de mí; es una mujer independiente que me hace cada día no solo quererla, sino también admirarla.

En esta fecha celebro dos vidas: la de mi hija Andrea y la de mi padre Ventura Ramos, “Tata” para la familia, que nos dejó físicamente el 12 de septiembre de 1992. Sé que estaría muy orgulloso de ver los logros de la “mapachina”, como la llamó cariñosamente alguna vez, por su costumbre, cuando bebé, de ver el mundo recostada en mi hombro, de tal manera que solo asomaban sus ojos grandes y oscuros.

Feliz cumpleaños, Andrea María. No sabés lo orgullosa que me siento de verte fuerte, empoderada y noble, de compartir y aprender de vos en este recorrido. Ese es el significado de que yo te diga “mami” más veces de las que te digo “hija”, porque los papeles se entrecruzan e intercambian, y mi experiencia de vida se enriquece con la tuya.

Tu mami.

12 de septiembre de 2018.

Publicado en la revista digital de letras y artes La Zebra, septiembre de 2018.

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