Ventura Ramos con sus hijas María Eugenia y Gertrudis, en su casa del barrio La Guadalupe de Tegucigalpa, años sesenta. |
En Honduras, un país con tantas desigualdades y carencias, donde además históricamente ha predominado la cultura de la violencia, tener un padre presente, amoroso y protector, es un privilegio. Yo soy una de las afortunadas que lo tuvo y que vivió una infancia feliz, aunque el dinero no sobraba.
Recuerdo
con cariño los remiendos que mi madre hacía en mi uniforme escolar, y entiendo
ahora que esa era una de las mil maneras en las que ella se las ingeniaba para
estirar el salario de mi padre, escaso a pesar de que en ese momento tenía tres
empleos, como periodista y como maestro de español en jornada diurna y
nocturna. Por suerte, en mi escuela pública, la República de Honduras de la
colonia Alameda de Tegucigalpa, ir con el uniforme remendado no era extraño. Después entendí
que, aun con mi uniforme remendado, yo poseía ciertos privilegios, como el
estar bien alimentada y tener un techo confortable. Pero el mayor privilegio
era el de ser una niña querida y protegida, que disfrutaba al máximo su
infancia. Y ese disfrute se debió, en gran parte, a mi padre.
De
rostro adusto, casi pétreo, con fuertes facciones indígenas, tanto que alguna
vez le llamaron con cierta ironía «Dios del Maíz», Ventura Ramos no reflejaba a
simple vista las cualidades que le hacían un gran maestro y padre excepcional.
Sin embargo, sus colegas de la escuela primaria donde fungió como director
durante su juventud recuerdan que solía jugar fútbol con sus estudiantes en el
patio de la escuela, para indignación de los supervisores del ministerio de
Educación, que exigían más «disciplina». Y ese mismo trato horizontal fue el
que años después practicó en casa, con sus hijas. Con nosotras jugaba como si
fuera un niño más; lo voseábamos y podíamos llamarlo «mico», lo que de hecho le
encantaba. No es de extrañar que los bebés se sintieran a gusto en su
presencia, y que los gatos, a los que adoraba, lo siguieran por la calle como
perros, ante la extrañeza de los vecinos.
Su
compromiso y militancia política no fueron excusas para no estar presente en
nuestras vidas. Mi hermana mayor nació entre los bombardeos, durante el golpe
de Estado contra Jacobo Arbenz en Guatemala, donde mis padres estaban
exiliados, y mi padre tuvo que refugiarse en la Embajada de Ecuador, para
después emigrar a Guayaquil. No pudo reunirse con su familia sino hasta tres
años después, en Tegucigalpa, y tuvo que ganarse el cariño de su hija, que para
entonces llamaba «papá» a uno de mis tíos maternos. Pero nunca más se volvió a
alejar. Eso sí, oíamos Radio Habana Cuba de forma clandestina durante el golpe
de Estado de 1963. Como periodista, mi padre siempre tuvo un aparato de radio
con capacidad para captar frecuencias extranjeras. Además, en nuestra casa encontraron
refugio algunos líderes, así como las pinturas de nuestro muralista Álvaro
Canales, quien al exiliarse en México las dejó al cuidado de mi padre.
Cada
vez que alguien cumplía años en la casa, nos despertábamos con «Las mañanitas»,
interpretadas por mariachi tradicional, en los discos de vinilo que mi papá
ponía. Por las mañanas desayunábamos oyendo un programa de música clásica que
transmitía una emisora local. Y en época navideña, esa misma música se
escuchaba en casa todo el día. A él le debo mi afición por algunos clásicos
como «El amor de las tres naranjas», de Prokofiev, y el ballet «La bella
durmiente», de Tchaikovsky.
Aunque
alguna vez mostró rezagos de machismo, como cualquier hombre hondureño, nacido
además en una época cuando el patriarcado no se cuestionaba, siento que logró
superar esa mentalidad, como lo demuestra el hecho de que me compartiera con
entusiasmo las historias de las heroínas soviéticas y francesas de la Segunda
Guerra Mundial. Con él jamás me sentí amenazada o disminuida; por el contrario,
siempre me alentó y me apoyó, aunque no estuviera de acuerdo con alguna de mis
decisiones.
Le
debo la autoestima, esa sensación de que valgo, el sentimiento incomparable de haber
sido escuchada desde niña; y también el ateísmo, que agradezco porque no acudo
a poderes sobrenaturales, sino que encuentro en mi interior lo que necesito
para enfrentar el mundo. Nos dejó herencias de valor incalculable: el amor por los
libros y la literatura, el amor por los animales, el sentido de dignidad y
justicia. Veo con alegría que mi hermano Carlos Ventura, aunque no se crió físicamente con mi padre, ha sido a su vez un progenitor responsable y amoroso, y su descendencia refleja esos mismos valores.
Los
recuerdos de mi infancia, la visión del mundo que me inculcó mi padre, son el
fundamento de lo que soy ahora, y también las tablas que me han hecho salir a
flote cuando las circunstancias han sido difíciles. Por todo eso, papá, Ventura
Ramos, gracias. Como atea que soy, no pienso que me estés viendo desde algún
lugar; mejor aún, pienso que mucho de tu espíritu se quedó dentro de mí, en tu
descendencia, y en esos jóvenes, hombres y mujeres, que de diversas maneras y
en múltiples frentes siguen dando la pelea porque Honduras no se hunda.
1 comentario:
Precioso y siento envidia, no recuerdo a mi padre.
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