23 de abril de 2019
En el Día del Libro
Mis primeros recuerdos de los libros datan de cuando tenía tres años. Mi padre y mi madre se turnaban para leernos, a mi hermana y a mí, muchas y muy variadas historias. El primer libro que recuerdo es uno de formato pequeño, con el título Flor de leyendas, reunidas por Alejandro Casona. Según mi madre, a esa edad yo pedía: «¡El anillo de Tala quelo!», refiriéndome a «El anillo de Sakuntala». Curiosamente, no recuerdo la frase que ella me atribuye, pero sin duda recuerdo el pequeño libro, con forro de cubierta, como se acostumbraba en la época, y una leve sensación de reconfortante tristeza que me quedaba después de escuchar esa historia y otra igualmente melancólica, «El anillo de los nibelungos».
Tenía cinco años y aún no iba a la escuela cuando fui capaz de leer por mí misma esas historias, y a partir de allí me convertí en devoradora de libros, que me gustaba leer en la cama, boca abajo, mientras me comía un par de naranjas. Poco después aprendí a hacer yo misma pequeñas ediciones caseras, mecanografiando mis primeros cuentos, ilustrándolos y encuadernándolos. La vida después me trajo muchos vuelcos, y ha habido períodos en los que leer no ha sido la prioridad; pero aun así he aprovechado cualquier pequeño espacio para apropiarme de otros mundos con la cabeza hundida en el libro, por convulsa que fuera la realidad de ese momento.
Los libros me han permitido viajar a miles de kilómetros de distancia, y no en sentido figurado, sino real. Por ellos he podido visitar México, Colombia, Argentina, Nicaragua e Italia. Me han permitido estrechar la mano de Juan Gelman, abrazar a Claribel Alegría, tomarme un refresco de arroz con piña obsequiado por Tulita, la esposa de Sergio Ramírez, compartir el alojamiento con Leonardo Padura, compartir mesa con Gioconda Belli, y hacer amistad con gente que escribe que además son personas maravillosas, como Giovanna Rivero, de Bolivia, y Ulises Juárez Polanco, que ya no está físicamente.
Por las historias que sembraron dentro de mí, por las nacieron de mí y por las que vienen, nunca podré agradecer lo suficiente a los libros y a la palabra escrita.
29 de marzo de 2019
De cómo conocí a Margarita Velásquez y aprendí a respetar a Juana la Loca
Afiche: Tomado de MUA: Mujeres en las Artes |
Juana la Loca y yo nunca
fuimos amigas. Soy más bien retraída, nunca he sido visitante asidua de cafés
ni bares, y dejé de ir a fiestas desde antes de salir de la adolescencia. Cuando
consumo alcohol, procuro que no sea en exceso, y de preferencia lo hago entre
amistades de mucha confianza. Me molesta el humo del cigarro y rehúyo los
espacios donde lo que empieza como diversión termina en insultos, agresiones o
vómitos. Sí, lo sé, soy fresa y aburrida; pero agradezco que me permitan ser y
sentirme cómoda. Por estas razones, el personaje de Juana la Loca me intimidaba,
y tristemente no conocía a Margarita Velásquez, la mujer que estaba detrás.
Hace más de tres
décadas, yo salía una noche del Teatro Manuel Bonilla acompañada de un grupo de
personas, después de haber asistido a una de las presentaciones del Festival
Bambú. Sorpresivamente, escuché que una mujer que yo no conocía nos gritaba: «¡Ajá,
grandes putas que andan corriendo atrás de un pene comunista!». Asustada y avergonzada,
pregunté quién era, y alguien me dijo: «Es Juana la Loca».
Reconozco que me ganó el
prejuicio, y durante mucho tiempo no fui capaz de valorar la poesía de Juana
Pavón. Sin embargo, con los años aprendí a
reevaluar muchos de mis criterios, sobre todo desde la óptica de la
reivindicación de las mujeres. No había logrado interesarme por completo en
esta autodenominada «poeta de la calle», cuyo desparpajo me seguía intimidando,
pero había podido entender e identificarme con algunos de sus poemas.Cuando Juana enfermó gravemente comencé a percibirla de otra manera. Coincidimos en una lectura de poesía que se hizo en el Parque Central de Tegucigalpa, y nos fotografiamos juntas. No me insultó, y yo la saludé con respeto. Para mi sorpresa, después me envió una «solicitud de amistad» por una red social, y la acepté de inmediato. Me alegró que comentara una foto de mi gata Matilda, y así me enteré de que tenía compañeros felinos, como yo.
La vida hizo que el teatro,
tal como aquella lejana noche me mostró la parte agresiva de Juana
la Loca, el personaje, después me permitiera conocer a Margarita Velásquez, la
mujer. El grupo teatral Bambú, el mismo que todos los años organiza el festival
del mismo nombre, montó la obra Juana la
Loca del salvadoreño Carlos Velis, adaptada y dirigida por la maestra Luisa
Cruz, como parte de su campaña para recaudar fondos destinados al tratamiento de
Juana. La obra fue escrita en 2002, y seguramente ya había sido representada muchas veces;
pero para mí fue todo un descubrimiento, porque por primera vez conocí la
historia de Margarita Velásquez, huérfana, pobre, abusada y violada a temprana
edad, golpeada una y otra vez, presa, engañada, maltratada (ahora lo sé) hasta
por hombres icónicos del pensamiento marxista hondureño. Entonces me di cuenta
de que ese muro de insultos, ese apenas subsistir entre el estado alcohólico y
la resaca, eran la única forma posible de mantener la cordura. Y entendí
también cuán increíblemente brillante tuvo que ser su talento poético para nacer
y afianzarse entre tanta miseria.
Margarita Velásquez
falleció en la madrugada del 28 de marzo, me ilusiona creer que en paz, rodeada
del cariño sincero que le prodigaba la gente. Soy por naturaleza escéptica y
muchas veces me quejo de nuestra ingenuidad como pueblo; pero el que de muchas
maneras se haya comprendido y reivindicado a Juana me muestra que aún hay
esperanza.
Despedimos a Margarita
Velásquez, pero Juana Pavón se queda. Por derecho propio tiene un lugar junto
a Clementina Suárez, Amanda Castro y otras precursoras y transgresoras. Solo espero que, como en el caso de Clemen, pasado el fragor de las
anécdotas podamos llegar a la justa valoración de su vida y su obra. Y, puestas
a esperar, también espero que terminen la misoginia, el abuso y el maltrato.
Que ninguna niña ni mujer tenga que pasar por lo que pasó Margarita. Que no sea
necesario pelear con tanta desesperación por ocupar el lugar que como mujeres,
como seres humanos, nos pertenece.
María Eugenia Ramos
Tegucigalpa, 29 de marzo de 2019.
19 de marzo de 2019
En el Día del Padre
Ventura Ramos con sus hijas María Eugenia y Gertrudis, en su casa del barrio La Guadalupe de Tegucigalpa, años sesenta. |
En Honduras, un país con tantas desigualdades y carencias, donde además históricamente ha predominado la cultura de la violencia, tener un padre presente, amoroso y protector, es un privilegio. Yo soy una de las afortunadas que lo tuvo y que vivió una infancia feliz, aunque el dinero no sobraba.
Recuerdo
con cariño los remiendos que mi madre hacía en mi uniforme escolar, y entiendo
ahora que esa era una de las mil maneras en las que ella se las ingeniaba para
estirar el salario de mi padre, escaso a pesar de que en ese momento tenía tres
empleos, como periodista y como maestro de español en jornada diurna y
nocturna. Por suerte, en mi escuela pública, la República de Honduras de la
colonia Alameda de Tegucigalpa, ir con el uniforme remendado no era extraño. Después entendí
que, aun con mi uniforme remendado, yo poseía ciertos privilegios, como el
estar bien alimentada y tener un techo confortable. Pero el mayor privilegio
era el de ser una niña querida y protegida, que disfrutaba al máximo su
infancia. Y ese disfrute se debió, en gran parte, a mi padre.
De
rostro adusto, casi pétreo, con fuertes facciones indígenas, tanto que alguna
vez le llamaron con cierta ironía «Dios del Maíz», Ventura Ramos no reflejaba a
simple vista las cualidades que le hacían un gran maestro y padre excepcional.
Sin embargo, sus colegas de la escuela primaria donde fungió como director
durante su juventud recuerdan que solía jugar fútbol con sus estudiantes en el
patio de la escuela, para indignación de los supervisores del ministerio de
Educación, que exigían más «disciplina». Y ese mismo trato horizontal fue el
que años después practicó en casa, con sus hijas. Con nosotras jugaba como si
fuera un niño más; lo voseábamos y podíamos llamarlo «mico», lo que de hecho le
encantaba. No es de extrañar que los bebés se sintieran a gusto en su
presencia, y que los gatos, a los que adoraba, lo siguieran por la calle como
perros, ante la extrañeza de los vecinos.
Su
compromiso y militancia política no fueron excusas para no estar presente en
nuestras vidas. Mi hermana mayor nació entre los bombardeos, durante el golpe
de Estado contra Jacobo Arbenz en Guatemala, donde mis padres estaban
exiliados, y mi padre tuvo que refugiarse en la Embajada de Ecuador, para
después emigrar a Guayaquil. No pudo reunirse con su familia sino hasta tres
años después, en Tegucigalpa, y tuvo que ganarse el cariño de su hija, que para
entonces llamaba «papá» a uno de mis tíos maternos. Pero nunca más se volvió a
alejar. Eso sí, oíamos Radio Habana Cuba de forma clandestina durante el golpe
de Estado de 1963. Como periodista, mi padre siempre tuvo un aparato de radio
con capacidad para captar frecuencias extranjeras. Además, en nuestra casa encontraron
refugio algunos líderes, así como las pinturas de nuestro muralista Álvaro
Canales, quien al exiliarse en México las dejó al cuidado de mi padre.
Cada
vez que alguien cumplía años en la casa, nos despertábamos con «Las mañanitas»,
interpretadas por mariachi tradicional, en los discos de vinilo que mi papá
ponía. Por las mañanas desayunábamos oyendo un programa de música clásica que
transmitía una emisora local. Y en época navideña, esa misma música se
escuchaba en casa todo el día. A él le debo mi afición por algunos clásicos
como «El amor de las tres naranjas», de Prokofiev, y el ballet «La bella
durmiente», de Tchaikovsky.
Aunque
alguna vez mostró rezagos de machismo, como cualquier hombre hondureño, nacido
además en una época cuando el patriarcado no se cuestionaba, siento que logró
superar esa mentalidad, como lo demuestra el hecho de que me compartiera con
entusiasmo las historias de las heroínas soviéticas y francesas de la Segunda
Guerra Mundial. Con él jamás me sentí amenazada o disminuida; por el contrario,
siempre me alentó y me apoyó, aunque no estuviera de acuerdo con alguna de mis
decisiones.
Le
debo la autoestima, esa sensación de que valgo, el sentimiento incomparable de haber
sido escuchada desde niña; y también el ateísmo, que agradezco porque no acudo
a poderes sobrenaturales, sino que encuentro en mi interior lo que necesito
para enfrentar el mundo. Nos dejó herencias de valor incalculable: el amor por los
libros y la literatura, el amor por los animales, el sentido de dignidad y
justicia. Veo con alegría que mi hermano Carlos Ventura, aunque no se crió físicamente con mi padre, ha sido a su vez un progenitor responsable y amoroso, y su descendencia refleja esos mismos valores.
Los
recuerdos de mi infancia, la visión del mundo que me inculcó mi padre, son el
fundamento de lo que soy ahora, y también las tablas que me han hecho salir a
flote cuando las circunstancias han sido difíciles. Por todo eso, papá, Ventura
Ramos, gracias. Como atea que soy, no pienso que me estés viendo desde algún
lugar; mejor aún, pienso que mucho de tu espíritu se quedó dentro de mí, en tu
descendencia, y en esos jóvenes, hombres y mujeres, que de diversas maneras y
en múltiples frentes siguen dando la pelea porque Honduras no se hunda.
18 de marzo de 2019
De cercanías y extrañamientos: "Crónica de una cercanía", de Janet Gold
Palabras para la presentación del libro Crónica de una cercanía. Escritos sobre literatura hondureña*
Agradezco
a Isolda Arita la deferencia de haberme pedido que la acompañe en la
presentación de esta colección de ensayos sobre literatura hondureña que nos
obsequia Janet Gold, con el título de Crónica
de una cercanía.
Quiero
comenzar refiriéndome a la cuidada presentación del libro, que en la cubierta
tiene una fotografía de las gradas del barrio La Leona, con flores y plantas
colgantes, complementada en la contracubierta por una Janet muy joven, con
pañuelo en la cabeza, sosteniendo un ramo de flores en los arcos de los
apartamentos Walter. Son imágenes que retratan una Tegucigalpa que vive en
nuestra nostalgia, pero de la que solo quedan pequeños islotes en un mar de
concreto y puentes a desnivel que nos han quitado identidad como ciudad. En consonancia con el título del libro, nos hacen imaginar el
contenido testimonial de estas crónicas, en las que la autora nos narra los
inicios de su aproximación a la literatura hondureña y sus impresiones de
Honduras y su gente a lo largo de cuatro décadas.
Nuestro
medio no es el más propicio para la literatura, como bien lo constata Janet
Gold. La sociedad hondureña está signada
por el prejuicio, la politiquería, la mentalidad patriarcal, el clientelismo y
la corrupción, males que se reflejan en las dificultades que aún hoy persisten
en la tarea de escribir y publicar; no
es de extrañar que para las mujeres escritoras el desafío de ser entendidas y aceptadas ha sido, y sigue siendo, mayor que para los escritores hombres.
Janet Gold vino a Honduras la primera vez para dar clases en una escuela privada, pero cuando regresó, años después, lo hizo atraída por la figura de una mujer que no solo desafió los tabúes de la época, sino que se desafió a sí misma, evolucionando como poeta hasta llegar a constituir una voz precursora cuyos ecos nos siguen nutriendo. Me refiero, por supuesto, a Clementina Suárez. La biografía que Janet Gold escribió, Retrato en el espejo, sigue siendo el principal referente a la hora de profundizar en la vida de esta poeta fundacional, precursora del vanguardismo en Honduras. Cuando, en conjunto con la Editorial Guaymuras, nos propusimos acercar la vida de esta mujer icónica a los niños y niñas de Honduras, no resultó difícil, porque ya existía esta investigación aderezada con el cariño que Janet llegó a sentir por Clementina y por Honduras.
Janet Gold vino a Honduras la primera vez para dar clases en una escuela privada, pero cuando regresó, años después, lo hizo atraída por la figura de una mujer que no solo desafió los tabúes de la época, sino que se desafió a sí misma, evolucionando como poeta hasta llegar a constituir una voz precursora cuyos ecos nos siguen nutriendo. Me refiero, por supuesto, a Clementina Suárez. La biografía que Janet Gold escribió, Retrato en el espejo, sigue siendo el principal referente a la hora de profundizar en la vida de esta poeta fundacional, precursora del vanguardismo en Honduras. Cuando, en conjunto con la Editorial Guaymuras, nos propusimos acercar la vida de esta mujer icónica a los niños y niñas de Honduras, no resultó difícil, porque ya existía esta investigación aderezada con el cariño que Janet llegó a sentir por Clementina y por Honduras.
Pero
Clementina no ha sido la única mujer destacada que Janet Gold encontró en sus
exploraciones del mundo literario y cultural hondureño. En este libro hay referencias
a muchas mujeres, incluyendo los primeros intentos de organización de las
mujeres escritoras, que datan de los años noventa. Y hace especial mención de
dos mujeres que por diferentes razones son imprescindibles en la historia de la
vida cultural del país: Leticia de Oyuela y Amanda Castro. Doña Lety aparece
retratada con la elegancia y refinamiento europeo que la caracterizaban y su trabajo incansable en la investigación y la difusión del
arte y la cultura de Honduras. Amanda aparece como poeta, editora y luchadora
social, figura destacada del movimiento LGTBI en el país. Ambas, al igual que
Clementina, ya fallecieron, pero al igual que ella continúan viviendo en nuestro
imaginario social.
Crónica de una cercanía, sin embargo, no está dedicada exclusivamente a las
mujeres escritoras, sino que es un panorama general construido a retazos, con
base en conferencias y trabajos académicos, así como en vivencias personales de
su autora, y contextualizado en nuestra realidad política y social, incluyendo
el golpe de Estado de 2009. Por sus páginas desfilan iniciativas editoriales
privadas y del Estado, la tradición oral, algunos colectivos culturales,
organizaciones no gubernamentales, la visión de Janet del pueblo minero de
Santa Lucía, Miriam Sevilla y su esfuerzo por hacer teatro infantil en una
ciudad pequeña, y escritores de épocas y estilos tanto coincidentes como
divergentes, entre ellos, Roberto Castillo, Roberto Sosa, José Luis Quesada y
Raúl Arturo Pagoaga.
No
es un trabajo exhaustivo ni actualizado; la autora está consciente de ello y así
nos lo advierte en el preámbulo. Se trata más bien de una recopilación de
nombres, datos y experiencias que por determinadas razones la atrajeron como
investigadora. Sin embargo, tiene mucho valor como testimonio del devenir
histórico de la literatura hondureña, desde la mirada de una académica
extranjera. En lo personal, yo espero que Janet continúe su cercana relación
con Honduras y con nuestra literatura; ojalá, por ejemplo, incluya en futuros
estudios la ficción de los últimos 18 años, en especial la narrativa escrita
por mujeres.
Quiero
felicitar a Editorial Guaymuras por esta publicación, y agradecerle a Janet
Gold por el cariño que estas páginas demuestran hacia un país donde constantemente
nos preguntamos si vale la pena escribir, o simplemente vivir, y donde, como
Janet acertadamente intuyó, permanece una sensación de pérdida y extrañamiento más
que de cercanía. Parafraseando a Clementina Suárez, y en el espíritu de
búsqueda e inconformidad de Janet Gold como investigadora, la respuesta sería
que tenemos que “destruir y construir, ser relámpago, trueno, despertar a los
niños y a las niñas, para arrasar las podridas raíces de este pueblo”[1].
Tegucigalpa,
1 de agosto de 2018.
* 2018. Tegucigalpa: Editorial Guaymuras. 308 pp. ISBN 978-99926-54-94-1
[1] Suárez, Clementina (1969).
“Combate”, en El poeta y sus señales. Tegucigalpa: Universidad Nacional Autónoma de Honduras, 1969.
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1 de marzo de 2019
Carta a mi hija
Hace unos años yo tenía a una recién nacida en brazos y
pensaba: “¿qué voy a hacer con esta niña?” Eran tiempos duros, aún estaba
vigente en Honduras la doctrina de seguridad nacional, y yo apenas dos meses
atrás había regresado de años de exilio, con una panza de siete meses. Volví
pensando ingenuamente que la criatura que llevaba en el vientre debía nacer en
mi país, y también porque mi familia me extrañaba y me había brindado su ala
protectora.
Mi embarazo, especialmente en los primeros meses, no fue
agradable. Nunca lo describiría como una experiencia maravillosa. No tiene nada
de maravilloso, primero, darte cuenta de que estás embarazada cuando no tenés
estabilidad de ningún tipo, y segundo, vomitar varias veces al día, como pasó
durante los primeros tres meses. Según la creencia popular, los vómitos indican
que la criatura tendrá mucho pelo, y al menos en este caso la predicción fue
acertada, porque lo primero que vi de mi niña fue una gran mata de cabello
oscuro, parado como el de sus ancestros lencas.
Las cosas mejoraron en el último trimestre. Don Leo
Valladares, que posteriormente fue Comisionado Nacional de los Derechos
Humanos, intercedió para que pudiera regresar a Honduras. Él me recibió
personalmente en el aeropuerto; por ello le guardo gratitud eterna. Los días
previos al nacimiento estuvieron marcados siempre por la incertidumbre y el
temor, pero ya estaba en mi país y en mi casa.
A las doce de la noche de un 11 de septiembre (aniversario
del golpe de Estado en Chile) me ingresaron en el Hospital Materno Infantil,
hoy Hospital Escuela. Un amigo exdirigente estudiantil, quien hacía su
internado, ofreció estar pendiente de mí. En la práctica, no pudo hacer otra
cosa que saludarme con la mano desde la ventanilla, y velar desde afuera,
supongo. Fueron otros médicos los que nos atendieron a un grupo de
parturientas, entre ellas una niña de catorce años. Había gritos por todas
partes, y los médicos y las enfermeras hacían chistes, diciendo que estábamos
pagando el gusto que nos dimos en las navidades del año anterior.
Yo, otra vez ingenuamente, había estado leyendo sobre el
“parto sin dolor”, y pensé que con estar mentalizada sería suficiente. Resistí
unas horas, pero no soporté más cuando el médico metió su mano en mi vagina
para romper la fuente y acelerar el parto. Aun ahora puedo gritar fuerte cuando
me lo propongo, así que me imagino que mis alaridos estuvieron entre los más
destacados del concierto. Ya uno de los residentes jóvenes había previsto que
mi parto tendría que ser por cesárea, porque soy bajita y de caderas estrechas,
pero el médico jefe se empeñó en que tenía que ser “natural”. No fue sino hasta
la aparición de meconio, signo de sufrimiento fetal, que el médico jefe
entendió que la cesárea era inevitable.
No todo fue terrible, por supuesto. Entre los residentes de
obstetricia se encontraba un antiguo conocido, Rigoberto, con quien habíamos
sido compañeros en el grupo de teatro del Instituto Hibueras. Él me confortó
diciéndome: “yo te voy a hacer la cesárea, vas a ver que no te va a quedar mal
la cicatriz”. Sin embargo, el médico jefe se empeñó en que el estudiante no
podía hacerla, y él mismo me practicó un corte vertical desde el ombligo hasta
el pubis, como se acostumbraba en la época, que me dejó una cicatriz muy
abultada, que solo se suavizó con el tiempo. Mi hija nació a las doce del
mediodía de un 12 de septiembre, gritando a todo pulmón, con su cabello como
bandera, y lo primero que hizo cuando la pusieron sobre la camilla fue darse
vuelta, como presagio de lo valiente y obstinada que sería en lo adelante.
Parir era la parte fácil, como lo sabe toda mujer que ha
pasado por esa experiencia. Después vinieron las noches interminables de
desvelo, el quedarme dormida dando de mamar, la pila de pañales sucios, todo
ello acompañado del dolor de la cesárea. Fue como si un tren me hubiera pasado
encima. No, no fue agradable en lo absoluto. Le doy el crédito a Marlom, el
padre de mi hija, porque me acompañó y asumió sin reservas toda la carga, salvo
dar de mamar, porque no podía. No es un hombre ni un padre perfecto, porque
nadie lo es, pero mientras convivimos lo dio todo con la mejor voluntad, especialmente
en esa época.
Así que no, esa no fue una experiencia maravillosa. Pero hay
algo que sí es maravilloso. Con todos mis tropiezos, por alguna razón mi única
hija es inteligente, hermosa, valiente, perseverante, estudiosa, esforzada,
sensible y de buen corazón. Creció casi sin que me diera cuenta y es ahora mi
mejor amiga, la que está pendiente de mí, la que sabe lo que me llega al alma;
y, mejor aún, sabe ser ella misma, luchar por sus propios sueños. Desde niña ha
enfrentado adversidades y agresiones, ha sabido disfrutar cada etapa de su vida
y asumir cualquier desafío. Ella no necesita copiar lo que yo soy, no es una
versión de mí; es una mujer independiente que me hace cada día no solo
quererla, sino también admirarla.
En esta fecha celebro dos vidas: la de mi hija Andrea y la
de mi padre Ventura Ramos, “Tata” para la familia, que nos dejó físicamente el
12 de septiembre de 1992. Sé que estaría muy orgulloso de ver los logros de la
“mapachina”, como la llamó cariñosamente alguna vez, por su costumbre, cuando
bebé, de ver el mundo recostada en mi hombro, de tal manera que solo asomaban
sus ojos grandes y oscuros.
Feliz cumpleaños, Andrea María. No sabés lo orgullosa que me
siento de verte fuerte, empoderada y noble, de compartir y aprender de vos en
este recorrido. Ese es el significado de que yo te diga “mami” más veces de las
que te digo “hija”, porque los papeles se entrecruzan e intercambian, y mi
experiencia de vida se enriquece con la tuya.
Tu mami.
12 de septiembre de 2018.
Publicado en la revista digital de letras y artes La Zebra, septiembre de 2018.
27 de febrero de 2019
La niña que nació para ser poeta
Por: Ligia Aguilar*
Artículo leído por la autora en la presentación de La niña que nació para ser poeta: Clementina Suárez, durante la Feria del Libro organizada por el CCET de Tegucigalpa en abril de 2018, y publicado en Diario La Tribuna, sección "Habitaciones Propias", dirigida por la escritora hondureña Jessica Isla.
Cartel de La niña que nació para ser poeta, para la feria del libro organizada
por el Centro Cultural de España en Tegucigalpa, abril de 2018. |
No recuerdo exactamente la primera vez que escuché el nombre
de Clementina Suárez. Posiblemente mi madre o padre, ambos educadores y
lectores pudieron leerme un poema o hablarme de ella. O tal vez fue uno de los
docentes de mi vida escolar que me invitó a conocer a la aclamada escritora
hondureña. Realmente no lo recuerdo. Lo que sí quedó muy bien grabado en mi
memoria es que solo la evocación de su nombre estaba revestida de un enigma
especial, de una serie de episodios de su vida personal, que de una u otra
forma se convirtieron en un tipo de leyenda urbana. Más tarde, ya adulta y con
un interés particular en mujeres hondureñas destacadas, me puse la tarea buscar
información de este intrigante personaje. Para mi grata sorpresa, encontré en
una de las librerías de la ciudad, el libro El retrato en el espejo, de
Janet Gold, un ensayo biográfico y literario en torno a la vida de Clementina
Suárez, el cual sirvió de referencia principal para el libro que estamos presentando
el día de hoy, La niña que nació para ser poeta: Clementina Suárez, de la
escritora hondureña María Eugenia Ramos.
Este libro hace parte de la colección Pispizigaña de la
Editorial Guaymuras, bajo el género de biografía infantil y escrito de forma magistral,
a mi criterio, por María Eugenia. Quisiera abordar la relevancia de este obra
desde dos perspectivas: una estrictamente pedagógica y otra desde una mirada
feminista.
Desde el ámbito de la pedagogía, tenemos en el país una
deuda histórica con la niñez hondureña, pues por un lado, desde la Convención
de los Derechos de Niñez, ratificada por Honduras en 1990, la niñez tiene
derecho a tener acceso a literatura e información general sobre su cultura, su
identidad y su historia, y para nuestra preocupación, los libros de literatura
infantil, escritos por autoría hondureña son muy pocos y por otro lado, debemos
valorar su calidad estética y literaria. (Tengo en mi poder, una colección
privada de libros de literatura infantil hondureña que no supera los 60
títulos). También, la evidencia científica es contundente en cuanto a que
acceso a la literatura local es fundamental para facilitar el desarrolla de la
competencia lectora. Particularmente desde el enfoque sociocultural del
aprendizaje de la lectura, se observa la demanda de que la niñez esté expuesta
al lenguaje y entorno que reconoce, tanto en el texto escrito como en las
ilustraciones o imágenes que le acompañan. Es decir, cuando se reconoce la
cotidianidad del texto escrito, el lenguaje común de su ciudad o pueblo
facilita la comprensión de la lectura, pues el lenguaje cobra sentido al
trascender de la escuela a las prácticas sociales de la familia y la comunidad.
La evidencia científica es contundente en cuanto a que
acceso a la literatura local es fundamental para facilitar el desarrolla de la
competencia lectora. Particularmente desde el enfoque sociocultural del
aprendizaje de la lectura, se observa la demanda de que la niñez esté expuesta
al lenguaje y entorno que reconoce, tanto en el texto escrito como en las
ilustraciones o imágenes que le acompañan. Es decir, cuando se reconoce la
cotidianidad del texto escrito, el lenguaje común de su ciudad o pueblo
facilita la comprensión de la lectura pues el lenguaje cobra sentido al
trascender de la escuela a las prácticas sociales de la familia y la comunidad.
Desde la mirada feminista, consideramos que todos y todas
debemos leer sobre la aclamada escritora, porque sin duda, la calidad de su
obra poética no solo es valorada por nuestra gente, sino también por lectores y
lectoras internacionales ya que Clementina es su obra. Sin embargo, estoy muy
segura que muchos de ustedes escucharon hablar de Clementina Suárez, aquella
leyenda urbana, aquella mujer que vivió su vida de acuerdo a sus normas y a sus
creencias. Pues es aquí donde valoro enormemente el aporte feminista del porqué María Eugenia, logra desde este libro exquisito, contarnos sin sobresaltos, sin
morbo, sin pecado, las decisiones que Clementina tomó en su vida: viajar,
navegar, leer, soñar, vivir y sobre todo construirse a sí misma. Es pues, este
libro un dispositivo cultural, a mi criterio, poderoso para la niñez, para la
juventud hondureña, que puede ver en sus mejores hombres y mujeres, un ejemplo
a emular, este libro también es también una herramienta de empoderamiento, de
fortaleza y de libertad. Clementina siempre supo, desde muy niña, que iba a ser
diferente y sin duda lo fue.
Termino invitándoles a adquirir siempre de la misma autora,
La maestra Choncita, el recuento biográfico de Visitación Padilla para la
niñez. En este libro, me enteré que por sus méritos y de forma oficial en el
año 2008, el Congreso Nacional la declaró heroína nacional. Paradójicamente,
hoy en día, una década después, Visitación Padilla está ausente de los murales
cívicos en los centros educativos en el mes de septiembre, poniendo de
manifiesto la invisibilización de esta beligerante mujer política.
_____________________
*Ligia Aguilar. Tegucigalpa (1973). Máster en Educación,
Eficacia y Mejoramiento Escolar, por la Universidad de Groningen, Holanda.
Licenciada en Letras y Lenguas Inglesas de la Universidad Pedagógica Francisco
Morazán. Actualmente es la Oficial de Educación para la Fundación Infantil
Pestalozzi, con casa matriz en Suiza. Se ha desempeñado como subdirectora y
gerente técnica del Proyecto Educación implementado por los Institutos
Americanos de Investigación AIR, que se ejecutó en 120 municipios de Honduras.
22 de febrero de 2019
¿El cumpleaños de qué patria?
Foto: UNAH Estudiantes |
Desde
muy temprano se hace énfasis en el carácter militar del ceremonial, con los
tradicionales veintiún cañonazos distribuidos entre las seis de la mañana, doce
del mediodía y seis de la tarde, a los que pronto se agrega el ruido
ensordecedor de los aviones caza sobrevolando las ciudades, los helicópteros de
vigilancia, los paracaidistas, todo lo cual remite a un país en estado de
sitio. En las actuales circunstancias, no faltan además el registro humillante
de niños y niñas en la entrada del Estadio Nacional, como si se tratara de
terroristas, y los gases lacrimógenos arrojados contra quienes se atreven a
organizar desfiles paralelos.
Para
completar el carácter patriarcal y falto de valores ciudadanos de la forma de
conmemorar la separación de Centroamérica de España, cada banda de guerra
(nótese la transparencia de la denominación) lleva palillonas ataviadas y
maquilladas para estimular el morbo masculino. Los medios de desinformación,
que no de comunicación, lo resaltan con frases como “las palillonas del
instituto X dan una probadita de sus encantos”, frase real leída en el cintillo
de un noticiero en uno de los canales de televisión de mayor audiencia y menor
profesionalismo.
Este
es el espectáculo común que cada año se organiza desde el gobierno, contando con
la complicidad de las autoridades de centros educativos y la asombrosa
pasividad de docentes, padres y madres de familia, salvo raras excepciones de
estudiantes y docentes que se arriesgan a ser objeto de represalias. Sin
embargo, este año la mascarada resulta aún más evidente cuando se contrasta con
los asesinatos de niñas, niños y jóvenes cometidos en total impunidad por
grupos paramilitares, con la complicidad manifiesta del Estado en tanto que no
hay investigación ni mucho menos sanción de los perpetradores.
El
hecho de que algunos de los jóvenes asesinados hayan participado en protestas
antigubernamentales y posteriormente fueran sacados violentamente de sus casas
por hombres provistos de uniforme y equipamiento policial, para posteriormente
aparecer asesinados y con signos de tortura, deja un mensaje claro. La
disidencia se reprime con judicialización, como en el caso reciente de
estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, pero también con
la muerte. El retroceso de Honduras en materia de democracia y derechos humanos
es enorme; hemos regresado a la década de los ochenta, mucho antes de que
nacieran los niños y niñas que ahora son asesinados.
Algunas
y algunos nos preguntamos entonces: ¿cuál es la patria? ¿Es la de los discursos
adulcorados con los que nos anestesian cada 15 de septiembre? ¿Es la de un
general Francisco Morazán del que se exalta el militarismo, pero se anula su
visión en cuanto a, por ejemplo, la educación laica? ¿Es la de una clase
política desgastada y desautorizada por su responsabilidad en la corrupción, el
fraude, el saqueo de las instituciones? ¿Es la de una jerarquía eclesiástica
que no duda en utilizar la religiosidad popular para justificar sus propios
abusos y complicidades?
Es
fácil caer en el desaliento cuando nos damos cuenta de que toda nuestra visión
de patria e identidad ha sido construida sobre falsos imaginarios. Lejos de ser
un país bucólico de montañas e iglesias blancas, como lo pintan las estampas, somos
un país signado por la violencia, pero la versión oficial lo niega porque decir
la verdad espantaría al turismo. No es casual que decenas de miles de
compatriotas hayan tenido que emigrar, mientras otra parte de la población
sobrevivimos aferrándonos a la esperanza de poder cambiar una situación que
cada día se agrava más.
¿Hacia
dónde ver entonces en estas circunstancias? La respuesta siempre ha estado
aquí, sobreviviendo como flor en el cemento, asfixiada a veces por la
institucionalidad. Y no es casual la imagen de la flor, porque es precisamente
en el arte y la literatura ejercidos a conciencia, en el incipiente cine, en
las luchas de las mujeres, de las y los jóvenes, de las comunidades y pueblos
indígenas que defienden sus recursos naturales, de los colectivos que apuestan
contra la homofobia y la misoginia, en toda búsqueda que desafíe la comodidad
de la mentira oficial, que se pueden encontrar las visiones y asideros que
necesitamos para no conformarnos con sobrevivir, sino construir un país que
podamos llamar nuestro.
"El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot", o la ilusión de escribir en un país malogrado
De izquierda a derecha, las escritoras Carolina Torres, Jessica Isla, María Eugenia Ramos, y el escritor Gustavo Campos, en las instalaciones del Centro Cultural de España en Tegucigalpa. |
«[Sus] cuentos (...) [son] siempre
un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos,
autobiografías revisadas que le van descubriendo poco a poco lo que él mismo
es, nunca nada es directo, uno tiene que desenvolver el cuento, muñeca rusa,
caja de sorpresas». Estas palabras, escritas por Elena Poniatowska a propósito
del trabajo del recientemente fallecido escritor veracruzano Sergio Pitol,
calzan muy bien para describir las técnicas narrativas que Gustavo Campos
despliega en El libro perdido de Eduardo
Ilussio Hocquetot.
Cuando me aproximé a la obra por
primera vez, en la versión original que obtuvo el premio centroamericano de
novela convocado por la Sociedad Literaria de Honduras, pensé que me encontraba
frente a una colección de relatos, pero —y me disculpo por el prejuicio— no
pensé que fuera realmente una novela. Afortunadamente, Gustavo me pidió que se
la diagramara para hacer una autoedición, en vista de las dificultades que
siguen existiendo en Honduras en el campo editorial. Y en el ejercicio de
diagramar, trabajo que me apasiona, pude leerla desde otra perspectiva, valoré
el esfuerzo que como autor implica trabajar en una propuesta novedosa y, sobre
todo, la disfruté enormemente.
Durante el proceso de maquetación,
que duró varios días porque sobre la marcha se hicieron cambios sustanciales,
intercambiamos decenas de mensajes con Gustavo, y le escribí varios solo para
contarle que estaba riéndome a carcajadas mientras leía alguno de los capítulos.
En un país signado por la corrupción, la violencia, la pobreza, la misoginia, la
homofobia y la estupidez sin límites de quienes nos desgobiernan, reírse es un
imperativo para seguir viviendo. Y por eso quiero apuntar la que, en mi opinión,
es la primera cualidad de este libro, y a la vez uno de sus ejes transversales:
el humor. El autor se ríe y nos hace reír de él mismo, de las vicisitudes de su
alter ego, el «famoso» escritor Eduardo Ilussio, y del hecho —mejor
dicho, la ilusión— de querer ser escritor y vivir como tal en un país donde la
sensibilidad se considera un defecto.
Ello no significa que se trata de
una comedia; sería, en todo caso, una tragicomedia, pues junto con los motivos
para reír están presentes las razones para indignarnos. Gustavo no teme hacer
uso de una variedad de recursos para que recordarnos esa brutal realidad de la
que somos parte, incluyendo la nota periodística, datos estadísticos, recuentos
de presentaciones de otros libros, la recapitulación minuciosa y con fechas de
los asaltos de que ha sido objeto en San Pedro Sula, que no hace mucho era la
ciudad más violenta del mundo.
Como ejemplo de este ir y venir
entre la imaginación y la realidad, en el primer capítulo el «famoso escritor»
da una conferencia en una universidad desconocida, responde con ironía las preguntas
de los periodistas, confiesa que cambió de nombre para evitar a los acreedores,
a la pregunta de qué prefiere, si leer o escribir, contesta que cocinar, y,
sobre todo, que escribe para dejar de
escribir.
Todo muy ajustado a nuestra
realidad —aunque también es parodia de otras ficciones—, solo que en clave de
humor: nuestras universidades, a pesar de sus pretensiones académicas, son
desconocidas en el mundo, los acreedores nos persiguen, quienes escribimos
somos personas de carne y hueso que no siempre nos podemos dar el lujo de dejar
de comer para adquirir libros. En medio
de estas realidades presentadas desde la ironía, un periodista pregunta si es
cierto que a los escritores no les gusta trabajar, y Eduardo Illusio se
convierte en Gustavo Campos para dar una apasionada respuesta de página y media
con cifras sobre la industria del libro en Honduras, comparándolas con el resto
de Centroamérica, y denunciando la falta de políticas culturales del Estado.
Justo cuando podríamos empezar a
preocuparnos porque tanta cifra podría conllevar aburrimiento, hay una amable
referencia en clave de broma al grupo de teatro y música Pandas con Alzheimer,
sin mencionarlos explícitamente, y cito:
«—¿Qué tan cierto es el rumor de que usted ha besado pandas? —Aunque usted no lo crea son muy
amigables (responde
Illusio). Pero lo más increíble es que padecen de Alzheimer, gracias a ello me
ahorro futuros reclamos derivados de nuestros affaires. También he besado
mujeres cocodrilo». Y con
ello encontramos otro eje transversal de la novela: los vínculos de su autor
con los círculos literarios y artísticos de Honduras, incluyendo menciones de
autores y obras concretas.
Finalmente, un tercer eje
transversal de la novela es la metaliteratura, una constante en la obra de Gustavo
Campos. Sin embargo, en este libro la novedad es que, gracias al humor, los
personajes, no solo de la literatura, sino también del cine y de la ciencia,
como se aprecia en más de un capítulo, cobran vida propia y el texto se libera
del lastre de la pedantería. Campos no solo cita a grandes creadores
universales de la literatura y el cine, sino que lo hace a través de sí mismo,
como poeta, como narrador y como ensayista. Por ejemplo, Madeleine le escribe
cartas a su padre (es decir, Gustavo, autor del poemario Bajo el árbol de Madeleine) y los meidosems, seres espectrales
dibujados por el poeta belga Henri Michaux, que ya antes habían aparecido en
los relatos de Gustavo Campos publicados con el título de Katastrophé, reaparecen filtrados y digeridos para formar parte de
un desfile alucinante en el que todo es imaginación y al mismo tiempo todo es
real. Este ejercicio metaliterario da pie
al título e hilo conductor de la obra, un libro apócrifo del que Gustavo da
aquí y allá páginas al azar, como se
titula uno de los capítulos. Es el azar también, aparentemente, lo que
conduciría el texto y la lectura; pero debajo subyacen hilos que se enredan y
desenredan para desembocar en una arquitectura literaria de múltiples niveles.
Acertadamente ha dicho el narrador
hondureño Dennis Arita: «El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot es una obra insólita en la literatura hondureña:
es una miscelánea que salta del cuento al diario, del diario al poema, del
poema al fragmento que resulta imposible clasificar, pero incluso al entrar en
esos territorios de la escritura no lo hace de la manera acostumbrada. El
texto es "una sucesión, un gesto, pero jamás una novela", se nos advierte al
comienzo de "Vidas posibles", segunda sección del libro. Y su autor busca
escribir algo más que una novela: quiere transgredir, mediante la numeración
aparentemente caprichosa de ciertas páginas, por ejemplo, el propio acto de
redactar un libro. Gustavo Campos alcanza con Hocquetot una meta que
parece imposible: crear un texto en perpetua transformación».
De
alguna manera, yo no estaba equivocada cuando en una primera lectura de esta
obra pensé hallarme frente a un conjunto de relatos. Cada capítulo se puede
leer de forma independiente porque tiene vida propia, aunque Illusio es un
personaje recurrente en la mayoría. Pero tampoco se equivocó el jurado
calificador que le otorgó un premio centroamericano de novela en 2016. Es una
novela, es un conjunto de relatos, es un testimonio en clave tanto de humor
como de escepticismo y desesperanza. Lo que yo consideré un defecto
cuando leí el texto la primera vez, en realidad es su mayor cualidad. Gustavo,
que escribe para dejar de escribir, escribió
no solo una novela, sino un texto que encaja en múltiples definiciones y a la
vez en ninguna.
Zambullámonos, pues, en la aventura que nos propone Gustavo Campos, bajo la advertencia de que en este libro no solo encontraremos personajes conocidos y conoceremos a otros nuevos, sino que, además, corremos el riesgo de encontrarnos a nosotros mismos, convertidos en actores de una obra bufa con dimensiones de tragedia universal.
Tegucigalpa, 22 de abril de 2018.
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