Alegoría de la libertad. María Izquierdo, 1937. |
Introducción
«¿Cómo
se puede narrar la violencia, sobre todo cuando alcanza niveles de desmesura y
horror que arrasan con todo lo que de humano hay en el hombre?», se pregunta el
crítico uruguayo Gustavo Lespada (2015), refiriéndose a la violencia en la
literatura latinoamericana reciente. Desde otra perspectiva, cabría
preguntarse: ¿es posible dejar de narrar esa violencia sin límites que
atraviesa la historia y la cultura de esta región del mundo, con denominadores
comunes y particularidades específicas por época y país? ¿Y cómo abordarla desde
el lenguaje propio de la narrativa de ficción, claramente diferenciado del
discurso sociológico?
La
violencia abarca un amplio espectro, que incluye entre sus manifestaciones más
visibles la guerra, la represión estatal, la pobreza, el hambre, el crimen
organizado y la violencia de género, término que, según Naciones Unidas, «se
utiliza principalmente para subrayar el hecho de que las diferencias
estructurales de poder basadas en el género colocan a las mujeres y niñas en
situación de riesgo frente a múltiples formas de violencia», y además describe
«la violencia dirigida contra las poblaciones LGBTQI+, relacionada con las
normas de masculinidad/ feminidad o las normas de género» (ONU Mujeres, s.f.).
El
presente artículo analiza el tratamiento de la violencia de género en el cuento
hondureño del siglo XXI, específicamente la violencia contra las mujeres y las
niñas, en cuatro narraciones publicadas entre los años 2012 y 2019,
correspondientes a tres autoras y un autor: Mimí Díaz Lozano, Jessica Sánchez,
Rebeca Becerra Lanza y Kalki Martínez. Para los fines de este artículo, se ha
considerado relevante el contexto biográfico de las autoras y el autor, si bien
se entiende que estas circunstancias no determinan el valor literario que se
pueda atribuir a las obras.
Los
cuentos se presentan en orden cronológico, atendiendo a la fecha de su
publicación.
«La prisionera», de Jessica Sánchez
Infinito cercano (2010) recoge siete cuentos en
los que tres generaciones de mujeres enfrentan una violencia cotidiana,
manifiesta en golpes y humillaciones, pero también en secretos y silencios. En
palabras de Gustavo Campos, el mérito del libro reside en que su trama biográfica
encuentra su sentido en la construcción imaginaria y la memoria, retratando a «mujeres
prisioneras de un modelo de sociedad, pero también su liberación» (Campos,
2012).
En estos
cuentos encontramos imágenes intensas y bien construidas que evidencian la
capacidad de la autora de convertir al lenguaje de la ficción narrativa la
memoria y la denuncia de un modelo de sociedad que normaliza la violencia, como
se puede apreciar en estos ejemplos: «Palabras gruesas y obscenas, que hubiera
jurado ante peligro de muerte no oírlas jamás de su boca, salían atropelladas,
ruidosas, como pasajeros de un autobús desbordado saliendo por las puertas, por
las ventanas, por las grietas del techo». «—Apagá esa luz. —No puedo, madre,
está prendida en mis párpados».
En «La
prisionera», narrado en primera persona, la protagonista es una mujer que tiene
el hogar conyugal por cárcel. Su carcelero y verdugo es el hombre que prometió
amarla y acompañarla; sin embargo, la promesa de felicidad se convierte pronto
en amenazas, golpes, y la angustia de comprender que para sobrevivir es
necesario escapar. La víctima se sumerge en un silencio sumiso; sin embargo, de
alguna manera está preparando las condiciones para su liberación, a costa de un
dolor extremo, expresado en la metáfora de limar los barrotes con sus propios
dientes, percibiendo el sabor a óxido y sangre.
Finalmente,
toma la decisión de dejar todo atrás e iniciar muy lejos una nueva vida. Sin
embargo, el pasado subsiste en pesadillas recurrentes que la hacen retornar una
y otra vez a la prisión. Pese a todo, el epílogo de la historia es
esperanzador: «De los carceleros mejor ni hablar, ellos están muertos y a los
muertos se les oye desde lejos, se les pone flores, velas y, por último, se
brinda, hasta se baila en su honor. Nosotras, por otro lado, seguimos vivas y
brillantes. Estamos fuera».
«Virgen», de Kalki Martínez
El escritor Kalki Martínez nació en 1980 en San Pedro Sula. Ha escrito poesía y cuento. Ejerció la docencia durante muchos años en su ciudad natal, hasta que recientemente se vio forzado a migrar junto a su familia, como resultado de la misma violencia de la que ha dado testimonio: «...la conozco [la violencia], la he padecido, me he revestido y disfrazado en ella para sobrevivir. Ahí perdí la inocencia, me corrompí, entrené mi alma y mi comportamiento» (Martínez, 2018, en entrevista de Leda Lozier).
Virgen y otros cuentos (2017) aborda el fenómeno de la
violencia instaurada en San Pedro Sula, ciudad considerada en 2012 y 2013 como
la más violenta del mundo (Conexihon, 2013), e incluida en 2018, junto con
Tegucigalpa, entre las 50 ciudades más violentas del mundo (Consejo Ciudadano
para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, 2019). Sus personajes son
«jóvenes separados por la violencia de los barrios sampedranos»; al inicio del
libro, son «muchachos normales», pero a medida que se suceden los relatos se
convierten en «muchachos brutales que han perdido la inocencia, están en guerra
con el mundo y no entienden el porqué de su malestar. La violencia es lo único
que parece satisfacerlos y los hace sentirse distintos e importantes» (Arita,
2018).
Las
maras y pandillas, como lo señala el propio Martínez en la entrevista antes citada,
han sufrido una mutación en Honduras desde sus inicios en los años noventa,
hasta el crimen organizado, especialmente la extorsión y el sicariato. Un
estudio reciente señala que entre 2010 y 2019 comenzaron a tener «una vida
híbrida, entre la clandestinidad y lo público». La inestabilidad política y el
deterioro institucional han permitido que «pandilleros y simpatizantes se
infiltren en cuerpos policiales, militares, juzgados y en puestos de gobierno»
(Asociación para una Sociedad Más Justa, 2020).
«Virgen»,
el cuento que da título al libro, narra la historia de Suyapa, una joven pandillera,
desde el punto de vista de un adolescente que la ha amado por mucho tiempo de
forma platónica. La joven ha sido asesinada, y la visión de su cuerpo expuesto
a la curiosidad morbosa de los habitantes del barrio desencadena en el muchacho
los recuerdos de su amistad con ella, que era el centro del deseo masculino,
pero también objeto que pasaba de mano en mano. Por medio de estos recuerdos,
intercalados con eventos presentes, el autor presenta el panorama de un
vecindario sometido por completo al poder de las maras.
El
feminicidio, según Rita Segato (2013) «utiliza el significante cuerpo femenino
para indicar la posición de lo que puede ser sacrificado en aras de un bien
mayor, de un bien colectivo, como es la constitución de una fratría mafiosa». El
sacrificio del cuerpo de Suyapa se describe sin concesiones, con detalles como los
abundantes tatuajes, heridas, signos de violación. Los pájaros han empezado a
devorar el cadáver. Tanto en vida como después de muerta es revictimizada por los comentarios soeces de todo el barrio,
especialmente de los hombres. La ejecución de Suyapa, haya sido o no
responsabilidad directa de la mara, constituye el corolario de lo que se podría
considerar una fraternidad masculina que la sentenció desde que a los nueve
años fue violada por su padre. En contraste con este contexto de cosificación,
la genuina amistad entre el protagonista y Suyapa pone un toque de ternura.
El simbolismo del cuento va más allá, considerando
que en el título se asocian las connotaciones del estereotipo de la virginidad
en el marco de una sociedad patriarcal, como también el hecho de que el nombre
de la joven
asesinada es la advocación de la virgen de Suyapa, representativa del
imaginario en el que se sustenta la idea de la nación hondureña (véase Amaya,
2005). El cuerpo utilizado y finalmente asesinado de Suyapa podría compararse
con el estado actual de un país saqueado hasta la destrucción por una clase
gobernante cuyos vínculos con el narcotráfico han sido reconocidos
internacionalmente (véanse, por ejemplo, los informes de Insight Crime).
«En el lago», de Mimí Díaz Lozano
Mimí Díaz Lozano en su juventud. Foto: UNAM. |
Mimí Díaz Lozano nació en Tegucigalpa el 21 de mayo de 1928 y falleció en San Pedro Sula el 14 de mayo de 2021. Se tituló como licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Hija de la reconocida escritora Argentina Díaz Lozano, vivió persecución política desde temprana edad, cuando sus padres fueron enviados al exilio por el régimen de Tiburcio Carías Andino. A lo largo de su vida mantuvo una militancia activa por la consecución de ideales revolucionarios, incluyendo la lucha por la liberación de sus hijos en Honduras durante la década de los ochenta (Comité de Familiares de Detenidos-Desaparecidos en Honduras, 2021).
Su
único libro de cuentos, Sendas en el
abismo, publicado por primera vez en
México en 1959, ha sido calificado como «un libro clave de la literatura
hondureña» que «merece ubicarse dentro de las mejores narrativas del país, pues
constituye un signo de modernidad literaria en las letras hondureñas» (Funes,
2009); sin embargo, su valía ha pasado desapercibida.
Más de
sesenta años después, fue México también el país que contribuyó a revalorar a
Mimí Díaz Lozano. En 2020, se publicó Vindictas,
antología de cuentistas latinoamericanas del siglo XX, en el marco de un
proyecto conjunto de la Universidad Nacional Autónoma de México y la Editorial
Páginas de Espuma, que reivindica a autoras injustamente relegadas. La autora
seleccionada por Honduras, luego de considerar otras propuestas, fue Díaz
Lozano, con su cuento «Ella y la noche».
Durante
el proceso de recopilación de datos para la presentación de la propuesta de
autoras hondureñas para Vindictas, la
autora de este artículo pudo constatar el casi total desconocimiento que existe
en Honduras de la obra de Mimí Díaz Lozano. Sesenta años después de su primera
publicación, se imprimió una reedición de su obra, con el nombre Sendas en el abismo y otros cuentos,
mediante un esfuerzo estrictamente familiar, lo cual explica la ausencia de
cuidado editorial, especialmente en los cuentos inéditos agregados, lo que se
refleja incluso en evidentes errores ortográficos. No se tiene un dato preciso
sobre la fecha en que fueron escritos estos nuevos cuentos; sin embargo, de
acuerdo con su hijo Ruy Díaz, son posteriores al año 2000 (Díaz, comunicación
personal, 13 de mayo de 2021). Esta circunstancia, y la persistencia de la
violencia como eje de sus relatos, convertirían a la autora en un puente entre
la narrativa hondureña del siglo XX y la del siglo XXI.
De los
cuentos agregados en la edición de 2019, se ha seleccionado para esta muestra
«En el lago», narrado en primera persona, en la voz de un pescador. El
personaje, solitario, vive junto a un lago, donde recibe las visitas de su
sobrina, una niña que se presume pronta a entrar en la adolescencia. Por medio
de las palabras cariñosas que el protagonista le dedica, nos enteramos de que
la niña es huérfana de madre (la hermana del personaje), y de que su madrastra
le aplica castigos físicos extremos, además de obligarla a hacer trabajos
domésticos.
A
primera vista, el ejercicio de minuciosa recreación del paisaje y la
reconstrucción fonética del habla rural hondureña que aparecen en el cuento son
más propios del costumbrismo, lo cual representaría un retroceso, considerando
que justamente el gran aporte de Mimí Díaz Lozano en 1959 fue su carácter de
«precursora de las innovaciones narrativas que surgieron a finales de la década
de los sesenta en el país [...] cuando la mayor parte de los narradores
hondureños todavía seguían apegados a la expresión romántica-modernista vertida
en moldes criollistas» (Umaña, 2009).
Sin
embargo, a medida que transcurre la lectura, la autora logra transmitir una
sensación de inquietud que, en un espacio brevísimo (el cuento apenas tiene
poco más de una cuartilla), llega a convertirse en terror, cuando identificamos
el grado de violencia oculto detrás del paisaje bucólico y el canto de los
pájaros. La sensación de horror e impotencia que produce la lectura se incrementa
cuando en los últimos párrafos nos enteramos de que el protagonista del cuento
ejerce de forma continuada abuso sexual contra su sobrina, justificándose en
una pretendida demostración de afecto.
La
tensión y la fuerza narrativa, así como la magistral construcción del personaje
del abusador por medio del monólogo, permiten trascender la anécdota. De tal
manera, el relato es significativo y cumple un elemento esencial de los buenos
cuentos identificado por Julio Cortázar (1971): «algo
estalla en ellos mientras los leemos y nos propone una especie de ruptura de lo
cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada».
«Sopa marinera», de Rebeca Becerra Lanza
En su libro de cuentos Enigma del gato ciego (2019) se encuentran «las huellas de la profunda
incertidumbre contemporánea en un espacio global en donde el ser humano ha
perdido las certezas que le inyectaban fe y optimismo» (Umaña, 2017). «Sopa marinera» narra la historia de una mujer que se prepara,
después de veinte años, para reencontrarse con el hombre que fue su pareja. Entusiasmada
y ansiosa, le cocina una sopa marinera, platillo símbolo de la gastronomía
caribeña. Mientras tanto, recuerda que el hombre, un músico de temperamento
volátil, tiene antecedentes de alcoholismo y fue abusado sexualmente durante su
infancia. Ella, por su parte, atrapada en el ciclo de una relación violenta, se
ha esforzado durante el tiempo transcurrido desde su separación por adquirir habilidades
que él practica: «No quise convertirme en él, pero también aprendí a
tocar la quena».
La protagonista se esmera en organizar todos los
detalles del encuentro de manera que a él le resulten satisfactorios: el color
del mantel, las flores. Se angustia porque la mesa es cuadrada y a él le gustan
redondas. Viéndose ante el espejo, en simbólica alusión a su búsqueda de
identidad, recuerda episodios del pasado en los que el hombre la agredió
físicamente, ahorcándola, golpeándola en el rostro, pateándola. El cuento
describe minuciosamente el ciclo clásico de violencia doméstica: después de
cada episodio, el hombre lloraba, pedía perdón y terminaban haciendo el amor «como
locos».
La violencia psicológica también se aborda en el
cuento, incluyendo la pérdida de identidad de la protagonista en su afán de
complacer las preferencias masculinas. Acudiendo al recurso de la minuciosa
descripción de los ingredientes y procesos necesarios para preparar la sopa, la
autora establece un paralelo con las circunstancias que se suman para completar
la receta de una relación desigual.
Finalmente, se produce el reencuentro, pero resulta
decepcionante para la protagonista, al constatar que para el hombre la relación
no ha tenido el significado trascendente que tuvo para ella. Desesperada,
encuentra fuerzas para reclamarle y devolverle de algún modo los golpes
recibidos. Casi a las puertas de una reconciliación, decide terminar de una vez
por todas con el ciclo. La muerte del agresor, aunque sea a costa de la vida de
la víctima, representa también una forma de liberación.
Conclusiones
Las
escritoras y el escritor incluidos en este artículo no solo escriben sobre, sino desde la violencia que han experimentado de primera mano: violencia
doméstica, política, y violencia generada por maras y pandillas en el marco de
un Estado fallido. Los cuatro cuentos están narrados en primera persona, y en tres
de ellos se hace alusión directa al abuso sexual infantil, tanto de niñas como de
niños.
La
literatura, como el arte en general, se crea en un marco histórico y social
determinado. De allí que la violencia, en un país como Honduras, sea una
constante en la narrativa, incluyendo la violencia de género en todas sus
manifestaciones. Pero además de la violencia expresa, hay otra subyacente,
manifiesta en la reproducción de un canon literario y académico que reduce el
panorama de la literatura, y especialmente de la narrativa, a determinados
autores y muy pocas autoras, prácticamente ninguna, a partir de una lectura
generalmente masculina.
El
prólogo de la antología Vindictas
apunta la necesidad de «desestabilizar y cuestionar un canon sujeto a un
espacio heteropatriarcal blanco, que fundamenta una lectura excluyente y, por
tanto, crea una invisibilidad». Mimí Díaz Lozano, fallecida recientemente, es el
caso emblemático de una obra que, a pesar de su brevedad, representa un aporte
que trasciende en el tiempo; sin embargo, ha sido prácticamente ignorada en los
círculos literarios hondureños, con excepción de unas pocas miradas más inclusivas,
como las de Helen Umaña y José Antonio Funes.
Los cuatro cuentos aquí reseñados tienen un tratamiento
literario que satisface la idea de significación vinculada con la intensidad y la
tensión (Cortázar, 1971). Este rasgo distintivo se manifiesta también en
narraciones producidas recientemente por autoras emergentes que abordan la violencia de género. Por
otra parte, es importante señalar que dentro de la academia hay nuevas
generaciones de investigadoras, como también algunos investigadores, que ya no
solo se plantean como tema de estudio la obra producida por autores hombres.
Por tanto, cabe la esperanza de que en un futuro no muy lejano se logre superar
el estigma relacionado con la discriminación de género, mediante la
construcción de nuevos espacios y paradigmas para la publicación y difusión de
obras literarias.
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Agradecimientos