27 de febrero de 2019

La niña que nació para ser poeta

Por: Ligia Aguilar*


Artículo leído por la autora en la presentación de La niña que nació para ser poeta: Clementina Suárez, durante la Feria del Libro organizada por el CCET de Tegucigalpa en abril de 2018, y publicado en Diario La Tribuna, sección "Habitaciones Propias", dirigida por la escritora hondureña Jessica Isla.


Cartel de La niña que nació para ser poeta, para la feria del libro organizada
por el Centro Cultural de España en Tegucigalpa, abril de 2018.

No recuerdo exactamente la primera vez que escuché el nombre de Clementina Suárez. Posiblemente mi madre o padre, ambos educadores y lectores pudieron leerme un poema o hablarme de ella. O tal vez fue uno de los docentes de mi vida escolar que me invitó a conocer a la aclamada escritora hondureña. Realmente no lo recuerdo. Lo que sí quedó muy bien grabado en mi memoria es que solo la evocación de su nombre estaba revestida de un enigma especial, de una serie de episodios de su vida personal, que de una u otra forma se convirtieron en un tipo de leyenda urbana. Más tarde, ya adulta y con un interés particular en mujeres hondureñas destacadas, me puse la tarea buscar información de este intrigante personaje. Para mi grata sorpresa, encontré en una de las librerías de la ciudad,  el libro El retrato en el espejo, de Janet Gold, un ensayo biográfico y literario en torno a la vida de Clementina Suárez, el cual sirvió de referencia principal para el libro que estamos presentando el día de hoy, La niña que nació para ser poeta: Clementina Suárez, de la escritora hondureña María Eugenia Ramos.

Este libro hace parte de la colección Pispizigaña de la Editorial Guaymuras, bajo el género de biografía infantil y escrito de forma magistral, a mi criterio, por María Eugenia. Quisiera abordar la relevancia de este obra desde dos perspectivas: una estrictamente pedagógica y otra desde una mirada feminista.

Desde el ámbito de la pedagogía, tenemos en el país una deuda histórica con la niñez hondureña, pues por un lado, desde la Convención de los Derechos de Niñez, ratificada por Honduras en 1990, la niñez tiene derecho a tener acceso a literatura e información general sobre su cultura, su identidad y su historia, y para nuestra preocupación, los libros de literatura infantil, escritos por autoría hondureña son muy pocos y por otro lado, debemos valorar su calidad estética y literaria. (Tengo en mi poder, una colección privada de libros de literatura infantil hondureña que no supera los 60 títulos). También,  la evidencia científica es contundente en cuanto a que acceso a la literatura local es fundamental para facilitar el desarrolla de la competencia lectora. Particularmente desde el enfoque sociocultural del aprendizaje de la lectura, se observa la demanda de que la niñez esté expuesta al lenguaje y entorno que reconoce, tanto en el texto escrito como en las ilustraciones o imágenes que le acompañan. Es decir, cuando se reconoce la cotidianidad del texto escrito, el lenguaje común de su ciudad o pueblo facilita la comprensión de la lectura, pues el lenguaje cobra sentido al trascender de la escuela a las prácticas sociales de la familia y la comunidad.

La evidencia científica es contundente en cuanto a que acceso a la literatura local es fundamental para facilitar el desarrolla de la competencia lectora. Particularmente desde el enfoque sociocultural del aprendizaje de la lectura, se observa la demanda de que la niñez esté expuesta al lenguaje y entorno que reconoce, tanto en el texto escrito como en las ilustraciones o imágenes que le acompañan. Es decir, cuando se reconoce la cotidianidad del texto escrito, el lenguaje común de su ciudad o pueblo facilita la comprensión de la lectura pues el lenguaje cobra sentido al trascender de la escuela a las prácticas sociales de la familia y la comunidad.

Desde la mirada feminista, consideramos que todos y todas debemos leer sobre la aclamada escritora, porque sin duda, la calidad de su obra poética no solo es valorada por nuestra gente, sino también por lectores y lectoras internacionales ya que Clementina es su obra. Sin embargo, estoy muy segura que muchos de ustedes escucharon hablar de Clementina Suárez, aquella leyenda urbana, aquella mujer que vivió su vida de acuerdo a sus normas y a sus creencias. Pues es aquí donde valoro enormemente el aporte feminista del porqué María Eugenia, logra desde este libro exquisito, contarnos sin sobresaltos, sin morbo, sin pecado, las decisiones que Clementina tomó en su vida: viajar, navegar, leer, soñar, vivir y sobre todo construirse a sí misma. Es pues, este libro un dispositivo cultural, a mi criterio, poderoso para la niñez, para la juventud hondureña, que puede ver en sus mejores hombres y mujeres, un ejemplo a emular, este libro también es también una herramienta de empoderamiento, de fortaleza y de libertad. Clementina siempre supo, desde muy niña, que iba a ser diferente y sin duda lo fue.

Termino invitándoles a adquirir siempre de la misma autora, La maestra Choncita, el recuento biográfico de Visitación Padilla para la niñez. En este libro, me enteré que por sus méritos y de forma oficial en el año 2008, el Congreso Nacional la declaró heroína nacional. Paradójicamente, hoy en día, una década después, Visitación Padilla está ausente de los murales cívicos en los centros educativos en el mes de septiembre, poniendo de manifiesto la invisibilización de esta beligerante mujer política.

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*Ligia Aguilar. Tegucigalpa (1973). Máster en Educación, Eficacia y Mejoramiento Escolar, por la Universidad de Groningen, Holanda. Licenciada en Letras y Lenguas Inglesas de la Universidad Pedagógica Francisco Morazán. Actualmente es la Oficial de Educación para la Fundación Infantil Pestalozzi, con casa matriz en Suiza. Se ha desempeñado como subdirectora y gerente técnica del Proyecto Educación implementado por los Institutos Americanos de Investigación AIR, que se ejecutó en 120 municipios de Honduras.

22 de febrero de 2019

¿El cumpleaños de qué patria?

Foto: UNAH Estudiantes
Son casi las cinco de la tarde del 15 de septiembre y aún no ha terminado el desfile de estudiantes de educación básica y media, obligados por “órdenes superiores”, como diría el poeta José González, a hacer un recorrido interminable soportando el rigor del clima, el hambre, el cansancio, todo para ganarse puntos acumulativos en el marco del tinglado que cada año se monta para celebrar lo que se denomina “fiesta cívica”, “cumpleaños de la patria” y otras frases hechas con las que se evita reflexionar sobre el verdadero significado de la efeméride.

Desde muy temprano se hace énfasis en el carácter militar del ceremonial, con los tradicionales veintiún cañonazos distribuidos entre las seis de la mañana, doce del mediodía y seis de la tarde, a los que pronto se agrega el ruido ensordecedor de los aviones caza sobrevolando las ciudades, los helicópteros de vigilancia, los paracaidistas, todo lo cual remite a un país en estado de sitio. En las actuales circunstancias, no faltan además el registro humillante de niños y niñas en la entrada del Estadio Nacional, como si se tratara de terroristas, y los gases lacrimógenos arrojados contra quienes se atreven a organizar desfiles paralelos.

Para completar el carácter patriarcal y falto de valores ciudadanos de la forma de conmemorar la separación de Centroamérica de España, cada banda de guerra (nótese la transparencia de la denominación) lleva palillonas ataviadas y maquilladas para estimular el morbo masculino. Los medios de desinformación, que no de comunicación, lo resaltan con frases como “las palillonas del instituto X dan una probadita de sus encantos”, frase real leída en el cintillo de un noticiero en uno de los canales de televisión de mayor audiencia y menor profesionalismo.

Este es el espectáculo común que cada año se organiza desde el gobierno, contando con la complicidad de las autoridades de centros educativos y la asombrosa pasividad de docentes, padres y madres de familia, salvo raras excepciones de estudiantes y docentes que se arriesgan a ser objeto de represalias. Sin embargo, este año la mascarada resulta aún más evidente cuando se contrasta con los asesinatos de niñas, niños y jóvenes cometidos en total impunidad por grupos paramilitares, con la complicidad manifiesta del Estado en tanto que no hay investigación ni mucho menos sanción de los perpetradores.

El hecho de que algunos de los jóvenes asesinados hayan participado en protestas antigubernamentales y posteriormente fueran sacados violentamente de sus casas por hombres provistos de uniforme y equipamiento policial, para posteriormente aparecer asesinados y con signos de tortura, deja un mensaje claro. La disidencia se reprime con judicialización, como en el caso reciente de estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, pero también con la muerte. El retroceso de Honduras en materia de democracia y derechos humanos es enorme; hemos regresado a la década de los ochenta, mucho antes de que nacieran los niños y niñas que ahora son asesinados.

Algunas y algunos nos preguntamos entonces: ¿cuál es la patria? ¿Es la de los discursos adulcorados con los que nos anestesian cada 15 de septiembre? ¿Es la de un general Francisco Morazán del que se exalta el militarismo, pero se anula su visión en cuanto a, por ejemplo, la educación laica? ¿Es la de una clase política desgastada y desautorizada por su responsabilidad en la corrupción, el fraude, el saqueo de las instituciones? ¿Es la de una jerarquía eclesiástica que no duda en utilizar la religiosidad popular para justificar sus propios abusos y complicidades?

Es fácil caer en el desaliento cuando nos damos cuenta de que toda nuestra visión de patria e identidad ha sido construida sobre falsos imaginarios. Lejos de ser un país bucólico de montañas e iglesias blancas, como lo pintan las estampas, somos un país signado por la violencia, pero la versión oficial lo niega porque decir la verdad espantaría al turismo. No es casual que decenas de miles de compatriotas hayan tenido que emigrar, mientras otra parte de la población sobrevivimos aferrándonos a la esperanza de poder cambiar una situación que cada día se agrava más.

¿Hacia dónde ver entonces en estas circunstancias? La respuesta siempre ha estado aquí, sobreviviendo como flor en el cemento, asfixiada a veces por la institucionalidad. Y no es casual la imagen de la flor, porque es precisamente en el arte y la literatura ejercidos a conciencia, en el incipiente cine, en las luchas de las mujeres, de las y los jóvenes, de las comunidades y pueblos indígenas que defienden sus recursos naturales, de los colectivos que apuestan contra la homofobia y la misoginia, en toda búsqueda que desafíe la comodidad de la mentira oficial, que se pueden encontrar las visiones y asideros que necesitamos para no conformarnos con sobrevivir, sino construir un país que podamos llamar nuestro.

"El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot", o la ilusión de escribir en un país malogrado

De izquierda a derecha, las escritoras Carolina Torres, Jessica Isla,
María Eugenia Ramos, y el escritor Gustavo Campos, en las instalaciones
del Centro Cultural de España en Tegucigalpa.

«[Sus] cuentos (...) [son] siempre un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos, autobiografías revisadas que le van descubriendo poco a poco lo que él mismo es, nunca nada es directo, uno tiene que desenvolver el cuento, muñeca rusa, caja de sorpresas». Estas palabras, escritas por Elena Poniatowska a propósito del trabajo del recientemente fallecido escritor veracruzano Sergio Pitol, calzan muy bien para describir las técnicas narrativas que Gustavo Campos despliega en El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot.

Cuando me aproximé a la obra por primera vez, en la versión original que obtuvo el premio centroamericano de novela convocado por la Sociedad Literaria de Honduras, pensé que me encontraba frente a una colección de relatos, pero —y me disculpo por el prejuicio— no pensé que fuera realmente una novela. Afortunadamente, Gustavo me pidió que se la diagramara para hacer una autoedición, en vista de las dificultades que siguen existiendo en Honduras en el campo editorial. Y en el ejercicio de diagramar, trabajo que me apasiona, pude leerla desde otra perspectiva, valoré el esfuerzo que como autor implica trabajar en una propuesta novedosa y, sobre todo, la disfruté enormemente.

Durante el proceso de maquetación, que duró varios días porque sobre la marcha se hicieron cambios sustanciales, intercambiamos decenas de mensajes con Gustavo, y le escribí varios solo para contarle que estaba riéndome a carcajadas mientras leía alguno de los capítulos. En un país signado por la corrupción, la violencia, la pobreza, la misoginia, la homofobia y la estupidez sin límites de quienes nos desgobiernan, reírse es un imperativo para seguir viviendo. Y por eso quiero apuntar la que, en mi opinión, es la primera cualidad de este libro, y a la vez uno de sus ejes transversales: el humor. El autor se ríe y nos hace reír de él mismo, de las vicisitudes de su alter ego, el «famoso» escritor Eduardo Ilussio, y del hecho —mejor dicho, la ilusión— de querer ser escritor y vivir como tal en un país donde la sensibilidad se considera un defecto.

Ello no significa que se trata de una comedia; sería, en todo caso, una tragicomedia, pues junto con los motivos para reír están presentes las razones para indignarnos. Gustavo no teme hacer uso de una variedad de recursos para que recordarnos esa brutal realidad de la que somos parte, incluyendo la nota periodística, datos estadísticos, recuentos de presentaciones de otros libros, la recapitulación minuciosa y con fechas de los asaltos de que ha sido objeto en San Pedro Sula, que no hace mucho era la ciudad más violenta del mundo.

Como ejemplo de este ir y venir entre la imaginación y la realidad, en el primer capítulo el «famoso escritor» da una conferencia en una universidad desconocida, responde con ironía las preguntas de los periodistas, confiesa que cambió de nombre para evitar a los acreedores, a la pregunta de qué prefiere, si leer o escribir, contesta que cocinar, y, sobre todo, que escribe para dejar de escribir.

Todo muy ajustado a nuestra realidad —aunque también es parodia de otras ficciones—, solo que en clave de humor: nuestras universidades, a pesar de sus pretensiones académicas, son desconocidas en el mundo, los acreedores nos persiguen, quienes escribimos somos personas de carne y hueso que no siempre nos podemos dar el lujo de dejar de comer para adquirir libros.  En medio de estas realidades presentadas desde la ironía, un periodista pregunta si es cierto que a los escritores no les gusta trabajar, y Eduardo Illusio se convierte en Gustavo Campos para dar una apasionada respuesta de página y media con cifras sobre la industria del libro en Honduras, comparándolas con el resto de Centroamérica, y denunciando la falta de políticas culturales del Estado.

Justo cuando podríamos empezar a preocuparnos porque tanta cifra podría conllevar aburrimiento, hay una amable referencia en clave de broma al grupo de teatro y música Pandas con Alzheimer, sin mencionarlos explícitamente, y cito: «—¿Qué tan cierto es el rumor de que usted ha besado pandas? —Aunque usted no lo crea son muy amigables (responde Illusio). Pero lo más increíble es que padecen de Alzheimer, gracias a ello me ahorro futuros reclamos derivados de nuestros affaires. También he besado mujeres cocodrilo». Y con ello encontramos otro eje transversal de la novela: los vínculos de su autor con los círculos literarios y artísticos de Honduras, incluyendo menciones de autores y obras concretas.

Finalmente, un tercer eje transversal de la novela es la metaliteratura, una constante en la obra de Gustavo Campos. Sin embargo, en este libro la novedad es que, gracias al humor, los personajes, no solo de la literatura, sino también del cine y de la ciencia, como se aprecia en más de un capítulo, cobran vida propia y el texto se libera del lastre de la pedantería. Campos no solo cita a grandes creadores universales de la literatura y el cine, sino que lo hace a través de sí mismo, como poeta, como narrador y como ensayista. Por ejemplo, Madeleine le escribe cartas a su padre (es decir, Gustavo, autor del poemario Bajo el árbol de Madeleine) y los meidosems, seres espectrales dibujados por el poeta belga Henri Michaux, que ya antes habían aparecido en los relatos de Gustavo Campos publicados con el título de Katastrophé, reaparecen filtrados y digeridos para formar parte de un desfile alucinante en el que todo es imaginación y al mismo tiempo todo es real. Este ejercicio metaliterario da pie al título e hilo conductor de la obra, un libro apócrifo del que Gustavo da aquí y allá páginas al azar, como se titula uno de los capítulos. Es el azar también, aparentemente, lo que conduciría el texto y la lectura; pero debajo subyacen hilos que se enredan y desenredan para desembocar en una arquitectura literaria de múltiples niveles.

Acertadamente ha dicho el narrador hondureño Dennis Arita: «El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot es una obra insólita en la literatura hondureña: es una miscelánea que salta del cuento al diario, del diario al poema, del poema al fragmento que resulta imposible clasificar, pero incluso al entrar en esos territorios de la escritura no lo hace de la manera acostumbrada. El texto es "una sucesión, un gesto, pero jamás una novela", se nos advierte al comienzo de "Vidas posibles", segunda sección del libro. Y su autor busca escribir algo más que una novela: quiere transgredir, mediante la numeración aparentemente caprichosa de ciertas páginas, por ejemplo, el propio acto de redactar un libro. Gustavo Campos alcanza con Hocquetot una meta que parece imposible: crear un texto en perpetua transformación».

De alguna manera, yo no estaba equivocada cuando en una primera lectura de esta obra pensé hallarme frente a un conjunto de relatos. Cada capítulo se puede leer de forma independiente porque tiene vida propia, aunque Illusio es un personaje recurrente en la mayoría. Pero tampoco se equivocó el jurado calificador que le otorgó un premio centroamericano de novela en 2016. Es una novela, es un conjunto de relatos, es un testimonio en clave tanto de humor como de escepticismo y desesperanza. Lo que yo consideré un defecto cuando leí el texto la primera vez, en realidad es su mayor cualidad. Gustavo, que escribe para dejar de escribir, escribió no solo una novela, sino un texto que encaja en múltiples definiciones y a la vez en ninguna.

Zambullámonos, pues, en la aventura que nos propone Gustavo Campos, bajo la advertencia de que en este libro no solo encontraremos personajes conocidos y conoceremos a otros nuevos, sino que, además, corremos el riesgo de encontrarnos a nosotros mismos, convertidos en actores de una obra bufa con dimensiones de tragedia universal.

Tegucigalpa, 22 de abril de 2018.