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Luis Fernando Lezama en Buenos Aires, donde estudia Ciencias de la Comunicación. Foto: La Tribuna. |
La vida es un permanente andar, un entramado de encuentros y
desencuentros, en el que cada día alguien, aun sin saberlo, nos da las
herramientas para ser mejores. En mis primeros años de secundaria tuve un excelente
maestro de matemáticas, el profesor Benjamín Lezama, a quien considero un mago
porque fue capaz de hacer que yo, reacia a los números, sacara cien por ciento
en los exámenes. No volví a saber del profesor Lezama, pero siempre lo recordé
con mucho cariño y agradecimiento.
Muchos años después, tuve el privilegio de ser compañera de
trabajo de mi amigo el escritor Julio César Anariba, genial escritor de cuentos
cortos y maestro amado por sus estudiantes. Y es precisamente uno de esos
estudiantes, Luis Fernando Lezama (Tegucigalpa, 1 de noviembre de 1995), quien
siguió los pasos de su maestro y está escribiendo cuentos. El que leerán a
continuación ganó el primer lugar, medalla al mérito “Gabriel García Márquez” y
6 millones de pesos colombianos en el XI
Concurso Internacional de Cuento "Ciudad de Pupiales", 2016.
Conversando con Luis Fernando, me enteré de que es sobrino-nieto de mi
recordado profesor Benjamín Lezama. Y es así como vuelvo a lo que decía al
inicio, a los encuentros maravillosos que a veces la vida nos otorga.
"Bañar al bebé" tiene todos los requisitos del
buen cuento que nos enunciaba Cortázar. Pero no adoptaré poses académicas, que
no es lo mío. Léanlo, disfrútenlo. Asómbrense como yo estoy asombrada de la
madurez de esta voz tan joven. Enorgullezcámonos de que la literatura hondureña
tiene un buen futuro.
Bañar al bebé
Luis Fernando Lezama
―Amor ―le
había dicho su mujer del otro lado de la puerta del baño, antes de tocar dos
veces―: no te demorés en la ducha, que quiero bañar al bebé.
Llorando
desnudo dentro de la bañera y rodeándose con los brazos las rodillas pegadas al
pecho, Adrián debió sufrir por tercera vez esas aterradoras palabras.
Bañar al
bebé. Imposible.
Sintió
que no podía más, pero siguió conteniéndose: no podía salir sin antes saber
cómo proceder. Y, como quien busca en el pasado una respuesta para el presente,
recordó el comienzo de aquella pesadilla. Repasó
el día en que conoció a esa mujer, la anéstesica felicidad del primer beso, la
primera vez que hicieron el amor y cuando se decidieron a vivir juntos.
Maldita
sea. Todo lo había dejado por ella. Su familia, sus amigos. De todos se alejó
desde que apareció Mariela. Ya no recordaba la última vez que se encontró con
Maxi, su mejor amigo, y ni siquiera recordaba si había visto a sus padres desde
el inicio de la relación. Mariela le había consumido la vida. Se había
apoderado de su mente como el tiempo y el musgo se apoderan sin tregua de las
paredes. Y ahora esa misma mujer ―aunque él se resistía a pensar que era la
misma mujer― lo tenía llorando de miedo en el baño, tocándole insistentemente
la puerta para bañar a un bebé que no existía.
El
terror se había desatado con la inocente frase que toda mujer dice, tarde o
temprano, en una relación:
―Amor,
quiero tener un bebé.
A Adrián
no le pareció extraño cuando ella se lo deslizó una noche en medio de una cena,
dejándolo frío y sin respuesta. Tomó su copa de vino y pensó, mientras demoraba
el sorbo, que aunque llevaban poco y que ni siquiera se la había presentado a
su familia y a sus amigos, Mariela encarnaba, en una sola mujer, todos sus
gustos. Soltó una risita y le mintió:
―Me parece bien, dulce.
Dos
semanas después de aquella petición, vio como su mujer empezó a obsesionarse
con las revistas de maternidad. No podían ir al centro comercial o al
supermercado sin que volviera con una nueva. Planificación familiar, decoración
para el cuarto del bebé, métodos para acrecentar la fertilidad en la pareja… En
suma, las tenía todas. Después, cuando agotó sus posibilidades más cercanas,
comenzó a comprarlas por internet. Cuando se hizo con los ejemplares de cada
revista nacional, se volcó a las internacionales. Y así el departamento se fue
llenando de revistas. A las pocas semanas, no se podía andar por ninguna
habitación sin tropezar con algún pilón desparramado.
Claro
que Adrián se preocupó, y claro que intentó embarazarla. Pero pasaban los meses,
y nada sucedía. Vinieron entonces más compras: las primorosas “cositas para el
bebé”: sábanas, ropa, juguetes. Y Adrián, aunque seguro de que ella lo hacía con
las mejores intenciones, consideró alarmante el hecho de que su mujer comprara
cosas para un bebé que era, técnicamente, más una posibilidad biológica que un
bebé.
Una
no-posibilidad, mejor dicho, como estaban las cosas.
Con cada
día, el hastío crecía en Mariela. Y una punzante palabra empezó a sobrevolar el
pensamiento de Adrián. Y esa palabra, la palabra “infértil”, lo llevó hasta una
clínica en busca de una respuesta.
Todavía hecho
un ovillo dentro de la bañera, Adrián debía esforzarse para ignorar a Mariela
insistiéndole:
–Adri,
por favor. Dejame entrar, y bañamos juntos al bebé.
Sentía
los golpes a la puerta retumbar como si Mariela estuviera dándolos directamente
con el cráneo y no con los nudillos.
Y
también debía esforzarse para no llorar como un marica. Cerró los ojos. Y
recordó la clínica del doctor Vallejo.
Los
golpes de ese ariete desaparecían como tragados por una densa niebla.
―¿Adrián
Rojas García? ―preguntó el entrecano y grueso internista no bien le abrió la
puerta del consultorio. Acababa de entrar en la habitación donde Adrián
esperaba, sentado en una camilla, los resultados de sus exámenes.
―Hola,
sí, soy yo.
―Mucho
gusto, Adrián. Yo soy el doctor Vallejo. Vengo a hablarte de tus exámenes.
El doctor se puso el estetoscopio, le pidió
que se abriera la camisa, lo auscultó, le tomó la presión. Y le habló a Adrián sobre
su espermograma.
―¿Así
que todo bien, doc? ―preguntó él, que no estaba seguro de lo que se le dijo.
―Vos
tranquilo: tenés buenos nadadores. Lo único es que te veo algo estresado y
confundido, pero ya te prescribí algo que te hará sentirte de 10. Acaso el estrés tenga algo que ver con
eso de que vos y tu esposa no puedan concebir. ―Adrián se levantó.
El doctor lo encaminó hacia la puerta para despedirlo. Antes de que él saliera,
le dio un último consejo―: Para estar seguros, te recomendaría traer a tu
esposa a ver a un ginecólogo. Yo te puedo recomendar uno muy bueno.
Cuando
Adrián se lo propuso a Mariela, ella agarró de la pila de revistas más cercana
decenas de ejemplares y se los lanzó rabiosa. Terminó con las revistas, y
siguió lanzándole adornos. Él se le acercó, y ella aprovechó y logró
abofetearlo.
Dos
semanas sin hablarse.
Adrián
salía al trabajo, volvía, se iba a la cama. Y ella seguía en la sala frente al televisor.
En piyamas andaba siempre. Sin decirle una sola palabra. Sin siquiera voltear a
verlo.
Él lo soportó
todo. Hasta que un día, al volver de trabajar, había notado algo raro.
Fue cuando
pasó por la sala y vio de reojo a Mariela. Estaba sentada en el sofá, frente al
televisor.
Y estaba
con el televisor apagado.
Se
miraba el regazo, los brazos entrelazados en señal de cargar con algo. De… ¿acunar?
Pero no cargaba
nada ni acunaba a nadie.
Y tenía
un pecho fuera del corpiño.
Adrián
tragó despacio antes de preguntarle qué sucedía, aunque ya conocía la
respuesta.
Ella desvió
la mirada de esos brazos vacíos. Y le contestó, sonriendo con escalofriante naturalidad:
―Aquí, con
el bebé. No ves que estoy dándole la teta, infeliz.
Todavía
duchándose, luego de recordar cómo comenzó aquella locura, Adrián pensaba y
pensaba. ¿Bajo qué estúpida ilusión se esperanzaba especulando con que todo
aquello no era más que una broma, y de pésimo gusto? Las revistas, los
juguetes, las sábanas, y ahora la lactancia ficticia.
Cómo pudimos
llegar a esto, se preguntaba, con el agua cayéndole sobre la nuca.
Entonces,
oyó sus pasos.
―¿Te
seguís bañando vos? ―decía Mariela, del otro lado de la puerta―. Apurate, que se
hace tarde y necesito bañar al bebé.
Adrián se llevó las manos a las sienes ante el
siniestro y alegre tono con que su mujer le habló. Entonces confirmó lo que
venía imaginando: no había vuelta atrás, su mujer ya no vivía en este mundo. Y
lloró como un chico, tirado en la bañera, hasta que se quedó dormido.
A la mañana siguiente se sorprendió ―se alegró― de no ver a su mujer en la casa.
Cuando
Adrián volvió del trabajo ―era de noche―, la casa seguía vacía.
Yendo a
la cocina para prepararse algo, sintió un olor muy fuerte ―¿pintura fresca?― que
le secó la garganta.
Guiándose
por el olor, llegó hasta el cuarto de visitas.
El
cuarto, que hasta entonces había sido uno muy normal ―cama, mesita, lámpara y
escritorio―, se le apareció todo pintado de azul. Con estrellas amarillas
colgando de hilos desde el techo. Con una pila de peluches en una esquina. Con
cortinas nuevas de avioncitos estampados.
Y en
medio de todo, bajo el ventilador y el mosquitero, Adrián vio una cuna de madera
barnizada.
Se
acercó a la cuna.
Estampados
en las sábanas, miles de ositos polares lo miraban a los ojos.
Oyó abrirse
la puerta del frente y se escabulló del cuarto.
Su mujer
venía entrando en el departamento. Llevaba un vestido flamante. Empujaba un
cochecito rojo.
Un
cochecito aterradoramente vacío.
―Hola,
Adri, vengo de hacer compras con el bebé. ¿Qué decís, amor, nos vamos los tres a
dar una vuelta?
Paralizado,
él asintió mudo.
Antes de
salir, le pidió a Mariela que esperase. No podría soportar más el estrés y el
miedo, así que se tragó un par de pastillas de las recetadas.
Con eso
tal vez soportaría el “paseo”, y trataría de pensar qué hacer con Mariela.
Yendo
por la calle, ella sonreía, y a cada cuadra se detenía a “arreglarle algo al
bebé”. Incluso le tomó un par de fotos al coche ―vacío― “con el papi”.
No ves que estoy dándole la teta,
infeliz.
Quiero bañar al bebé.
¡Sonreí, Adri, no ves que es la
primera foto con tu hijo!
Estaba a punto de detenerse, de cortar con
aquella locura, cuando vio aparecerse en la otra esquina a su mejor amigo.
¿Desde
cuándo no veía a Maxi?
Recordó
que Maxi no conocía a Mariela, así que avanzó rápido a su encuentro dejando
atrás a su mujer. No quería que Maxi, de quien se había alejado por esa loca de
mierda, viera la escena. Sería mucha la vergüenza, el castigo.
―Maxi,
hermano ―le dijo alzando los brazos.
Después
de abrazarlo, se dio vuelta. Su mujer se acercaba, con una sonrisa. Adrián
pensó lo peor: le tocaría presentarla, y le tocaría explicar lo del coche.
Maxi, te presento a mi mujer. Y este
es mi hijo. Sí, ya sé que no existe. Pero qué va, Maxi: yo no le veo nada de
malo. La pluralidad, Maxi. No seas anacrónico: los hijos imaginarios son el
futuro.
Cuando la
sintió detenerse a su lado,
se dio cuenta de que Maxi había advertido ya algo insólito:
―¿Qué
pasa, Adrián?
Él se
supo vencido, y entonces decidió decir lo que nunca le dijo a nadie:
―Amigo:
esta mujer que está a mi lado es Mariela, mi novia.
Maxi rio.
Adrián se relajó un poco al ver que su amigo no notaba la condición de Mariela.
¿En qué
momento me preguntará por el maldito coche?, se torturaba Adrián.
Entonces
notó que Maxi lo miraba extrañado, sin saludar a aquella.
Vio cómo
su mejor amigo ―a quien no veía desde que comenzó su relación con esa demente―
arrugaba el ceño antes de preguntarle, confundido y con toda seriedad:
―¿Qué
mujer, Adri?