Berta Cáceres (primera de derecha a izquierda), participando en un ritual de la cultura lenca. Fotografía: Diario El Heraldo |
Esta madrugada, cinco días antes de conmemorarse el Día
Internacional de la Mujer, las primeras planas de los medios de comunicación más
importantes del mundo publicaron la noticia del asesinato de Berta Cáceres,
dirigente del pueblo lenca de Honduras. Es la muerte anunciada de una tenaz
defensora de los derechos humanos y del medio ambiente, cuya lucha era
respetada no solo en este país de sombras, sino en el exterior, donde se le
había reconocido con el premio Goldman y había tenido la oportunidad de
presentarse ante líderes mundiales, entre ellos, el papa Francisco.
Debido a las amenazas constantes de que era objeto, se le
habían otorgado medidas cautelares por orden de la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos. Pero en Honduras las medidas cautelares son de poca ayuda,
especialmente cuando los órganos policiales responsables de aplicarlas tienen
tan escasa credibilidad. De más está decir lo patética que resulta la excusa de
la policía encargada de velar por la seguridad de Berta: que ella “no había
informado de su cambio de domicilio”.
Atribuir a la delincuencia común este asesinato, que se suma
a tantos otros cometidos contra dirigentes y activistas de pueblos indígenas y
defensores del medio ambiente, desafía la paciencia de una nación bajo
permanente amenaza, no solo del crimen organizado, sino de la complicidad que
permea a los órganos de seguridad y justicia del Estado. No son pocos los casos
en los que las víctimas de delitos prefieren no presentar denuncia, ante el
temor de que quien la recibe trabaje para los mismos que están detrás de los
hechores. Y si la presentan, se exponen a recibir presiones veladas o directas
para la retiren.
Proveniente de una familia donde aprendió desde temprano el
sentido de justicia, Berta estaba perfectamente consciente del riesgo que
corría, triplicado por ser mujer, miembro de una etnia y habitante de una de
las regiones con mayor marginalidad y pobreza de Honduras, lo que es mucho
decir si consideramos que el país entero no ha logrado salir de los escalones
más bajos en materia de desarrollo en América Latina. Sin embargo, siguió
adelante y su perseverancia logró detener, al menos temporalmente, los proyectos de madereras y centrales hidroeléctricas, cuyos efectos amenazan la
existencia de las comunidades lencas asentadas en ese lugar.
Es poco probable que sus asesinos materiales sepan hasta
dónde llega la sombra de la mujer que mataron; pero los autores intelectuales sí lo
saben, y apuestan una vez más a acallar con la violencia las voces de quienes
disienten del proyecto de convertir a Honduras en una maquila gigantesca. Sabemos
a qué le apuestan quienes la mataron. La pregunta es: ¿a qué apostamos quienes
lloramos su muerte?
Hasta ahora, un rasgo común que nos ha caracterizado, debido
al estado de indefensión en que vivimos, ha sido la desesperanza. La falta de
liderazgos suficientemente creíbles ha hecho que algunas y algunos de cierta
manera caigamos en el derrotismo. Sin embargo, el asesinato de Berta,
paradójicamente, viene a ser la campanada de atención que nos despierte y empuje
a buscar puntos en común, hallar tablas de salvación que nos permitan salir a
flote, superar el dolor y la muerte y construir trincheras desde donde
fortalezcamos un proyecto de país con equidad e inclusión.
El Estado de Honduras, por su parte, debe asumir su
responsabilidad en este y otros asesinatos. De no hacerlo voluntariamente,
igual terminará enfrentando en su momento las decisiones de los órganos
internacionales de justicia. Y la primera muestra de su buena intención sería ratificar
la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación hacia
la mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), instrumento indispensable para
avanzar hacia la equidad en una sociedad tan profundamente marcada por brechas
sociales y de género.
Berta Cáceres, en la vida y en la muerte, es una de las
grandes referentes en nuestra historia, una muestra de que la utopía —entendida como la lucha
por un país y un mundo mejores— sigue siendo posible. Aunque sea insuficiente consuelo ante el dolor de la pérdida, su
madre, sus hijas, hijo y la gente que la acompañó en su lucha deben saber que nos
deja un legado incalculable: la esperanza.
Tegucigalpa, 3 de marzo de 2016.
Publicado también en el medio digital Conexihon, Opiniones - Palabra libre
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