1 de julio de 2012

Un cuento de Roberto Martínez Bachrich: Wave

Sobre Roberto Martínez Bachrich, el blog de la Cooperativa Editorial "Lugar Común" (muy buen ejemplo, por cierto, de lo que puede hacer una iniciativa colectiva independiente) dice lo siguiente:
Roberto Martínez Bachrich (Venezuela) y 
María Eugenia Ramos (Honduras) en la FIL 
Guadalajara 2011.
"Nacido en Valencia, en 1977. Narrador, poeta y profesor de la Escuela de Letras de la UCV. Magíster en Técnicas de la Narración por la Scuola Holden (Turín, Italia) y en Estudios Literarios por la misma UCV. Autor de los libros de relatos Desencuentros (Gobernación de Carabobo, 1998) y Vulgar (Universidad de Carabobo, 2000), además del poemario Las noches de cobalto (Funsagú, 2002). Algunos de sus relatos y poemas han aparecido en las antologías De la urbe para el orbe (Alfadil, 2006), Próximos (Embajada de Venezuela en China, 2006), Tatuajes de ciudad (Sacven, 2007), Carne de exportación (Funcas, 2008), la versión digital de El futuro no es nuestro (Pie de Página, 2008), En obra (Equinoccio, 2009) y El océano en un pez (Arte y Literatura, 2011). Su obra ha merecido el Premio de Cuento de la FHE de la Universidad de Carabobo (1996); Premio Bienal de Narrativa “Rafael Briceño Ortega” (1998); Premio de poesía “Vox Novula”, UCAB (1999) y Premio de Cuento Breve 1999 de la UCV. Con el libro Tiempo hendido: Un acercamiento a la vida y obra de Antonia Palacios, obtuvo el X Premio Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana 2010. Forma parte de nuestro catálogo con Las guerras íntimas, su tercer libro de cuentos. Gracias a este título fue seleccionado como uno de los 25 secretos literarios mejor guardados de América Latina en la FIL Guadalajara de 2011."  
Se ha dicho de la narrativa de Roberto Martínez Bachrich que reúnen todas las características del cuento clásico: brevedad, intensidad y sorpresa, además de un uso magistral de las técnicas narrativas. Así lo demuestra sin lugar a dudas el cuento que transcribo a continuación.



Wave
Agora eu já sei
da onda que se ergueu no mar
e das estrelas que esquecemos de contar
o amor se deixa surpreender
enquanto a noite vem nos envolver
Antonio Carlos Jobim

Somos jóvenes e inconscientes, Verónica y yo, y siempre hemos estado orgullosos de ello. Será por eso que no nos costó ningún trabajo mentirle a nuestros padres. Verónica le aseguró a mi mamá que no iríamos a la playa, que por nada del mundo se nos ocurriría –con los indicios de esa horrible tormenta que se aproximaba a la costa– acercarnos al mar, que no, que nos quedaríamos en casa de su tía Carmelina en Coro, y que dedicaríamos el fin de semana a pasear por la zona colonial y conocer la ciudad. Por otro lado, yo le juré al padre de Verónica que no tenía de qué preocuparse, que nos quedaríamos con mi tía Dulce y mis primas, nada de playa, porque la verdad es que yo detesto el sol y el pegoste de la arena, además, las playas de por allá están llenas de aguamalas en esta época y a mí esos bichos viscosos me dan un poco de tirria, pero sobre todo, la amenaza de que el huracán Sabrina llegue a las costas falconianas me aterra en demasía (con frecuencia tengo pesadillas al respecto). En fin, dijimos, Vero y yo tenemos toda una vida por delante para estar corriendo riesgos estúpidos y arruinar nuestro futuro con cualquier imprudencia. Nuestros viejos quedaron absolutamente convencidos y aliviados, así que Verónica y yo agarramos autopista.

Apenas llegamos a la posada en Adícora, y después de dejar el perolero, nos ponemos nuestros trajes de baño y tomamos la carretera hacia las playas del norte de la península. El clima luce perfectamente normal: el calor espeso de siempre y la ventisca salada propia de cualquier zona costera. Le pregunto a Verónica si Playa Blanca o Saledales, le toca decidir a ella, porque yo elegí la posada. Vero me ausculta de cabo a rabo y decide que Playa Blanca, arguyendo que eso de que los médanos acaben en el mar es profundamente romántico y hermoso. A mí me parece perfecto, pero no sólo por las razones de Vero, sino porque en Saledales siempre hay demasiada gente y eso significa someternos al recato y la castidad, cosa poco deseable teniendo a mano los senos erectos y recién operados de Verónica. Tontamente me sonrojo y rápido vuelvo a mi color. Lo sé: frente al mar el deseo se duplica. Hay algo en el aire marino que arranca todas las costras de la costumbre: el agua salada parece inducir irremediablemente a los juegos del cuerpo, el mar nos hace sensuales. Y esto se convierte en toda una delicia cuando la cosa va un poco más allá de un par de senos perfectos: es el amor, tan ardiente como un erizo de morcilla tapatía, tan dulce como un delfín de crema pastelera vienesa, tan sabroso y envolvente como un pulpo de piña colada, tan grande como una ballena de eucaliptos. Sí, el aire marino duplica la mil veces reformada y empalagosa sintaxis del bobo amor.

Nos detenemos en una licorería del camino para apertrecharnos de bebidas. Me toca decidir a mí, así que escojo ginebra y jugo de naranja, aunque sé que Vero hubiese preferido vodka con limón, pero se sabe que el limón en la playa mancha e imagino que las comisuras de los labios de Verónica oscurecidas no deben ser tan apetitosas. Luego seguimos y ella descubre, a mitad de camino, un pequeño restaurante que le parece muy pintoresco. Me sugiere que almorcemos allí y le digo que mejor en la playa, en cualquier quiosco a la orilla del mar, pero me mira severamente y dice que le toca decidir a ella la suerte de nuestro almuerzo. Acepto un poco fastidiado, porque la verdad me muero de ganas de acostarla inmediatamente en la arena y besarla, acariciarla de polo a polo, lamerle cada resquicio y hacerle el amor hasta que caiga la noche para terminar contando las estrellas en su mirada; pero lo de acatar las decisiones intercaladas siempre ha sido la única ley de nuestra relación y, además, eso me da el poder de decidir con exactitud lo que haremos cuando la playa esté, finalmente, frente a nosotros.

Almorzamos sin demasiado apetito porque la comida no está muy buena y el zumbido de una radio ruidosa cuya señal va y viene mantiene ocupado al único mesonero del lugar, completamente abstraído con las noticias de la tormenta. Luego proseguimos nuestra ruta y, unos metros más adelante, unos guardias nos detienen intentando cerrarnos el paso y queriendo alarmarnos con el asunto del huracán. Yo les digo que vamos a buscar a mi tía Dulce, la pobre, que vive sola en el próximo caserío y debe estar muy asustada —es una señora bastante mayor, comprendan— con el asunto de Sabrina. Así que nos dejan pasar y un par de kilómetros más allá, Playa Blanca aparece ante nuestros ojos completamente sola y paradisíaca. Estaciono el jeep al borde de la carretera y atravesamos a pie los médanos que nos separan del mar. La ventisca salada ha aumentado un poco y el sol parece demasiado adormecido para ser mediodía. Verónica comienza a decir que quizá sí sea peligroso todo aquello, que si no sería mejor devolverse y dejar lo de la playa para otro día, que de cualquier forma tenemos la posada para divertirnos de lo lindo los dos juntos, pero yo le estampo un largo y cálido beso en la boca y le aseguro que no tiene la más mínima razón para preocuparse, que está conmigo, que no nos va a pasar nada y que la arena de Playa Blanca es mucho más cómoda que nuestro triste catre en la posada. Mi deseo efervescentemente animal, sin embargo, no durará mucho rato. Apenas estamos frente al agua el sol parece ocultarse por completo en una densa y oscura nube. El mar está picado y la ventisca se ha convertido en ventarrón. Nos detenemos y Vero me abraza asustada. El viento va tomando fuerza y en cuestión de segundos el último médano antes del agua comienza a desplazarse hacia el punto en el que estamos. Verónica se sume en una extraña tembladera y a mí me invade un hondo y paralizante desconcierto. El agua se revuelve furiosa y a cada minuto nace una nueva ola inmensa que revienta a pocos metros de nuestra parálisis. Vero me exige que nos vayamos y algunas lágrimas que la tolvanera hace desaparecer en milésimas de segundo brotan de sus ojos. Intentamos retroceder, llegar hasta el jeep, pero la carrera es inútil. Los médanos han decidido fundirse al mar y corren en sentido contrario a nuestra huida. Avanzamos tres pasos y un gran médano informe en perpetuo movimiento nos devuelve al mismo punto. Verónica comienza a llorar de pánico mientras su mirada se desfigura. Lo seguimos intentando, jadeantes, y todo es inútil. El mar convulsiona ferozmente, las olas –cada vez más voluminosas– chocan entre sí y producen un estrépito espantoso. Mi carro, que apenas se divisa con el arenero en el aire, desaparece de pronto sepultado por un médano. Verónica me abraza con esa fuerza sobrehumana que otorga el desconsuelo. Y nos quedamos allí, parados, en medio de las cachetadas de arena y el rumor terrible de las olas. Al coro se unen, ahora, montones de truenos que revientan incansables en la bóveda celeste. Y de repente estalla un aguacero que parece fracturar el firmamento y echarlo abajo a líquidos pedazos. Entonces el mar parece abrirse, las aguas ensayan una horrible contracción y bajan hacia los lados, dejando en el centro de nuestra visibilidad un lejano y misterioso islote azul que hace coagular en el viento un silencio siniestro. En ese instante nos damos cuenta: es la ola que crece. Una ola enorme, monstruosa, que marcha a toda velocidad hacia nosotros y parece rasgar el aire a su paso produciendo un sonido seco y estruendoso, un rugido insoportable. Es la misma ola con la que yo he soñado tantas veces antes, es la misma pesadilla recurrente, que se repite con una rigurosa y macabra perfección en la realidad: yo, abrazado al cuerpo de una mujer de firmes senos (en el sueño la mujer no tenía cara, no podía saber que fuera Verónica), viendo la ola venir, aterrados los dos, paralizados ante el horror final. Entonces sé que esta vez no despertaré. Y me toca decidir a mí cómo ponerle fin a todo esto: si dejándonos arrastrar, aplastar y ahogar por la ola o entregándonos a la sepultura del inmenso médano blanco que se desplaza furioso desde el otro lado. “Paso”, pienso, pero ya no puedo decírselo a Vero.

(De Las guerras íntimas, Editorial Cooperativa Lugar Común, Caracas, 2011.)
* * *

No hay comentarios: